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(Cecilia Böhl de Faber y Larrea) "Callar en vida y perdonar en muerte" Cap. 8: El legado
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Biografía de Fernán Caballero en AlbaLearning | |
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Música: Dvorak - Piano Quintet Op.81 - 3: Molto Vivace |
Callar en vida y perdonar en muerte |
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El legado | ||
Un día en que Rosalía enseñaba a su hija, suave niña, como lo había sido su madre, lo que ella sabía, esto es, rezar y coser, entró el menor de sus dos hijos. -Madre -le dijo alargándole un papel-, mirad, una plana hecha por Andrés cuando era chico. Rosalía lo tomó, y leyó con ojos asombrados: «No cuentes con el día de mañana, que no lo tienes seguro.» Al fin de la hoja se veía roja y sangrienta la fecha del 19 de Marzo de 1840, lo hizo Andrés Peñalta, y debajo, de letra de su madre, de la víctima del misterioso e impune crimen, este su solo testamento: «Esto le deja en memoria, Mariana Pérez.» -¿Dónde hallaste este papel? -preguntó Rosalía con una voz tan extraña y demudada, que sus hijos la miraron sobrecogidos. -En el cuarto de padre, entre unos papeles viejos -contestó el niño. Rosalía se levantó lívida, corrió a su cuarto, echó el cerrojo, y cerró las ventanas para no ver la luz del día. El velo que por diez años cubría al asesino de su madre estaba descorrido a sus ojos; el horroroso secreto salía de su sombra; la víctima, desde su tumba, recordaba la sangrienta fecha en un documento guardado con el dinero robado, que sólo podía hallarse en poder del ladrón y asesino, y este documento acusador se hallaba en poder de su marido! Rosalía se dejó caer sobre un sofá, y ocultó su rostro entre sus manos. Así permaneció tres horas, inmóvil como el estupor, fría como deja la falta de la circulacion de la sangre a un cadáver, muda como pone la parálisis a aquél a quien hace su presa. La primera hora no pensó: todas sus ideas se confundieron en un espantoso vértigo. En la segunda, la desesperacion vagó por su alma como el león por su jaula, viendo por dónde salir y hallar ancho ámbito en que lanzar su rugido. En la tercera se presentó digna y severa la reflexión, trayendo de una mano a la moderación cristiana, y de la otra a la prudencia humana: la primera, con su freno; la segunda, con su anteojo. Entonces la cristiana, la madre y la esposa cruzó sus manos y exclamó: -¡Tuya, tuya, Padre y Juez nuestro, es la justicia! ¡Tuya, tuya la vindicta! Levantose animosa, encendió una vela, en cuya llama quemó con resuelta mano el papel acusador, y se arrojó en su lecho. A poco llegó su marido, y le preguntó con su usual aspereza lo que significaba aquel encierro. Al oír la voz del asesino de su madre, al sentir su cercanía, un temblor espantoso se apoderó de la infeliz, la cual, entrechocándose sus dientes, respondió que estaba enferma. El marido se alejó impaciente: ¡no le concedía ni aun el derecho de estar enferma! Ocho días permaneció Rosalía encerrada, sin permitir que la viese nadie, ni aun sus hijos, pretextando para ello un agudo dolor de cabeza, pero en realidad porque temía se exhalase en clamores desesperados el tremendo secreto que quería ahogar en su destrozado pecho. Quería además, para lograr esto, perder fuerzas físicas, debilitando su cuerpo con ayunos y lágrimas, y cobrar fuerzas morales en la oración y en su amor de madre. Cuando se levantó y la vio por vez primera su marido, retrocedió asombrado; ¡y razón tenía! El pelo de la joven madre se había encanecido. Sobre sus facciones demacradas se había extendido la palidez verdosa de la ictericia; sus ojos, extraviados y hundidos, brillaban calenturientos en un círculo morado. -Es cierto -le dijo- que estás mala, ¡y muy mala! ¡Debes haber sufrido mucho! -¡Mucho! -contestó la paciente. -Pero ¿por qué no has llamado a un médico? -repuso impaciente su marido-. ¡No sabes nada, ni aun cuidarte cuando padeces! ¡Un año aún sobrevivió la mártir, con el golpe de muerte en el corazón, sin más alivio que la certeza de que era mortal! ¡Un año entero duró su descenso al sepulcro! La vida es tenaz a los treinta años. -Pero ¿qué tiene la señora? -preguntaban sus numerosos amigos a D. Andrés Peñalta. -Una ictericia negra que le aniquila el cuerpo y el espíritu -respondía éste-. Mucho le mandan los médicos, pero nada la alivia. Estoy ciertamente con mucho cuidado. Y a su mujer a solas decía: -El médico dice que no acierta la causa de tus males, y que tú no se la indicas. ¡Si nada sabes, ni aun explicar lo que padeces! Por fin la quinta víctima del crimen cayó postrada. Los facultativos, desorientados, agotados sus recursos, se cruzaban de brazos. La hora del eterno descanso era llegada; el confesor derramaba lágrimas y consuelos a la cabecera de la moribunda. Ya preparada y pronta a aparecer ante el tribunal de Dios, y cuando sintió que sólo pocos instantes de vida le quedaban, la noble víctima hizo seña a los presentes de que se alejasen, y llamó a su marido. -¡Padre de mis hijos! -le dijo con voz solemne-. Dos cosas he sabido en esta vida. -¿Tú? -exclamó asombrado el marido. -¡Sí! -¿Y cuáles han sido? -preguntó aterrado el delincuente, con los ojos espantados y fuera de sus órbitas. -CALLAR EN VIDA, porque era madre, Y PERDONAR EN MUERTE, porque soy cristiana! -respondió la santa mártir, cerrando sus ojos para no volver a abrirlos más. Fin |
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