Sucede con harta frecuencia, que la suerte, a quien con razón pintan ciega, favorece a los que merecen castigo y se ensaña con los que son dignos de premio.
Yo no sé a punto fijo en qué país, ni siquiera en qué región del mundo, había hace siglos una emperatriz poderosísima y que reinaba sobre millones de hombres, con cuya sangre se habían amasado los cimientos de su poderoso trono.
Muchos y muy deplorables son los ejemplos que ofrece la historia universal, de los grandes vicios y las grandes ingratitudes que han solido demostrar los que se han visto colocados a la cabeza de los pueblos; pero acaso no podrá citarse ejemplo alguno de extravíos, infamias y crueldades como las que se veían en el imperio a cuyo frente estaba la princesa de que nos ocupamos.
Su único pensamiento era gozar de la alta posición que debía a los esfuerzos de su pueblo, a quien recompensaba con las mayores iniquidades ejercidas unas por su propia orden, debidas otras a los consejeros a quien lo abandonaba todo, con tal que la dejaran entregarse a sus placeres.
Una noche la emperatriz daba en su palacio un magnífico baile de los que tenía por costumbre, mientras sus súbditos perecían en los calabozos y en la miseria.
La emperatriz era tan hermosa de figura como repugnante de sentimientos; y entre sus debilidades, no era la menor el afán de que todo el mundo contribuyera a añadir a su supremacía imperial, la que creía merecer por su belleza.
Mientras el pueblo la maldecía, la corte la adulaba, sin extrañar la visible satisfacción que la princesa experimentaba viéndose galantear por un príncipe recién venido del extranjero, que había sido convidado al baile imperial.
De pronto, y cuando más complacida parecía de lo que en voz baja le estaba diciendo el príncipe, sucedió lo que nunca había sucedido; cambió la expresión de su semblante, pasando de la alegría a la tristeza, palideció y cayó desplomada al suelo.
Los cortesanos hicieron muchos comentarios sobre el suceso, discurrieron largamente sobre las palabras del príncipe que le habían causado aquella impresión, pero ninguno dio por de pronto al desmayo más importancia que la de una indisposición común. Los cortesanos se equivocaron de medio a medio, como tienen de costumbre; ni fue aquello efecto de las palabras del príncipe extranjero, ni fue tampoco un desvanecimiento de sentido común.
Nunca los de la emperatriz funcionaron mejor. Lo que sucedió fue lo siguiente:
Cuando más satisfecha estaba la princesa con la galantería del príncipe, cuando más complacida se encontraba de la elegancia de su tocado y más merecidos creía los elogios que escuchaba con afectada indiferencia, un movimiento de coquetería le hizo volver la cabeza y se encontró con que el príncipe había desaparecido, ocupando su lugar una figura sobrehumana, que adoptando su misma postura le decía al oído cosas.
A los ojos de la emperatriz, el salón de baile se habla convertido en un inmenso desierto, la alfombra se había trocado en lago oscuro, las luces se habían apagado para dar lugar a las tinieblas que se destacaban de los grupos de negras nubes que llenaban el espacio, y en medio de ellas, se dejaba ver en un resto de claridad la orquesta, que desaparecía y dejaba apagados sus ecos melancólicos para que se oyeran mejor las palabras que la figura dirigía a la princesa.
Cuando la emperatriz volvió de lo que los cortesanos creyeron un desmayo, hablaba inconexamente de lo que había oído al que llamaba su ángel bueno.
Cuando recobró por entero sus sentidos, hizo tales reformas en su conducta y en su pueblo, que no dejó duda de que se había operado en ella un cambio completo.
¿Fue la voz del príncipe o la voz del que llamaba su ángel bueno quien había realizado aquella transformación?
Fue la voz de la conciencia, que apagada por el rumor de los cortesanos, solo en ocasiones tan maravillosas como este cuento, logra llegar al oído de los que habitan en palacios. |