Ya vuelven los de su quinta, y la madre, aguardándole, saca del arcón la ropa de paisano para colgarla en el alto perchero, a los pies de la cama recién mullida. Busca también el reloj de plata, cuyo especial cuidado le encomendó el ausente, le frota en la punta del delantal, le da cuerda con religiosa lentitud y le coloca sobre el frontal del lecho, debajo de una rama de laurel.
A las horas en que el soldadito pudiera llegar, andando desde la próxima estación del ferrocarril, la madre se asoma a la puerta, entorna los ojos para alcanzar mucho horizonte, mira un largo rato y suspira después.
En una de estas frecuentes interrogaciones, lo que encuentran los ojos de la madre es una sombra que se balancea poniendo su mancha triste en la blancura del camino.
La mancha crece, se va perfilando y se concreta en una capa sacerdotal.
El que llega es el señor cura. Llega y no pasa adelante, sino que se detiene a saludar a la aldeana.
Es mozo el sacerdote, si tiembla su voz no es porque los años la acobarden. Es por otra causa secreta que acaso va descubrirse luego que él pregunte:
— ¿Qué sabes de Pedro?
La madre observa al párroco tenazmente, nota su turbación, se angustia, y exclama:
— ¡Usted me trae malas noticias!
— ¡Mujer!
— ¡Ay, sí señor, sí!
— Atiéndete a razones;
— ¡Hijo de mi alma!
La emoción entorpece los circunloquios del cura, que entre palabras de consuelo y de tristeza va confesando cómo el soldadito murió en vísperas de regresar a su casa, deshecho por una calentura fulminante.
Ni las balas ni los moros le habían dañado; hizo jornadas penosísimas; cargó a la bayoneta cuerpo a cuerpo en varias ocasiones; trepó a las escarpaduras más bárbaras del Rif; vió tan cerca a la muerte en multitud de combates y de senderos, que la tuvo al mismo filo de su corazón, sin que le hiriese. Y de pronto le tomó por suyo en el cuartel, en dos días de enfermedad.
Tranquilizóse un poco la madre al oír esta explicación, repetida y en cartas de otros militares y en testimonios de los compañeros repatriados; porque la oyó sin creerla.
No podía ser; puesto que no mataron a su hijo, "él sólo" no se había de morir en la flor de la edad. Nunca estuvo enfermo ni malcayente; robusto, de buena encarnadura y mucho rejo, una fiebre de pocas horas no se le llevaba, y; menos así, calladamente, sin dejar un encargo ni una despedida. No; él se hubiera defendido; era alto, duro, empeñoso; tenía madre, tenía novia, quería vivir; ¡se había ido para volver!...
Y la aldeana se refugia en su obstinación. Su hijo no es el Pedro Navarro, caído mortalmente en dos días sobre la cama de un hospital, sin un rasguño, sin una mancha de sangre en el uniforme guerrero. Entre tanto "gentío" como sucumbe por aquellas tierras monstruosas del África, ¿no puede morir otro mozo del mismo nombre?
En los acusadores papeles que ha recibido el alcalde existe, sin duda, una equivocación horrible. Pedro volverá. Hay que tenerle la cama hecha, la ropa limpia, en hora el reloj.
Y la madre, enloquecida con esta esperanza, sale a la puerta cuando pasan los trenes, y entorna los ojos para alcanzar mucho camino con la vista.
Dentro de su mirada ansiosa recoge todo el sendero hasta la estación, distingue todas las figuras que se mueven lejanas, que huyen o se acercan, implacables.
¡No vuelve el soldado...! Y se esconde la pobre mujer, traspasada de pena, en el cuarto silencioso de su hijo, oculta la frente en el mullido lecho: las hojas de maiz gimen apretadas en el jergón, ásperas y contenidas como un sollozo, mientras el reloj de plata, colgada bajo la ramita de laurel, cuenta las horas con un trágico pulso de eternidad. |