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Tulio Febres Cordero en AlbaLearning

Tulio Febres Cordero

"Los anteojos maravillosos"

Biografía de Tulio Febres Cordero en Wikipedia

 
 
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Música: Jose Luis Tubert - Clásicos - Track 15. Musette
 
Los anteojos maravillosos
OBRAS DEL AUTOR

Cuentos

Avecilla errante
El clavel de la capachera
El cuarto del tesoro
El plato azul
El secreto de un amigo
El turpial y la golondrina
La lluvia de oro
La mata de centavos
Los anteojos maravillosos
Los recados
Pleito de compadres
Por no quebrar el tubo
Por tierra y por agua
Un remedio ingenioso
 

ESCRITORES VENEZOLANOS

Alejandro Fernández García
Ana Enriqueta Terán
Andrés Bello
Justino Blanco Fombona
Manuel Díaz Rodríguez
Nicanor Bolet Peraza
Pedro Emilio Coll
Tulio Febres Cordero
 

 

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Y va de cuento.

La escena pasa en la parte más alta de un edificio tan común como admirable, en esa especie de cúpula en que remata la arquitectura del cuerpo humano: la cabeza.

El Entendimiento, dueño de la casa, es un señor de muchas campanillas, de porte señoril y mirada chispeante. Vive pared de por medio con la Memoria, señora grave y circunspecta, que lleva pintadas en el semblante la melancolía del pasado y toda la amargura de los desengaños.

Alguna empresa literaria se tenía D. Entendimiento, cuando menos la redacción de un periódico, porque cierto día entróse de rondón en los aposentos de la Memoria y, con gran sorpresa de ésta, empezó por pedirle cuenta minuciosa de cuanto allí tenía en calidad de depósito.

—¡Un inventario formal! replicó la Memoria, cada vez más asombrada de ver a su flamante compañero en tales andanzas.

—Es cabalmente lo que deseo. Quiero saber cuánta es la copia de mis recursos científicos y literarios, fruto, como sabéis, de grandísimos empeños en el campo del estudio, pues entiendo que estos aposentos deben de rebosar en letra menuda.

—Nada de eso, respondió fríamente la señora de los recuerdos, acompañando sus palabras con una sonrisa de compasión que llenó de espanto al Entendimiento.

—¡Qué decís!...

—Que nada, señor, tenéis en mi poder. Entra aquí de ordinario algo así como un vientecillo destructor que todo lo consume luego a luego. He tapado muy bien las rendijas, puesto vidrieras a los postigos, cerrado, en fin, el cuarto del archivo, pero todo ha sido en vano. Por lo visto, señor, la casa en que vivimos es muy ventosa.

El Entendimiento, que no daba crédito a lo que oía, precipitóse bruscamente en el archivo, pero ni con el auxilio de un velón encendido, porque era mucha la oscuridad del sitio, pudo hallar una letra siquiera en aquellos fríos y empolvados estantes.

D. Intelecto, aunque chispeante y de natural donaire, era un poco casquivano. Se sorbía, a la verdad, libros enteros, pero nunca tales lecturas fueron calentadas en el mágico hornillo de la reflexión.

—Vuesa merced me perdone, dijo la Memoria, compadecida de tan cruel desengaño, pero tengo para mí que el mal está en los ojos de mi señor Entendimiento; y yo me permito ofrecerle los anteojos que ha menester en sus lecturas.

—¡Yo, cegatón! no, mi señora. Gozan mis ojos de un alcance prodigioso; así penetran en la inmensidad del espacio y en los senos de la tierra, como descubren a maravilla los extensos campos de la filosofía y el derecho.

—Pero es lo cierto que yo, que soy vuestra tesorera, nada guardo por cuenta de tales lucubraciones.

—Mi desgracia es cierta, no lo niego, pero lo que son mis ojos no necesitan auxilio, porque ven demasiado.

—Precisamente, señor, os viene de perilla el verso de D. Miguel Agustín Príncipe:

El ciego más desgraciado
No es, amigo Bernabé,
El ciego que nada ve
Sino el que ve demasiado.

Con que aceptad el remedio que os ofrezco: leed meditando, que la meditación es un cristal maravilloso que deja grabada indeleblemente en la memoria las páginas del libro. Sin este bello prisma delante de vuestros ojos, toda concepción será fugaz, todo esfuerzo intelectual inútil; y, a pesar de vivir entre la luz, siempre lo pasaréis a oscuras.

Hizolo así D. Intelecto, y es fama que lo primero que vio al través de los anteojos fue este letrero en caracteres muy gordos:

Leer no es estudiar; quien no medita no aprende.

(1888)

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