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Francisco Espínola en AlbaLearning

Francisco Espínola

"María del Carmen"

Biografía de Francisco Espínola en Wikipedia

 
 

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María del Carmen

OBRAS DEL AUTOR
Las ratas
María del Carmen
 

ESCRITORES URUGUAYOS

Delmira Agustini
Domingo Arena
Eduardo Acevedo Díaz
Eduardo Galeano
Felisberto Hernández
Francisco (Paco) Espina
Horacio Quiroga
José Enrique Rodó
Juan Carlos Onetti
Juan José Morosoli
Mario Benedetti
Mario Levrero

 

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I

No había subido el sol a la mitad del cielo, cuando a los ranchos del viejo Nicanor Fernández llegó un gurí cortando campo, corriendo, por entre masiegas.

—Ña Casilda, manda decir madrina que vaya enseguidita, que la finadita María del Carmen se ha matao.

—¿Qué has dicho, muchacho? Que María del Carmen...

—Sí, se tiró al pozo. Padrino no estaba. La tuvimos que sacar entre nosotros, reciencito. Que vaya pronto, dice.

Y se fue el chiquilín a todo lo que daba, mientras la vieja alborotaba a sus hijas, de amasijo en la mesa larga del comedor. Después, calzadas con apuro las alpargatas que llevaba en chancletas, salió disparando, seguida de las tres muchachas, que se demoraron por mirarse un instante al espejo.

Como a la media cuadra rodó la vieja y hubo que ayudarla a levantarse. Pero volvió a correr, mientras decía confundida por la noticia:

—¡Pobre comadre Remigia! ¡Qué espantoso! ¡Tan linda y tan buena, la pobrecita! Dios la haya perdonado y la tenga en su santa gloria... ¡Pucha que las tiró a las masiegas! ¡Casi me voy de lomo otra vez!... ¡Vean ustedes, aprendan! Lo que pasa por no confesar todo a las madres. Ya me maliceo que algo de safaduría será. ¡Aprendan, m'hijas!

Al llegar las recibió el griterío. No había más que mujeres. El viejo Rudecindo estaba en la pulpería, y para allá iba que se las pelaba el gurí de los mandados.

Entraron, y el clamor se hizo más fuerte. ¡Claro! Había cuatro más a llorar, a desesperarse conformándose.

—¡Qué me dice, comadre! ¡M'hija! ¡Cuando la vea el padre! ¡La mimosa de él, la que le cebaba el mate, la que le hacía todo...

—¡Hay que tener resinación! ¡Dios lo ha dispuesto así, comadre querida!

Las muchachas se habían agrupado llorando y sin decir palabra. Juana, la menor de las Fernández, fue la primera que miró a la difunta,

—¡Está igualita! — dijo.

Y ella, que todavía no lloraba, largó el trapo por eso, porque la muerta estaba igualita y, sin embargo, ya no era más la María del Carmen de los nidos, de los macachines, de los huevos de terutero.

La pobre se hallaba arriba de una cama, con las ropas empapadas que se le pegaban a las carnes firmes, más duras aún por la muerte, la que las aprieta primero y, después, las va aflojando, aflojando, hasta que las acaba dejando el hueserío, al que también le llega el turno. Mojada como estaba, las piernas se le pintaban clarito, y se veían los pezones levantar con sus chuzas la zaraza. Su cara, tan bonita — nunca habrá cara más bonita en todo el pago— estaba machucada, seguramente de la caída. Un ojito lindo y verde como la hoja, ahora vidriado, había quedado solo y, angustiado, vichaba. El otro se había reventado en alguna piedra del fondo, o en alguna raíz dura, o en quién sabe qué cosa.

El pelo, rubio, se le pegaba al pescuezo en mechones que, más abajo, se mezclaban con las cobijas revueltas. La boca, entreabierta, parecía querer tragar todavía más agua o, a lo mejor, echarla toda afuera para no volver a probarla más nunca, arrepentida.

—¡Bueno, bueno, comadre! ¡Hay que tener fuerza de voluntá y no dejarse dominar! ¿Qué deja entonces para las muchachas? — intervino Casilda.

Palabras bobas que resbalaron en el alma de la otra vieja. ¿Quién sino ella iba a llorar a su hija, a aquella de ojos verdes que parió en una noche de tormenta, mientras su marido peleaba con los suyos, quién sabe adónde? Sin ayuda de nadie la echó al mundo, pues sus hijas eran muy niñas y las mandó a la cocina para que no vieran. Recién al rato cayó hecha sopa Jesusa, que había tenido que ir a asistir a la de Ibarra.

—La misma edá tiene Felicia que la mía — entremezclaba en su desesperación—. La misma...

Juana, mandada por su madre, fue a aprontar un mate de cedrón con ruda. Sin llegar a la cocina, regresó, trémula:

—¡Arriba de la cama de la finadita había esta carta!

—¡Dámela! — saltó la madre de la difunta. Y aunque no sabía leer, rompió el sobre y remiró la escritura.

—Traiga, mama, traigalá para acá —dijo una de sus hijas—. ¡Y es para el juez! ¡No hay que abrirla! — agregó curiosa e irresoluta.

—¿Y porque sea p'al juez no se puede leer? Esas son bobadas. No hay que hacer caso — aconsejó Casilda.

La muchacha, entonces, empezó a leer en voz alta: "Señor Juez muy señor mío paso a decirle que me he matado por mí voluntá pero por lo malo que ha sido Pedro Fernández el de doña Casilda que me engañó sabiendo lo buena que yo era y..

—¡Has leído mal! —gritó, horrorizada, Casilda.

—¡Jesús santo! —sostuvo la lectora—, así dice, aquí mismito...

La madre de la difunta, que se había puesto de pie, no se pudo contener más.

—¡Y ustedes aquí, en la casa d'ella, frente d'ella, bandidas! ¡Salgan ligerito, arrastradas!

—¡Pero nosotros qué culpa tenemos! —sollozó Casilda hincándose en el suelo.

—¡La de parir tigres, arrastrada de los diablos! ¡Salí que no te quiero ver más nunca! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Perdición! ¡Malditas!

Empujándose unas a otras salieron las cuatro desgraciadas. Y se apresuraron más cuando oyeron que, desde la puerta, con los ojos saltados, abriendo la boca sin dientes y ahogada por el hipo, gritaba la vieja:

—¡Tuca! ¡Tuca! ¡León! ¡Cacique! ¡Tuca! Tucaaá.

Pero los perros, lejos, en el campo, no pudieron oírla.

Fue una suerte.

Saltando masiegas de repente, en fila india, iban las Fernández agachadas de dolor.

 

II

No bien llegaron vieron a Nicanor con su hijo, que se acercaban para comer y volver en seguida al campo.

—¡Mal hombre! ¡Hijo de qué entrañas, que no las mías! —gritó Casilda a Pedro, yéndosele encima.

El mozo se puso pálido, como si supiese la verdad.

—¿Qué pasa, mujer, qué pasa? —preguntó el marido, sorprendido pero calmoso como siempre.

Y ella le contó lo ocurrido; le empezó a contar, porque Nicanor la interrumpió por un momento para ordenar a su hijo:

—Camine a la cocina.

—¡Si será mal alma! —fue todo el comentario del anciano cuando terminaron las pocas palabras de su mujer.

Dirigióse entonces a su recado, sacó el lazo y enderezó a la cocina, donde se había apagado el fuego con las ollas arriba. Y le empezó a caer a su hijo por el lomo, ciego, temblándole la larga barba blanca al proferir:

—¡Nada menos que a la hija'e mi compadre! ¡Tomá! ¡Tomá este otro! ¡Donde no hay más que un viejo te fuistes a meter, cobarde!

Pedro no se quejaba ni se defendía. Guapo era, no había nada que hacerle.

La madre imploraba, ahora, abrazando de atrás al castigador:

—¡Hacelo por mí, Nicanor! ¿No ves que m'están matando?

—¡Quién iba a decir! ¡Lo contentos qu'estábamos cuando nació esta fiera! —sollozó Nicanor—. ¡Pobre viejo! ¡Mira a tu madre! ¡Mírame a mí! ¡Matando a tus padres, canalla!

Hizo entonces un esfuerzo, se estiró con la cabeza levantada y rugió, enfurecido por aquel momento de debilidad:

—¡Que no te vea más nunca! ¡Ni muerto! En eso, apareció otra vez el gurí con la lengua afuera.

—Dice padrino si puede ir, dice.

—Vaya no más, qu'ensegida voy yo. Y ya sabes vos: acomodá tus cacharpas y ándate. ¡Que Dios te castigue! Maldito por tu padre, no vas a dir muy lejos sin que la desgracia te empiece a acertar con las bolas. ¡Que Dios te castigue!

Al tranco largo, por entre las masiegas amarillas y apretadas, el viejo Nicanor, tirándose tembleque la ancha barba, llegó a lo de la difunta.

—¿Qué me cuenta, compadre? — dijo Rudecindo —, ¡lo que ha pasao!

—¡Qué quiere que le diga! Casi lo hago pedazos. Lo he echao pa siempre de casa. Porque entregarlo preso... usté ve... es feo.

—¡No, que no se vaya todavía! Yo lo calculé, compadre, porque sé que usté es derecho, es de ley. Y he pensao que antes de enterrar a la finadita, con un poco e buena voluntá, se pueden casar. Yo lo he oído. Se puede.

—¡Pero amigo! ¡Me parece imposible! ¿Quién va a querer casar a una difunta? Al viviente no lo cuento porque, basta que usté lo quiera, hasta pa que lo mate se lo traigo'e las crines. Pero casarla a ella...

—¿Y no le van a hacer caso a un padre, el juez y el cura? ¡Avise! ¡No faltaba más! Ya mandé al gurí para que le diga a Serapio que vaya en el coche a buscar el cura al pueblo, sin decirle pa qué cosa, Y en cuanto vuelva le hago avisar al juez, que es tan cerquita. Después, yo me encargo. Lo hice ya, pensando que usté así lo aprobaría porque es hombre derecho. Y si usté no lo aprueba, lo mismo lo traigo a su hijo, aunque tenga que pelear con él y con usté.

Bruscamente los ojos parecieron querer salírsele de las órbitas.

—Hizo bien en pensar eso de mí. Así somos los machos de verdá, los antiguos. Ya de las pariciones nuevas no sale más que morralla, pa digustos. Me voy y, dentro de un rato, traigo a Pedro. Antes no, por no esperar tanto reunidos.

—Agradezco — dijo Rudecindo.

Cuando el otro se dio vuelta, pensó:

—¡Pucha que había sido macho, mi compadre! ¡Ansina da gusto tratar a los hombres! ¡Y tiene razón! Las pariciones de hoy no dan más que basura, morralla ...

Y acordándose de la muerta sofocó un sollozo.


III

No bien volvió el gurí en su petizo bayo, después de haber avisado a Serapio para que trajera al cura, Rudecindo lo hizo ir en busca del juez que, como a cincuenta o sesenta cuadras, vivía atrás de un montecito.

—Decile qu'es de apuro, pero cuidate de hablarle de la finada, porque te deslomo. ¡Apúrese!

Y se fue a los galpones a amarguear un rato, para no escuchar el llanto del mujerío. Allí, solo, en la intensa quietud, hizo esfuerzos por rehacer la niñez de la ahogada. Pero no pudo conseguirlo. Obtuvo, sí, algunos recuerdos demasiado confusos porque no precisaba los detalles y los mezclaba sin orden. Cuando él, de vuelta de la guerra, la vio por primera vez, dormidita en un "tercio" de yerba que tenía por cuna; cuando casi la pica la crucera; cuando rodó en el petizo bayo... en el petizo bayo no podía ser porque todavía no se lo había regalado el padrino, su compadre Iglesias; en el overo, tenía que ser... Y, después, cuando aprendió a leer con la hija del juez anterior a don Jaime; cuando le leyó la carta que el mismísimo General le escribió para decirle: "Jefes como usté, coronel Rudecindo, van quedando pocos. Por eso mismo quiero que baje aquí p'arreglar el plan de la patriada de que ya le habrá hablado por mi orden el comandante Fernández, que conferenció conmigo el mes pasado..."

—¡Esa sí fue patriada! ¡Mis lanceros eran el orgullo del General y de todo el ejército! ¡Si no hubiera sido por los dotores que se metieron a hacer la paz! ¡Mire que yo le decía al General!: "¡Tenga ojo, compadre, qu'esta chamuchina'e puebleros nos va a boliar de parao! Mire qu'éstos, al fin de cuentas, van a salir ganando aunque la patria y el partido queden metidos hasta..."

En cosas de guerra pensaba ya, no más, cuando escuchó el trote del caballo prendido al volantín del juez.

—Bájese, don Jaime.

Este ató las riendas al pescante y se saludaron.

-¿...?

—No se apure, pase p'acá. Y lo llevó a la cocina.

—¿Se trata de algún litigio vecinal o de alguna consulta jurídica? —preguntó, enfático, el juez, aceptando un asiento.

—Se trata de que María del Carmen se me tiró al pozo esta mañanita —tembló la voz del viejo.

—¡Cómo! ¿Suicidio? ¿O pudieron sacarla con vida?

—¡Muerta, muerta la sacaron entre el mujerío! Se tiró por el pillo'e Fernández, que la engañó a la pobrecita...

—¡Dios mío! Lo acompaño en sentimiento. Comparto su dolor —balbuceó incorporándose don Jaime, sinceramente conmovido—. Para los que somos padres, esto es terrible. ¡Pero no la debieron sacar sin avisarme! Levantaremos actas con la policía; son los requisitos ordinarios.

—¡Mire, siéntese y déjese de requisitos! Yo le pido a usté, qu'es padre también, que me haga un gusto.

—¿Cuál?

—Que me case a la muchacha con su novio. Mi compadre Nicanor está de acuerdo.

Fue a dar un paso don Jaime, pero el gesto enérgico del anciano lo obligó a permanecer quieto. Así y todo, habló:

—¿Se ha enloquecido, don Rudecindo? Comprendo que la desgracia es como para hacer perder la razón a cualquiera; pero hay que dominarse. ¿Cómo vamos a hacer eso?

—¡Yo quiero! ¡Yo quiero! —repetía el viejo en tono ahora suplicante.

—Siento mucho, pero es imposible. Usted ve...

—¡Pero cómo imposible! ¿No le puede hacer un gusto a este desgraciao pobre viejo?

—Le repito, imposible.

—¿Ah, sí? Bueno. Yo lo voy a hacer posible a rebencazos. Y si hay necesidá, a puñaladas. Conque ya sabe — rugió el anciano, la mirada extraviada.

Y saliendo de la cocina, se puso a pasear frente a la puerta como haciendo guardia.

—Caminá —gritó al gurí—, maníale el caballo a don Jaime.

Con los ojos saltados por el susto, el juez se arrinconó mirando al viejo. Y le vio patente que era capaz de hacer lo que decía.

En ese momento, aparecieron los seis Fernández. Nicanor adelante, con el hijo. Más atrás, en fila, las mujeres, endomingadas, temblando de miedo y desesperación.

—Entren para aquí —dijo Rudecindo señalando la cocina a los dos hombres mientras acompañaba a las mujeres adonde las otras seguían llorando.

Se abrazaron todas y, cuando él les dio la espalda, las muchachas lo miraron horrorizadas, al tiempo que las dos madres, sollozando, se cambiaban perdones, por los insultos, una, por la infamia del hijo, la otra, y por las brutales cosas que hacían sus maridos.

Al ver entrar a Rudecindo en la cocina con aquella barba blanca igual a la de su compadre Nicanor, Pedro bajó los ojos. Y así, mirando al suelo, se quedó, mientras los dos ancianos, sentados en bancos de ceibo, se pusieron a hablar del tiempo, del yuyo malo, de las heladas traicioneras.

En el mismo rincón, como un trasto viejo del que nadie hace caso, permanecía el juez maldiciendo el día en que le dieron el cargo.

—¡Tarda el cura, caray! —exclamó, de pronto, Rudecindo.

—Si no me equivoco, ahí llega —respondió el otro viejo.

Era el cura, sí, a quien, en coche de dos caballos, traía Serapio del pueblo a la disparada.

Los dos ancianos salieron a recibirlo. En pocas palabras, no más, le explicaron el asunto. Espantado, el cura quiso meterse otra vez en el coche sin hablar nada; pero Rudecindo lo agarró por la sotana y, puñal en mano, le dijo:

—Cura, yo lo respeto y respeto la religión. Pero si usté no me atiende, lo abro con sotana y todo. No hay tu tía, lo abro.

—¡Hijos queridos! Tienen a Satanás en el cuerpo — sollozaba el cura—. ¡Escúchenme un momento! ¡Escúchenme, gauchos queridos! ¡Me mandan de cabeza al Infierno!

—Entre y confórmese, que ya lo perdonará Dios si no tiene más culpa que ésta, ¡Y no llore, amigo!... ¡Un hombre!

A Serapio se le paraba el pelo. Pero no dijo nada y los siguió.

—Cuide la puerta, compadre. Yo voy a acomodar a m'hija... ¡Por fin los he podido reunir a todos! ¡Gracias, Dios bendito!

 

IV

En la cama de matrimonio de sus padres estaba la difunta, rígida ya y con el ojo asustado... El viejo quiso sentarla y no pudo por la dureza de la muerte. Entonces la alzó, le apoyó la cabeza en el respaldo, bastante arriba y, sosteniéndole con un brazo la espalda, hizo fuerza hacia abajo con el otro.

Sacó la mano como si la hubiera metido entre brasas. Había tocado una cosa dura en el vientre. ¡Era la infamia de Pedro, la causa de la desgracia!... Y siguió tratando de doblarla mientras dos grandes lágrimas, que temblaron un momento en las pestañas, caían sobre el cuerpo de la hija y desaparecían absorbidas por la zaraza.

Cuando quedó sentada y firmemente recostada contra la cabecera, el anciano salió.

El miedo cortó en seco el llanto de las mujeres.

—¡Entren, entren todos!

Entraron todos. Temblaba el juez. El cura lloraba a lágrima viva,

—¡No será válido! —guapeó, a media voz, don Jaime.

—¡Comiencen no más! ¡Prontito! —rugió Rudecindo.

Pedro, más pálido que la muerta, no se animó a mirar a su novia.

Las ropas estaban casi secas ya, pero se pegaban al cuerpo de la joven, todavía. Las piernas se dibujaban nítidas. Los pezones levantaban con sus chuzas la zaraza. Su cara, tan bonita, ¡ah!, no habrá otra más bonita en todo el pago, tenía los moretones de la caída. El ojo, lindo y verde como la hoja, ahora vidrioso, vichaba angustiado, solo. El otro, reventado en alguna piedra del fondo o en alguna raíz dura o en quién sabe qué cosa, no estaba en el hueco lleno de sangre. Como todavía no le habían atado ningún pañuelo, tenía la boca entreabierta cual si quisiera tragar más agua de la que había tragado o ¡a lo mejor! echarla toda afuera, arrepentida...

—La mujer —decía el juez con voz que le daba más miedo, y sin sacar los ojos de la asombrada pupila verde—, la mujer... debe... El hombre, a su vez...

Y volvía con creciente terror:

—El hombre.., la... mujer...

No conseguía pasar de ahí. Una palabra se le había aparecido con fuerza tal, que alejaba las otras. Las sentía alrededor, pero no podía alcanzarlas. Sin saber por qué, aquella palabra absorbía toda su atención. Y, por verse libre, la largó.

—Protección — dijo.

El ojo verde lo miraba siempre.

—La protección...

Su cara se fue contrayendo como si diez dedos le empujaran los músculos hacia la boca. Y un chirrido rabioso resonó en el cuarto.

—¡Mi madre, no puedo! —sollozó.

Y huyó hacia su charret, gritando:

—¡Ya está todo! ¡Ya está todo! ¡Todo lo que quieren!

El cura, entonces, no tuvo más remedio que intervenir también él. Empezó lentamente, estremeciéndose, como quien se mete en el agua y siente el frío que le va subiendo.

—Dense la mano...

—Agarrala, m'hijo —acudió Nicanor.

Pedro agarró con espanto, con rabia y con desesperación la manita fría de María del Carmen.

Al terminar un incomprensible barboteo, el cura dijo, ahogado por el miedo:

—¡Que sean muy felices!

Y dándose cuenta de sus palabras, soltó de nuevo el trapo.

Largaba la mano helada Pedro Fernández, cuando lanzó un corto gemido, dio media vuelta y cayó haciendo cruz con la finada. Sin que nadie se hubiese dado cuenta, Rudecindo le había sumido la daga hasta el cabo, que se metió también un poco, de la fuerza.

—¡Qué ha hecho, compadre! —gritó Nicanor manoteando su puñal.

—Lo que tenía que hacer. ¡Ahora, usté, si quiere, máteme!

Las manos atrás, el pecho afuera, se quedó mirándolo.

Nicanor aflojó la mano que había oprimido el mango de plata y, moviendo la cabeza, balbuceó, tembloroso:

—No hay nada que darle. Usté tenía derecho...

Luego, cambiando de tono, gritó con voz imperiosa a sus mujeres, entre las que se había metido, medio desmayado, el cura:

—Ahora nada tenemos que hacer aquí. Mandaré por el cuerpo. ¡Vamonos!

Por entre las masiegas, cortando campo, cinco Fernández volvieron a las casas. El viejo, adelante; más atrás, las hijas arrastrando a doña Casilda, a quien le había dado el mal.

El cielo se estaba cubriendo ya de negro.

Como enlutándose.


"Raza ciega y otros cuentos" Montevideo 1967

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