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José Echegaray en AlbaLearning

José Echegaray

"¡Si yo fuera rey!"

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¡Si yo fuera rey!
OBRAS DEL AUTOR

Cuentos

El buey de barro
El loco de los relojes
El pacto
La esperanza
La experiencia
La fuente del beso
La lotería del diablo
La Semana Santa de Pascualín
Las dos caretas
Lo grande y lo mezquino
Los anteojos de color
Los consejos de un padre
Los dos granujas
Si yo fuera rey

Poemas

Cómo hago dramas
Como la vida es lucha
En un abanico
La lucha eterna
Lo grande y lo mezquino
Los tres encuentros
Recuerdos
Reflejo

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Era una noche muy fría: noche de invierno y de las peores.

El mes de Enero derrochaba sus riquezas: nieve, lluvia, viento; y todo entre tinieblas.

Las pulmonías aleteaban gozosas; los catarros con noble emulación aspiraban a pulmonías; los reumas se arrastraban sobre el barro ejercitando sus fuerzas.

No había pulmón seguro ni articulación que funcionara a gusto.

El frío, primo hermano de la nada, se desperezaba en la sombra. Y los termómetros aterrados se encogían cada vez más.

Una noche de todos los diablos; pero no de los diablos clásicos, de los que andan entre llamaradas, espuman calderas de pez hirviendo y saltan como salamandras en el incendio de las cavernas del eterno dolor.

No: un infierno de esta clase se hubiera quedado convertido en carámbano infernal.

Las calles estaban desiertas. Decimos mal. Un pobre mendigo envuelto en una deshilachada manta caminaba lentamente arrastrando unas veces sobre el barro, otras sobre la nieve, sus años y sus miserias.

Acaso había sido persona acomodada; quizás gastó en otro tiempo zapatos de charol, blanca pechera, elegante frac, y gabán de pieles. Pero aquel tiempo estaba muy lejano: si existió alguna vez, hoy no era más que un sueño.

El mendigo seguía caminando. No iba, seguramente, hacia su casa, porque no la tenía. Buscaba un rincón, un portal; y quizá sin ser Job, buscaba un estercolero en que dormir aquella noche.

Y así recorría calles y cruzaba plazas, y no encontraba sitio a su gusto. Tal vez su gusto era excesivamente delicado, porque espacio no le faltaba.

De pronto se detuvo: le asaltó una idea casi luminosa. Despertó en él un recuerdo envuelto en efluvios de calor. Recordó, decimos, que aquella mañana pasó por una plaza y que en ella había visto unas calderas de asfalto derretido que daba gusto verlas.

Todo es relativo en este mundo. Para los demás transeúntes aquellas calderas eran sucias y feas; negras y humosas; para el pobre mendigo, en aquel instante eran el símbolo más perfecto de la felicidad humana, con algo de felicidad divina.

¡Qué alegre la hoguera que ardía bajo el pegajoso depósito hirviente! ¡Cómo retozaba el asfalto fundido con borbotones negruzcos! ¡Qué humo tan espeso y tan cálido! ¡Era un espléndido edredón de plumas de cisne negro para los pobres! Dormir en el centro de aquel humo debía ser como remontarse al edén y tenderse sobre blandas nubes muy bañadas de sol.

Y acariciando el mendigo estas ideas pensó con anhelos de esperanza, que acaso las calderas conservarían algún resto del fuego de la mañana.

Verdad es que la noche era muy fría; pero el fuego había sido muy grande. Al pasar el mendigo junto a él, así como al descuido, como el que roba un poco de calor, había tocado el reborde de la caldera y se había quemado la mano. En aquel momento recordaba con delicia la picante quemadura y sin remordimiento el cálido robo.

La miseria embota mucho la conciencia.

Decididamente había que volver a la plaza, había que buscar las calderas y había que acurrucarse en el suelo bajo su negro techo: sombra protectora embadurnada de asfalto.

Ya tenía el mendigo un objeto en su existencia, por lo menos aquella noche: un norte a donde dirigirse: en suma, una esperanza.

¡Tan cierto es que la esperanza nunca abandona al hombre, aun en sus mayores desdichas!

Sólo que la esperanza reviste formas muy diversas.

Para el artista es la gloria; para el sabio un gran descubrimiento; para el general una victoria; para el avaro una arca llena de oro; para el Rey un manto imperial; para el enamorado una mujer; para el náufrago un puerto; por lo menos una tabla; para el mendigo de nuestra historia un depósito de derretir asfalto, que todavía estuviese caldeado.

Esta esperanza será prosaica, modesta, fea, negruzca, sucia; pero con tal que esté caliente, es todavía una esperanza, aunque sea de color de pez.

Y el pobre diablo se fue hacia ella por el camino más corto.

El mendigo no iba solo: tras él iba un perro tan sucio, tan pobre, pero menos desamparado que su amo, porque el perro le tenía a él, y él no tenía ningún otro ser a quien acercarse.

Y el hombre marchaba en busca de la caldera de asfalto. Y el perro iba detrás, sin meterse en averiguaciones; con esa ciega fidelidad, con ese amor desinteresado, con esa sublime indiferencia, propia de su noble raza.

Si hubiera pasado el Rey en su carroza y hubiera llamado al perro, el animal habría dejado al Rey y habría seguido a su amo, o hasta el fin del mundo o hasta los embetunados residuos del asfalto.

¡En la Creación hay almas para todo!

Así siguieron un rato por una calle y otra calle, hasta llegar a la plaza de sus esperanzas, que resultaron—como la mayor parte de las esperanzas—fallidas.

¡Se habían llevado toda la maquinaria de asfaltar!

Y se detuvo el mendigo; y se detuvo el perro. Pero en la vida, cuando muere una esperanza nace otra; y el mísero mendigo recordó, que cerca de aquella plaza había una obra: es decir, que estaban construyendo una casa; que la valla estaba medio rota; y que en el solar había un montón de maderas, y aun sospechaba que debía de haber alguna estera, restos de un improvisado cobertizo.

Hacia su nueva esperanza se fue y tras él, sin esperanza ninguna, se fue el perro.

Al fin llegaron: y esta vez la esperanza valía tan poco que ni se tomó el trabajo de desvanecerse. Allí estaban la empalizada, el solar, el montón de vigas, otras maderas de derribo y algunas esteras.

Rompió el mendigo un tablón de la valla. En el montón de madera hizo un hueco; con algunos tablones formó el techo de su alcoba; la mitad de la estera le sirvió de colchón; la otra mitad de cubierta; unos cuantos ladrillos de almohada; y se acurrucó como pudo y el perro junto a él como su mejor abrigo.

Al poco rato el pordiosero dormía con sueño pesado; con sueño calenturiento, ¡que la fiebre y el perro fueron los únicos que en aquella noche de invierno le dieron algún calor!

Y no sólo durmió, sino que soñó.

Tal vez no fue sueño, sino delirio; pero ¡qué importa! estaba lejos, muy lejos del mundo de su miseria.

El hombre había tenido muchas veces esta idea ambiciosa: ¡Si yo fuera Rey! Y aquella noche soñó que se había realizado su deseo y que era Rey al fin.

¡Qué creación tan extravagante la de aquel desdichado cerebro! ¡Cómo se transformaban las sensaciones, que provocaba el mundo exterior, al mezclarse en las celdillas misteriosas de la capa cortical, con aquellas otras sensaciones que engendraba el sueño!

¡Cómo chocaban la esfera de la realidad y la esfera de la fantasía en aquella cámara obscura del pensamiento!

Al pronto siguió un gran placer y se arrellanó en su dorado trono diciendo: «qué a gusto se está aquí».

Y era que su cuerpo fatigado encontraba blanda la estera y aun más blanda la almohada de ladrillos.

Era sensación de descanso. ¿Qué más da el trono dorado, que la tierra y la estera? El descanso, es descanso. Soñaba una mentira; pero soñaba una verdad.

Luego soñó que todo su pueblo se postraba a sus plantas y que se sentía orgulloso y satisfecho.

Era que el perro se había echado sobre sus pies y le daba calor.

Soñaba otra mentira; pero soñaba otra verdad. La sensación se enmascaraba al soñar, y el pobre perro se convertía en toda una masa de subditos; pero en el fondo todo era lo mismo: calor en los pies.

Después soñó que el trono se hacía áspero y molesto: ya no estaba tan a gusto como antes: algo le molestaba; algo le punzaba; ¡el almohadón real ya no era tan blando! Es que el suelo era muy duro; y cuando el cuerpo descansó, empezaron a cansarse los huesos y a dolerle. Y además, los espartos de la estera se le clavaban en la carne a través de los harapos.

—Ya soy Rey—soñaba el mendigo—y sin embargo no soy tan feliz como había pensado. Este manto de escarlata me pincha sin piedad.—La sensación de la estera se había convertido en punzadas del manto regio. Ni mentía la realidad, ni mentía el sueño; ¡mantos y esteras, a veces son cómodos, a veces martirizan!

Y luego sintió un gran desasosiego. Veía de una manera vaga, que un enemigo poderoso había asaltado su reino y le robaba provincias enteras, y entraba a saco en sus ciudades, y se marchaba cargado de botín. — ¡Qué tristezas sufren también los reyes! — soñaba él.

Y tampoco esa visión era del todo falsa. Siempre una sensación real convertida en otra sensación fingida por la fiebre y el sueño.

Era, en suma, que el pobre perro, tenía hambre y no podía dormir. Olfateó en un bolsillo de su amo un pedazo de pan; y desde los pies le subió al pecho; y rebuscó el mendrugo; y al cabo lo encontró y se lo comió sin escrúpulo. Era el botín: era el saqueo: era la lucha brutal de todos los seres cuando tienen hambre y encuentran algo que comer. Sólo que el deslizarse del perro, el manotear de sus patas y manos, el rebuscar en los bolsillos, el peso del animal, todo esto, al correr en forma de sensación por los torpes nervios hasta el soñoliento cerebro, tomaba formas fantásticas y agigantadas de invasiones, batallas, asaltos y saqueos.

Tras esta crisis de la pesadilla vino un descanso relativo. El reino estaba en calma. La Corte estaba a su alrededor. Los cortesanos le adulaban. Experimentaba de nuevo sensaciones de placer.

Pues bien: toda esta máquina cortesana se reducía a que el perro acababa de devorar el mendrugo; y acaso comprendía su mala acción, y quería compensarla con caricias. De suerte que puso su hocico húmedo y lleno de migajas a la altura de la cara de su amo y se la lamió con cariño: luego le lamió las manos.

—Bien está, bien está—soñaba el mendigo:—ahora me siento satisfecho: besamanos tenemos.

Después se imaginó que había grandes fiestas, grandes iluminaciones: su ejército desfilaba ante él; oía el trotar de los caballos; veía las lanzas de los lanceros.

Pues nada de esto era mentira. Todo era real: una realidad caprichosamente metamorfoseada por el sueño.

Las sensaciones, al llegar a la puerta de los sentidos, arrojaban sus vestiduras; desnudas corrían por la trama nerviosa; y al llegar a la sustancia cerebral tomaban los disfraces que encontraban a mano y con ellos se lanzaban en la mascarada del sueño.

Había ocurrido lo siguiente: que el sereno con su farolillo y su chuzo penetró en el solar por el portillo de la valla y se acercó al mendigo; el perro despertó y ladrando por lo bajo le salió al encuentro; y el sereno acercó el farolillo al pordiosero, le dio lástima, no le despertó, y se fue por donde vino.

Así la luz del farol filtrándose por los mal cerrados párpados del mendigo fingió, luminarias y alegrías: y los pasos del perro imitaron el trotar de los caballos; y sus ladridos sonaban a relinchos; y la imagen del chuzo, multiplicada por la humedad de los ojos, se convirtió en las valientes lanzas de la caballería.

Así pasó la noche. ¡Cuántas visiones, cuántos fantasmas, cuántas alegrías, cuántos dolores!

Maderos, esteras, ladrillos, el viento que zumba, la lluvia que cae, el frío que hace tiritar, el perro que da calor, hasta el farolillo del sereno y su chuzo, todo revuelto, todo confuso, todo convirtiéndose entre las nieblas del sueño en un trono, en una Corte, en guerras, en fiestas, en alegrías y tristezas, en coronas y mantos; todo esparciéndose desordenado y vibrante por las regiones de la fantasía: y el pobre mendigo convertido en Rey.

—Si yo fuese Rey—había dicho. Y fue Rey por unas cuantas horas; y gozó y sufrió.

¿Pero, cómo gozó y sufrió? ¿Como Rey o como mendigo? ¡Quién lo sabe!

Llegó la mañana; asomó el sol por Oriente; un rayo de su luz le dio en el rostro al mendigo; y el mendigo soñó que el reino entero se le incendiaba.

La verdad es que las nieblas del sueño se desvanecieron y con ellas se desvaneció el soñado imperio.

Se levantó el pordiosero; sacudió sus doloridos miembros; ¡que a veces el ser Rey fatiga mucho!; y echó a andar hacia la plaza próxima a ver si habían encendido ya las calderas de asfalto.

El perro echó tras él con la fidelidad de siempre: él no había soñado. De todos los cortesanos de la pasada noche era el único que le quedaba.

Metió la mano en el bolsillo buscando el mendrugo de pan, pero no lo encontró. El ser Rey le había salido caro. Se iba a quedar sin comer todo aquel día.

Y siguió su camino tristemente.

Fue un sueño aquello de que era Rey: ¿pero acaso no era un sueño también aquello otro de que era mendigo?

Todo lo que veía o creía ver, todas sus sensaciones, sus dolores y sus angustias, ¿eran una realidad o eran otro sueño? ¡Quién sabe! ¡Acaso era Rey y soñaba que era mendigo!

El problema lo planteó Calderón en su obra inmortal.

Pero nadie lo ha resuelto. Conque a seguir soñando.

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