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Efrén Hernández

"Unos cuantos tomates en una repisita"

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Biografía de Efrén Hernández en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.1 (Andante espressivo)
 
Unos cuantos tomates en una repisita
OBRAS DEL AUTOR
Santa Teresa
Sobre causas de títeres
Tachas
Unos cuantos tomates en una repisita
 

ESCRITORES MEXICANOS

Alberto Leduc
Alfonso Reyes
Alvaro Mutis
Amado Nervo
Amparo Dávila
ángel de Campo (Micrós)
Augusto Monterroso
Carlos Díaz Dufóo
Carlos Fuentes
Ciro Bernal Ceballos
Efrén Hernández
Efrén Rebolledo
Fernández de Lizardi
Francisco Sosa
Ignacio Manuel Altamirano
Isidro Fabela Alfaro
José Emilio Pacheco
Jose Juan Tablada
Jose Vasconcelos
Juan José Arreola
Juan Ruiz de Alarcón
Juan Rulfo
Justino Fabela Alfaro
Justo Sierra Méndez
Luis Gonzaga Urbina
Manuel Acuña
Manuel Gutiérrez Nájera
Octavio Paz
Rafael Delgado
Ramón López Velarde
René Avilés Fabila
Rosario Castellanos
Sergio Galindo Márquez
Salvador Elizondo
Sor Juana Inés de la Cruz

 

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De una fecha ya ida para siempre hace ya mucho, o sea, de un remoto tiempo que nunca ha de volver, en virtud de que no la acabaron, una de las ventanas de la pared de enfrente quedó sin terminar. Y así, sin terminar ha ido quedando, y por lo que parece, todavía va a seguir así por tiempo indefinido, pues al actual propietario de la vecindad no se le notan trazas de que se le espante el sueño, ni de que haya esperanza de que se le espante, pensando en terminarla.

Lo digo, no por nada, que yo soy el primero en comprenderle, y uno de los que con mayor sinceridad le desea buenas noches todas las tardes, cuando torna a su casa, al oscurecer el día. Pues no soy reconcoroso y sé, además, perfectamente, que para ahora resultaría ya tan fuera de conyuntura tal idea, que la encuentro, inclusive, hasta ridícula, y creo que juzgaría con lástima a aquel que llegara a perder el sueño por una causa así. Porque, si bien es cierto que sólo con mirar lo que se mira desde el patio, ya es más que suficiente para que hasta la más despreocupada de las almas entre y se sumerja en todo un mar de pensamientos terminantes y de finalización, no lo es menos que no hace falta alguna que el señor licenciado se prive de sueño, ya que motu proprio sin necesidad de que nadie se desvele, no sólo la ventana, pero la vecindad entera está acabándose. Contemplarla, y empezar a entrar de lleno, sin remedio, en la desconsoladora consideración de que el natural destino de las cosas es concluir y acabarse, son una misma cosa.

No vi nunca paredes más ruinosas, pilares más comidos, techos más combos, ni pisos más desechos. Vieja, lo que se dice vieja, vieja como ninguna otra cosa es esta casa, tanto, que en la tradición del barrio la elevan a contemporánea de Iturrigaray, el virrey. Y lo más grave, es que aseguran, que desde tan remotos tiempos no ha venido a pasarle un albañil ni por el pensamiento. Cosa no hay aquí, ni porción de cosa, que no sea de Damocles; canteras, vigas, ladrillos, etc., día y noche están suspensos, detenidos en semejantes hebrecitas de cabello, que yo tengo a milagro el que la lluvia de caliches, con ser tan pertinaz, no haya tenido, hasta la fecha, otras consecuencias que proporcionar ocupación a la sirvienta que aquí barre, quebrantar varios trastes y reformar, en quién sabe qué artes, la nariz de uno de los gallos de la portera.

El más elemental instinto debería bastar para ponernos sobre aviso, para hacer que cayésemos en cuenta y palpásemos, como con nuestras propias manos, la inseguridad en que bajo estos techos se encuentran nuestras vidas. No cabe ni la más mínima duda, en realidad, para librarnos de la muerte, no nos quedan sino dos caminos: rogar a la divina Providencia que nos tenga en sus manos, o mudarnos de casa. Y no se me venga a mí con que existen dificultades prácticas o argumentos teóricos que pudieran oponerse a la ejecución de las acciones en que consisten estos dos remedios. Por lo que ve al primero, Dios está en todas partes, todo lo ve y todo lo oye, y, por lo que al segundo, un viaje de camión vale nada más tres pesos, corriendo por cuenta de los camioneros el trabajo y los desperfectos que los cachivaches sufran durante la mudanza. Con todo, yo no sé qué particular virtud tiene esta dichosa finca, el caso es que le sobran inquilinos; cuanto sujeto viene, querría vivir aquí, y aún no sé de alguien que haya desocupado una vivienda por su gusto. Tal vez -y ésta es idea de última hora- para explicarlo, pueda aducirse la particularísima idiosincrasia del pueblo mexicano, de cuyos ciudadanos se cuenta que su diversión favorita son las balaceras, y que todo buen mexicano, en los tiempos de paz languidece y pierde la alegría.

En el rumor - así suele pasar con todo cuanto va de boca en boca - puede que haya algo de exageración; pero, pues el río suena, no debe ser sin causa, su agua ha de llevar. A mí se me figura, que lo cierto es que, mirando bien las cosas, sin que sea dejarse arrastrar por la pasión del nacionalismo, bien puede asegurarse que no somos gallinas, y que en cualquier terreno podría presentarse como documento harto fehaciente, la intrepidez de los vecinos de esta casa. Y todavía pueden presentarse otros mayores, porque parece ser que, con el favor de Dios, nuestro heroísmo de ahora va a ser sobrepasado por las generaciones venideras. Por ejemplo, no es cosa que pueda dejar de ser contada, el espíritu que el día del terremoto demostró este chiquillo de la vivienda cuarta, contantdo de los lavaderos para acá. Yo no creo, ni siquiera posible; pero aseguran que en lugar de asustarse, brincaba y corría lleno de júbilo gritando: que no se acabe, que no se acabe. ¡Que viva México! Lo que él no quería ver acabado era el terremoto. Y la verdad es que, con mexicanitos de éstos, podemos ir muy lejos.

Pero ah, qué cierto es lo que dicen, que dondequiera se cuecen habas. Cerca, nada menos que de este niño excelso, de este Cuauhtemoccito imponderable, a la puerta que sigue de la de su vivienda, vive uno que se le parece tanto, como la Tierra al Sol, uno llamado Serenín Urtusástegui, cuyos espantadizos ojos, están bastante lejos de poder servir de explicación al morar de su dueño en esta casa. También éste, según pensamos todos, no se encuentra distante de llegar a ser medio famoso, y de hecho, ya se le dedican largos ratos de conversación en los corrillos de vecinos y en las asambleas de viejas. Nada más que su nombre va parándose sobre hechos bien distintos, y de ellos, el primero y principal, es que una mañana, yendo a salir de una casa adonde se había metido en busca de unos amigos suyos, se encontró con que un burro pequeño, hijo de una burra de un repartidor de alfalfa, se había instalado en el cubo del zaguán, y en aquel trance, Serenín no encontró en todo su pecho, corazón suficiente para atreverse a pasar cerca del burro, o espantarlo, y se quedó allá, temblando, adentro, y no salió sino hasta cuando se le ocurrió llamar a otro de sus amigos por teléfono, que, por amor de Dios, viniera y le ayudara a espantarlo.

Y no se crea que Serenín tiene su cuarto próximo a la entrada, de manera que, en caso de emergencia, le fuera dable salir corriendo y alcanzar a llegar a buen tiempo a la calle. No, sino que para llegar a él, necesita adentrarse en treinta metros de zaguán, en seguida, atravesar de lado a lado un patio tal, que para poder reconocer al individuo, situado al otro extremo, es necesario violentar los ojos; después hay que emprender la ascensión de una escalera, a cuyos pies, hasta los gatos se persignan para subir bien. Mi palabra de honor que es cosa seria. Ah y ahora recuerdo cuánto me divierten los ejemplos que hallo aquí de lo universal y extenso que es en el reino de la vida el instinto de conservación. Lo de los gatos no me cuesta mucho trabajo comprenderlo; pero, lo que si me llena de asombro y maravilla, es verlo patente aun en las hierbecitas, y observar la extremadísima cautela con que se trepan por esta escala las enredaderas, y que no ajustan ni con mil y más des sus deditos ensortijados para apegarse y tentalear, y el gozo con que llegan por fin a la azotea. No parece sino que se abren de júbilo y revientan con verdes agradecimientos al Señor, por haberlas sacado con bien del riesgosísimo paso en que venían. Y al fin, le es preciso entrar por un pasillo semejante a la cara de la muerte, temeroso y oscuro, que no tengo palabras para encarecerlo.

Y en este pasillo, a la derecha mano, queda la puerta de su estancia, mejor dicho, buharda, la cual es nada más así, como se ve al entrar, sin nada extraordinario. (Sin nada extraordinario, siempre y cuando se pierda la noción de lo que, relativamente a lo demás, podría en esta casa ser llamado extraordinario.) La puerta por que se entra, da las cejas en su mayor altura, es casi cuadrada, con todo y no ser ancha, y le da por gemir de que la abran, como si tuviera reumas, anquilosis, o como si le dolieran, al rompérsele, los hilos de sus telarañas. Y otro tanto al cerrarla.

Ya una vez dentro, Serenín se siente uno de aquellos caballeros que en los cuentos se han visto atravesar bosques en llamas, desiertos de espadas, lagos de dragones, cerros de “irás y no volverás”.

Y, en efecto, no se les diferencia, sino en el miedo que él sí tiene y que ellos no tenían.

Y suma y sigue, y pues es la ley que la parte participe de la naturaleza del todo, y pues la pieza que habita Serenín es una parte de la vecindad, también aquí su vida se encuentra como globo de hule entre alfileres, y hay que medir los pasos, y que estar vigilante, y no dejar vagos lo ojos, desatento el oído, ni las manos guardadas; pues piso y techo y muros de este cuarto están enemistados con el ser, más que los médicos.

Al entrar, Serenín tienta las duelas antes de cada paso, y cada vez que afirma un pie, da una vuelta al cuello y vuelve al techo el rostro a examinar las vigas con los ojos.

El piso, más que piso, es costillar de vigas directamente expuestas a la vista, es esqueleto casi mondo de su piel de pavimento, y su aspecto es semejante al de un puente de ferrocarril, sobre el que, del tren del tiempo, acarreador de ruinas, hubiéranse caído unos escombros.

Allá, al fondo, está la cama arrinconada, atada con alambres su cabecera a unas alcayatas que entran en la pared, en previsión de que no ruede y de que sus patas no vayan a enterrarse hasta la ingle en algunos de los innumerables puntos falsos, o en cualquiera de los agujeros ya del todo y descaradamente manifiestos.

Las mesas y las sillas se encuentran colocadas en los sitios más sorprendentes, que colocarlos al gusto no es posible, y es que aquello es todo un rompecabezas, y el que quitara algún objeto, y enseguida olvidara la acomodación exacta que por fuerza le corresponde, se vería en un apuro para volverlo a asentar.

El primer día, el día en que Serenín alquiló el cuarto, desde que tomó posesión de él y se dio a acomodar sus muebles, empezó el sufrimiento, días enteros los pasó buscando el sitio en que cada cosa pudiera estarse. Sólo después de mucho fue encontrando los sitios en que es posible la acomodación.

Ya ahora, ya tiene aquí algún tiempo y todo camina aproximadamente bien.

Lo último que le fue preciso hacer, consistió en edificar techuelos, con que quedar protegido de los proyectiles que de tiempo en tiempo caen del techo, almenos los lugares en que hay que permanecer con cierta continuidad. Tales lugares son: el de la mesa de escribir y leer, el de la cama, el del restirador donde dibuja y el cercano a la ventana. De manera que, en cada uno, se ven edificaciones de un tipo nunca visto, y que a lo que más se aproximan es a esos techos extensos sobre un palo, con que protegen del sol, sus puestos, los vendedores indígenas, unos a modo de paraguas rectangulares, y de ellos, tres están sostenidos por un solo palo, y uno, el de la cama, sobre dos.

A alguno de estos refugios corre siempre Serenín, y ahí —qué bonito es ver llover y no mojarse— se está durante todo el tiempo que permanece dentro de su cuarto, y hasta la fecha en que va esta descripción, ha logrado escapar aproximadamente a salvo, aproximadamente digo, porque leves terronazos, tropiezos sin consecuencias y otras pequeñeces, no han faltado.

 

El que haya leído con alguna atención las precedentes líneas, tal vez habrá empezado a sentir en su cabeza un vago desconcierto, un desconcierto vago, o bien, una ya claramente definida agitación, un movimiento ante la idea de un choque silogístico entre estos dos trenes dialécticos que van en encontradas direcciones; por un lado, el tren de las palabras en que ha ido escurriendo la manera de ser de Serenín, y por otro, el tren que ha ido aportando las características de la vecindad.

En todo buen concierto, en todo buen discurso, en toda buena máquina, todos los movimientos deben ser caminantes en un solo sentido, y todas las tendencias, entenderse muy bien, e ir, como de la mano, hacia un solo objetivo, hacia una sola meta. Pero aquí hemos venido hablando de una vecindad que es tal y como una bomba con la mecha encendida. La llamita del tiempo va corriendo, corriendo; va corriendo sobre el hilo de la mecha hacia la bomba. Ahora sólo saltan chispas diminutas. Caen sobre los sombreros, sobre los vestidos, sobre los cabellos y sobre otras partes, arenas pequeñitas, migajas de vigas, pedrezuelas. Los daños que por ahora se producen, es dable remediarlos fácilmente. Si el daño en las ropas, basta un cepillo suave, si es en los pisos, una escoba delgada, y si en los caldos, un cedazuelo fino. Hay momentos en que la llama toca un grumo de pólvora un poco más gordo, tiene entonces efecto una combustión un poco más crecida, y el ladrillo que cae, la puerta que se desguarnece, desazonan un gato, aniquilan la estética de un perfil de gallo, hacen estornudar un loro, sobresaltan un pez. A continuación la llama se reduce, y las chispas que lanza vuelven a adquirir su calibre de normalidad, y otras pequeñas briznas se desprenden. Luego llega a otro pequeño grumo y así sigue y sigue, sin que se produzca efecto de importancia; pero un día debe venir, irremediablemente, en que la llama alcance, al fin, el corazón interno de la mina, y entonces tendrá lugar la explosión definitiva, y la vecindad entera, con todo cuanto contiene dentro: objetos, perros, peces, pájaros, vegetación y gente, se hará un montón de escombros.

Éste es un tren, éste es el sentido en que camina el uno de los trenes.

Y aquí hemos también hablado de un muchacho pusilánime, atemorizado en sumo grado, y tímido como un sistema nervioso, como un árbol de eléctricas antenas expuesto a la intemperie, de un muchachuelo que todo se recoge a la más insignificante variación, que todo se repliega, que tiembla y que palpita y no osa disputar el campo ni tan siquiera a un pollino todavía no salido de la edad de la lactancia, ni tan siquiera a sostener la mirada de una mariposa, si se para frente a él y se queda mirándolo de frente.

¿Cómo es, pues, posible, que en el campo de nuestras representaciones interiores deje de tener lugar un vago desconcierto, un desconcierto vago, o bien, un movimiento nacido ante la idea de una catástrofe inminente, ante la idea de un choque entre estos dos trenes que van en encontradas direcciones; por un lado el tren de las palabras en que ha ido escurriendo la manera de ser de Serenín, y por otro lado, el tren que ha ido aportando las características, la situación actual, el estado de castillo de naipes y de espada de Damocles de la vecindad?

Oh, sí, no cabe duda alguna, aquí se ha planteado una contradicción, y el que quiera entender cómo se explica y cómo puede conciliarse el hecho de que Serenín, siendo así como es, se aloje, desayune, coma, cene, vigile y duerma en este alojamiento que está así como está, lea —y si no quiere hacer más, con ello le bastará—únicamente la primera línea de escritura del capítulo siguiente.

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