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Capítulo 2
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Biografía de Joaquín Dicenta en Wikipedia | |
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Música: Rachmaninov - Op.36, Sonata No.2 -II. Non allegro |
Todo en nada |
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IISi no poeta militante, lo era Pedro en la intimidad de su espíritu. Como poeta modelaba sus fantasías moceriles, sobre todo aquellas que con el amor habían relaciones. Soñaba con la amada, que aun no llamó a las cancelas de su espíritu, y pintábala bella, cándida, inteligente, queredora, capaz de traerle reunidos en el frunce de un beso, la bienandanza y el placer. ¿Quién no soñó así al arranque generoso del mocerío? ¿quién no modeló a su capricho la compañera por venir? ¡Felices quienes en la realidad se abrazaron con ella! Realidad se hicieron las imaginaciones amorosas en un viaje que Pedro, para asuntos de su principal, efectuó a Valladolid. Hubo de permanecer en la castellana ciudad varios meses, por dificultades del negocio, y, durante ellos trabó amistad estrecha con la familia que le daba hospedaje por recomendación del capitalista madrileño. Era la familia muy pobre, tanto como la de su huésped. Al igual que el joven sostenía en su casa las urgencias de su familia, sosteníalas en el hogar vallisoletano, Andrea, preciosa mujer de veinticuatro abriles, que regentaba una de las escuelas públicas y ayudaba a los aumentos de su haber, con lecciones de idiomas, dadas a señoritas ricas. Fuera parte ella, nadie aportaba emolumentos al acervo común: los hermanos, por ser chicuelos todavía; la madre, por vieja; el padre, por incurable paralítico. Aquellas dos juventudes, aquellas dos honradeces trabajadoras, puestas al servicio de la pobreza, simpatizaron de primera intención. Fue en amor trocándose la simpatía, por obra del trato frecuente, de la hermosura e inteligencia de la maestra, de la gallardía y bondad de Pedro. Al amor llegaron sin darse cuenta cabal del enamoramiento. Para ellos fuera mejor no dársela. Al dársela un atardecer, entre crispaciones de sus dedos y suspiros de sus gargantas, hubieron de medir la distancia que necesitaban salvar para confundirse en un abrazo, y vieron que el abrazo, suprema felicidad para ellos, sería para los suyos estrujamiento doloroso, contracción asesina, que les volcaría de golpe contra la miseria, fosa más honda y más sombría que la ofrecida por la muerte. En aquélla, los asesinados siguen viviendo bajo el sol. ¿Unirse? ¿Constituir juntos un hogar? ¡qué ventura mayor! Reunidas las voluntades, el esfuerzo de ambos, la existencia no les ofrecería obstáculos; los hijos que vinieran no carecerían de instrucción y de pan. Pero, ¿y los otros?, ¿y los padres ancianos? ¿Y los hermanillos, sin propio valimiento? ¿Iban a abandonarlos? De unirse, tendrían que prescindir de los demás; a todos no alcanzaba con el trabajo de los dos. ¿Podían abandonarlos sin incurrir en egoísta crueldad? ¿Debían intentarlo, pasando por encima de todo, pisoteándolo bárbaramente todo, para satisfacer las exigencias de su amor? El problema quedó resuelto entre lágrimas y desesperaciones. A la felicidad ajena inmolaron la propia. Fue gran sacrificio. Al consumarlo sus cuerpos se apretaron en un abrazo; sus bocas se repretaron en un beso, en una doble flor de carne. Entre ella, oficiaba el llanto de rocío. Mientras duró el beso, un rayo de sol, quebrándose en las lojas de la jardinera que pendía de la techumbre, dibujó una corona de sonrosada luz, sobre las cabezas de los jóvenes. Más brillantez y más esplendores tenía esta corona, que las ceñidas por los magnates y los reyes. Bien es cierto que consagraba una mayor grandeza. |
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