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"Por qué la mató" Cuentos nerviosos |
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Biografía de Carlos Díaz Dufóo en AlbaLearning | |
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Música: Dutilleux - Sonata - 2. Lied |
Por qué la mató |
Y fijando en ella sus grandes pupilas de felino, aquel impasible, que parecía haber absorbido los desalientos de muchas generaciones, tuvo un gesto trágico. Sus labios temblaron un momento, convulsivamente, y por su frente cruzó una sombra siniestra. Luego, sacudiendo con energía la cabeza: -¡Te mataría! -dijo, y su voz resonó con estridencias metálicas. Ella lo miró asombrada, y, cosa rara, anormal, inconcebible, por primera vez lo encontraba hermoso. Aquel hombrecito vacilante, de color obscuro, mirada como perdida en un sueño lejano; aquel ser débil, asido a la vida por un hilo invisible, de quien la juventud había huido antes de tiempo; aquel triste compañero que alumbraba tenuemente su existencia ansiosa de todos los grandes cuadros de luz, de todas las ráfagas que pasaban, de todas las palpitaciones y de todos los frenesíes, se le alzaba ahora transfigurado por el dolor, engrandecido por la ira, inflamado por la pasión. Y con un ademán de soberbia rebeldía, aquel vencido se erguió bruscamente, y a sus ojos se asomó el reflejo de una voluntad inquebrantable. Y toda su existencia acudió a su memoria, toda una vida gastada estérilmente al lado de aquel hombre taciturno y dulce, al mismo tiempo, sonámbulo del amor, perseguido por extrañas inquietudes, envuelto en impalpables sombras, con una vaguedad nostálgica en las horas de más completo abandono con una huella indeleble de sufrimiento, con una tortura reiterada, contínua, morbo que se agitaba en su espíritu de ave inquieta. Vivir todas las vidas, amar todos los amores, gozar todos los goces, palpitar en todos los gérmenes de la eterna, inacabable existencia, panteísmo inconsciente, en los comienzos, ansia delirante, después, que agitaba su buena dicha de vivir, hacerla correr locamente, porque ¡acaso valdría la pena, de otro modo, de ser vida? Ser amada es tener un ser en adoración, un esclavo a quien dar de latigazos, sin pensamientos, sin Dios, extático, mudo, inmóvil, con los brazos tendidos en actitud de súplica, sin una protesta, sin una rebeldía. Y cuando el Holandés errante -ahora recordaba cómo le había llamado al conocerlo- se cruzó en su camino, aquella incorregible curiosa se sintió atraída por el picante atractivo de estudiar aquella alma que, decía ella, tenía algo de luz de luna. Y después... cuando la víspera de la boda, una observadora (¿sería acaso un observador?) la preguntaba: -¿Pero le quieres? -¡Ah! ¿qué importa -dijo ella-, si él me quiere? Y fue amada tristemente, tímidamente, sin explosiones, sin gritos de pasión, sin entusiasmos; amada por un esclavo extático, mudo, inmóvil, a quien ella marcaba con cicatrices. Lo que sí sabía es que una mañana, frente a aquel hombre inquieto y sobrecogido, lanzó brutalmente esta provocación: -¿Y si te engañase?... -Te mataría -contestó él. Y después de un corto silencio, se alejó lentamente. Y esperó, palpitante, ansiosa, poseída de un goce que cantaba en su ser un himno, esperó el momento supremo, cuando, después de haber trazado con temblorosa mano las dos líneas de un anónimo, vió abrirse aquella puerta y el relámpago de un disparo... Luego, la sensación de que se le iba la vida, y, como una visión ya casi lejana, la pálida cabeza de un hombre que fijaba en ella sus grandes ojos de felino. Y cogiendo aquella cabeza entre sus manos, con un esfuerzo supremo, la besó febrilmente. -¡Ah, te adoro!... -murmuró como en un éxtasis.
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