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Joaquín Dicenta en AlbaLearning

Joaquín Dicenta

"Rigoletto"

Biografía de Joaquín Dicenta en Wikipedia

 
 
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Música: Rachmaninov - Op.36, Sonata No.2 -II. Non allegro
 
Rigoletto
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El nido de gorriones
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Rigoletto
Todo en nada
Un divorcio
Un idilio en una jaula
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Fue uno de esos caprichos que la gente llama extravagancias y locuras, no siendo, realmente, más que el anhelo de buscar impresiones que turben la insoportable monotonía del trato diario y de la vida usual.

- ¿Quieres beber? ¿Te piden el hastío o la desesperación opio de bodega? - dije al amigo que me acompañaba. - Pues bebamos con estos infelices. ¿A qué buscar los comensales de siempre? ¿A qué entretener con nuestro dinero la sed de un rufián, el oficio de una ramera o las vomitaduras líricas de un poeta, tan conocido en las tabernas, como ignorado en el mundo artístico? El rufián murmurará de ti en cuanto acabes de pagarle la última copa; la ramera, una vez cumplida su misión, partirá en busca de nuevos contribuyentes; y el poeta, luego de volver sobre nosotros el saco de su genio, iráse ebrio como una cuba y llamándonos a los dos imbéciles. ¿Qué diversión pueden proporcionarnos tales compañeros, aunque traigan por aliciente la copla mil veces oída, el guitarreo, otras mil veces escuchado, y el baile andaluz, ¡tan hermoso a la puerta del cortijo, entre flores y pájaros! ¡tan soez sobre la mesa del colmado, entre juramentos y botellas! Eso no nos sirve. Necesitamos cosa mejor....

- ¿Cuál?

- Ya lo he dicho. ¿Quieres que convidemos a estos infelices? Al menos en el convite puede haber un cambio de favores. Nosotros les haremos el de llenar su estómago; ellos el de presentarnos, con toda la franca desnudez del vino, tipos que sólo conocemos superficialmente. ¿Quieres?

- Con toda mi alma.

***

Eran tres mujeres y dos hombres. La naturaleza les hizo infirmes, la sociedad mendigos. La naturaleza, esa gran matriz irresponsable, los engendró mal y los parió defectuosos. La sociedad, ese molde humano lleno de imperfecciones y abolladuras, tomó a su cargo aquellos seres deformados; vistiólos de ignorancia por dentro, de jirones por fuera, y los vació en el arroyo. No haya duda; una y otra se portaron muy bien.

En la estrecha habitación del colmado donde iba a celebrarse el banquete, contemplaba a nuestros comensales, quienes, sentados junto a una mesa, engullían gruesas rajas de salchichón y apuraban sendos vasos de vino tinto.

Tres de ellos (dos mújeres y un hombre), eran tipos vulgares, de los que la miseria elabora sin esmero, es decir, sin ensañamiento: un viejo, enquilosado de la pierna derecha; una manca, vieja también, y una ciega de treinta y tantos años, cuyos ojos vacíos no representaban sino dos hoyos más en su rostro picoteado por la viruela. Pertenecían al surtido de la desventura y el hambre.

Los otros dos, no. Constituían excepciones, modelos irreproducibles. La miseria orgánica y la social miseria manejan lo horrible con artística genialidad y producen de vez en cuando maravillosas creaciones. Entre las mejores suyas pueden clasificarse los dos seres a que me refiero.

La mujer, baldada de brazo y pierna derechos, tenía veinte años. Su pelo rubio encuadraba un rostro pálido y oval adornado por dos grandes ojos azules, por una naricilla andaluza que se respingaba con más coquetería que descaro y por unos labios gruesos, entre los cuales relucía la dentadura como un esmalte. Su barba era firme, suave el cutis, redonda la garganta, levantado el pecho. Después...

Después venía el contraste horrible, la crueldad del artista sin entrañas que construyó la imagen. El cuerpo encargado de sostener tan hermosa cabeza derrengábase eón doloroso derrengamiento; el brazo derecho caía inerte como el ala rota de un pájaro; el izquierdo se apoyaba en una muleta; oscilaba la pierna tullida como un pingo de carne. y soportaba fatigosamente la sana, lo que ella y su compañera debieron realzar, con acompasado y gentil vaivén. Sí; por ironía bárbara de la suerte de aquella cabeza angelical construida para encararse con el cielo, brotaba un cuerpo reptiloso, condenado a arrastrarse por tierra, como de aquella boca, hecha pará modular acentos suaves y dulces palabras, salían cuentos romos y blasfemias soeces.

Siniestra obra la realizada por el destino con aquella pobre criatura. Dijérase que no cabía mayor. crueldad; pero la imagen del hombre, alzándose frente a nosotros, parecía gritamos : ¿No puede ser más cruel la suerte? ¡Cuidado con equivocarse, que estoy yo aquí!

Tenia un metro de estatura. Sus piernecillas de enano, curvadas como los signos, de un paréntesis, sustentaban un cuerpo de gigante, preso entre dos jorobas; la posterior era esférica; la anterior terminaba en punta, remedando el tope de una coraza medioeval. Los brazos eran cortos, las manos raquíticas, redonda la cabeza, ancha la frente, expresivos sus ojos verdes, llenos de malicia y audacia, y sus labios desdeñosos y firmes: Tal cabeza encajaba en el tronco de golpe, sin cuello intermedio, como si un puñetazo brutal la hubiese incrustado entre los hombros.

Contaría el deforme sujeto veinticinco años. Su habla era ingeniosa; sus respuestas vivas, sus ademanes desenvueltos, su frase burlona y mordaz. A nacer cuando los reyes utilizaban monstruos para entretenimiento de sus horas de hastío, fuera mi hombre bufón. Recordaba por su figura, por la claridad en inteligencia, por sus chistes sarcásticos, por el resplandor sombrío de sus ojos, por el enérgico dibujo de su boca, al loco del duque de Carra; al jorobado trágico, a Rigoletto. Sólo que nuestro Rigoletto vestía de andrajos y vendía periódicos y sólo en los dibujos de sus periódicos pudo contemplar de cerca a los reyes y burlarse de ellos.

Ignoro si acerté, pero el contrahecho mozo trajo a mi memoria la imagen de un niño, también contrahecho, que hace muchos años pedía limosna, alcahueteado por un violín, en el paseo de Recoletos. El niño de entonces tenía los ojos dulces y el gesto bondadoso; el hombre de ahora tenía los ojos duros y el gesto amargo. ¿Eran el de mis recuerdos y el presente, un ser mismo?... ¡Quién sabe!... Como aun no se ha hecho almanaque Gotha para los miserables, es difícil recomponer su historia y hallar sus orígenes.

Comían y bebían los cinco, hablándonos al mismo tiempo y casi a la vez, de sus desventuras y trabajos. ¡Todos iguales! La infancia sin pan; la niñez sin guía; la juventud sin amparo; la inteligencia sin educador, y la conciencia sin piloto. Por traje un harapo, por casa una cueva, por fortuna la pública limosna; para sus enfermedades el Hospital; para sus imprudencias la cárcel; para los misterios del amor un rincón cualquiera; para los misterios de la muerte la fosa común ...

Comían y bebían, hablando al mismo tiempo y casi a la vez ... Sus ojos relampagueaban iluminados por el vino; abría la gula satisfecha sus bocas con alegres carcajadas y franco hablar; los espolazos del alcohol hacían al jorobadete más decidor, más ingenioso, más risueño que antes; y la muchacha rubia, con la hermosa cabeza echada hacia atrás, dirigía al techo sus ojos azules de virgen, y entonaba con sus labios rojos un canto de presidio ...

- ¡Tú también _ exclamó mi amigo que estaba poco más o menos como sus comensales, - tú también, encantadora niña, andas por el mundo sin auxilio, sin protección, sin norte; sola con tu juventud y con tu desgracia!

- No- repuso el jorobado, - ésta no.

- ¿No estás sola? ¿Te ampara alguien, muchacha?

- Puede - contestó el contrahecho mozo otra vez.

- iA mí! - dijo ella. - ¡Pobre de mí! ... Entre nosotros, con remediarse cada uno, hace de más. Y de mí, ¿quién puede ocuparse? Otra tan pobre y tan inútil como yo ... ¡Apoyo! El de esta muleta, si no se rompe.

Y volvió hacia mi amigo sus ojos azules.

Mi amigo era joven; el vino se le había subido a la cabeza, y como el alcohol predispone al romanticismo, quizá forjase en aquel momento una leyenda entre él y la baldadita del pelo rubio. Lo cierto es que, inclinándose hacia ella y rodeándole el cuerpo con un brazo: - No hables así - dijo; - Tu rostro es hermoso; en tus pupilas hay ternuras de virgen germana; en tus labios apasionamientos de virgen árabe. Tu rostro es hecho para un poeta ... Yo vestiré tu cuerpo de cuartillas salpicadas de versos para no ver sus imperfecciones; y esa cabeza será mía ... ¡Mía!... ¡Tráela!...

Y cogiendo la cabeza rubia can sus manos, estampó un beso en los frescos labios de la joven.

No fue voz; fue rugido; rugido espantoso; parecía arrancado a la garganta de una fiera. Al rugido siguió la acción; acción tan rápida que apenas si tuve tiempo de evitarla.

El jorobado apartó violentamente a mi amigo, agarróse a su americana con mano convulsa y murmurando: « ¡Qué ha hecho usted! ¡Eso es mío! ... ¡Mío! ... » dió un paso atrás, sacó una faca de entre sus andrajos y se puso frente al poeta en actitud de reto.

Estaba horrible, trágico. Su deforme cuerpo, contraído por la rabia, parecía el de un sapo enorme pronto a lanzarse sobre una presa; sus piernecillas temblaban, iniciando el salto; un brazo se extendía amagando el golpe. Brillaban sus ojos con resplandor siniestro, y detrás de sus labios cerrados veíase el crujir feroz de los dientes. Entonces no inspiraba risa, ni desprecio, ni lástima. Inspiraba terror. Era Rigoletto desafiando al hombre que trataba de arrancarle su dicha ... ¡la dicha única!

¡Arrancársela!... ¿No bastaba que la naturaleza se hubiese ensañado con su cuerpo y la social injusticia con su alma? ¿Que una le pariera contrahecho y la otra le hiciese mendigo? Hacía falta más, sin duda; y dos señoritos viciosos, dos hombres hastiados, que buscaban impresiones fuertes, querían robarle su hembra, su tesoro, por nada, porque sí, con el exclusivo objeto de divertirse un rato.

No. Ellos lo tenían todo: juventud, perfección de cuerpo, dinero que gastar, mujeres sanas que poseer. Él no tuvo nada, y cuando vino para él la hora sublime del amor, buscó satisfacción al suyo donde solamente podía hallarla, en una mujer miserable como él, deformada como él, como él inútil y como él pobre. ¿Por qué trataban ahora de quitársela?... ¿Por qué hacerle víctima de un tormento más?... ¡No eran ya bastantes los sufridos!... ¡Quitársela! Más fácil fuera quitarle el corazón. ¡Quitársela! iQue probasen! ... ¡No se la quitaría nadie! ¡Nadie! No quería él.

Nosotros tampoco quisimos.

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