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Fernán Caballero en AlbaLearning

Fernán Caballero

(Cecilia Böhl de Faber y Larrea)

"Doña Fortuna y Don Dinero"

Cuentos populares andaluces

Biografía de Fernán Caballero en AlbaLearning

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
Doña Fortuna y Don Dinero
OBRAS DEL AUTOR

Biografía

Biografía breve

Obras

Bella flor
Callar en vida y perdonar en muerte
Cuento de embustes
Dona Fortuna y Don Dinero
El Carlanco
El duendecillo fraile
El lirio azul
El lobo bobo y la zorra astuta
El pájaro de la verdad
El pícaro pajarillo
Juan Cigarrón
La gallina duende
La hormiguita
La joroba
La niña de los tres maridos
Los caballeros del pez
Los deseos
Pico pico, a ver si me pongo rico

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Pues, señores, vengamos al caso: era éste que vivían enamorados doña Fortuna y don Dinero, de manera que no se veía al uno sin el otro. Tras de la soga anda el caldero; tras doña Fortuna andaba don Dinero: así sucedió que dio la gente en murmurar, por lo que determinaron casarse.

Era don Dinero un gordote rechoncho, con una cabeza redonda de oro del Perú, una barriga de plata de Méjico, unas piernas de cobre de Segovia y unas zapatas de papel de la gran fábrica de Madrid.

Doña Fortuna era una locona, sin fe ni ley, muy raspagona, muy rala rata, y más ciega que un topo.

No bien se hubieron los novios comido el pan de la boda, que se pusieron de esquina: la mujer quería mandar, pero don Dinero, que es engreído y soberbio, no estaba por ese gusto.

Señores, decía mi padre (en gloria esté) que si el mar se casase, había de perder su braveza; pero don Dinero es más soberbio que el mar y no perdía sus ínfulas.

Como ambos querían ser más y mejor y ninguno quería ser menos, determinaron hacer la prueba de cuál de los dos tendría más poder.

-Mira -le dijo la mujer al marido-, ¿ves allí abajo en el chueco de un olivo aquel pobre tan cabizbajo y mohíno? Vamos a ver cuál de los dos, tú o yo, le hacemos mejor suerte.

Convino el marido; enderezaron hacia el olivo y allí se encamparon; él raneando, ella de un salto.

El hombre, que era un desdichado que en la vida le había echado la vista encima ni al uno ni al otro, abrió los ojos tamaños como aceitunas cuando aquellos dos usías se le plantaron delante.

-¡Dios te guarde! -dijo don Dinero.

-Y a Usía también -contestó el pobre.

-¿No me conoces?

-No conozco a su merced sino para servirle.

-¿Nunca has visto mi cara?

-En la vida de Dios.

-Pues qué, ¿nada posees?

-Sí, señor; tengo seis hijos desnudos como cerrojos, con gañotes como calcetas viejas; pero en punto a bienes, no tengo más que un coge y come cuando lo hay.

-¿Y por qué no trabajas?

-¡Toma! Porque no hallo trabajo. ¡Tengo tan mala fortuna, que todo me sale torcido como cuerno de cabra! Desde que me casé pareció que me había caído la helada, y soy la prosulta de la desdicha, señor. Ahí nos puso un amo a labrarle un pozo a destajo, aprometiéndonos sendos doblones cuando se le diese rematado; pero antes no soltaba un maravedí; asina fue el trato.

-Y bien que lo pensó el dueño -dijo sentenciosamente su interlocutor-, pues dice el refrán dineros tomados, brazos quebrados. Sigue, hombre.

-Nos pusimos a trabajar echando el alma, porque aquí donde su merced me ve con esta facha ruin, yo soy un hombre, señor.

-¡Ya! -dijo don Dinero-. En eso estoy.

-Es, señor -repuso el pobre-, que hay cuatro clases de hombres: hay hombres como son los hombres; hay hombrecillos, hay monicacos y hay monicaquillos que no merecen ni el agua que beben. Pero, como iba diciendo, por mucho que cavamos, por más que ahondamos, ni una gota de agua hallamos. No parecía sino que se habían secado los centros de la tierra; nada hallamos, señor, a la fin y a la postre, sino un zapatero de viejo.

-¡En las entrañas de la tierra! -exclamó don Dinero, indignado de saber tan mal avecindado su palacio solariego.

-No, señor -respondió el pobre-; no en las entrañas de la tierra, sino de la otra banda, en la tierra de la otra gente.

-¿Qué gentes, hombre?

-Las antrípulas, señor.

-Quiero favorecerte, amigo -dijo don Dinero metiendo al pobre pomposamente un duro en la mano.

Al pobre le pareció aquello un sueño y echó a correr que volaba, que la alegría le puso alas a los pies; arribó derechito a una panadería y compró pan; pero cuando fue a sacar la moneda no halló en el bolsillo sino un agujero, por el que se había salido el duro sin despedirse.

El pobre, desesperado, se puso a buscarlo; pero ¡qué había de hallar! Cochino que es para el lobo no hay San Antón que le guarde.

Tras el duro perdió el tiempo, y tras el tiempo la paciencia, y se puso a echarle a su mala fortuna cada maldición que abría las carnes.

Doña Fortuna se tendía de risa; la cara de don Dinero se puso aún más amarilla de coraje; pero no tuvo más remedio que rascarse el bolsillo y darle al pobre otra onza.

A éste le entró un alegrón que le salía el corazón por los ojos.

Esta vez no fue a por pan, sino a una tienda en que mercó telas para echarles a la mujer y a los hijos un rocioncito de ropa encima.

Pero cuando fue a pagar y entregó la onza, el mercader le puso por esos mundos, diciendo que aquella era una mala moneda; que, por tanto, sería su dueño un monedero falso y que lo iba a delatar a la justicia.

El pobre, al oír esto, se abochornó y se le puso la cara tan encendida que se podían tostar habas en ella; tocó de suela y fue a contarle a don Dinero lo que le pasaba, llorando por su cara abajo.

Al oírlo doña Fortuna, se desternillaba de risa y a don Dinero se le iba subiendo la mostaza a las narices.

-Toma -le dijo al pobre dándole dos mil reales-; mala fortuna tienes, pero yo te he de sacar adelante o he de poder poco.

El pobre se fue tan enajenado que no vio, hasta que dio de narices con ellos, a unos ladrones que lo dejaron como su madre lo parió.

Doña Fortuna le hacía la mamola a su marido, y éste estaba más corrido que una mona.

-Ahora me toca a mi -le dijo-, y hemos de ver quién puede más, las faldas o los calzones.

Acercóse entonces al pobre, que se había tirado al suelo y se arrancaba los cabellos, y sopló sobre él. Al punto se halló éste debajo de la mano el duro que se le había perdido.

-Algo es algo -dijo para sí-; vamos a comprarles pan a mis hijos, que ha tres días que andan a medio sueldo y tendrán los estómagos más limpios que una paterna.

Al pasar frente a la tienda en la que había mercado la ropa, lo llamó el mercader y le dijo que le había de disimular lo que había hecho con él; que se le figuró que la onza era mala, pero que habiendo acertado a entrar allá el contrastador, le había asegurado que la onza era buenísima y tan cabal en el peso que más bien le sobraba que no le faltaba; que ahí la tenía, y además toda la ropa que había apartado, que le daba en cambio de lo que había hecho con él.

El pobre se dio por satisfecho, cargó con todo, y al pasar por la plaza, cate usted ahí que la partida de napoleones de la Guardia Civil traía presos a los ladrones que le habían robado, y en seguida el juez, que era un juez como Dios manda, le hizo restituir los dos mil reales sin costas ni mermas. Puso el pobre este dinero con un compadre suyo en una mina, y no bien habían ahondado tres varas, cuando se hallaron un filón de oro, otro de plomo y otro de hierro. A poco le dijeron Don, luego Usía y luego Excelencia.

Desde entonces tiene doña Fortuna a su marido amilanado y metido en un zapato, y ella, más casquivana, más desatinada que nunca, sigue repartiendo sus favores sin ton ni son, al buen tuntún, a la buena de Dios, a cara o cruz, a manera de palo de ciego, y alguno alcanzará al narrador si le agrada el cuento al lector.

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