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Carlos Díaz Dufóo en AlbaLearning

Carlos Díaz Dufóo

"Madonna mía"

Cuentos nerviosos

Biografía de Carlos Díaz Dufóo en AlbaLearning

 
 
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¡Madonna mía!
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–Sí, –dijo mi amigo, humedeciendo sus labios en el pequeño vaso de wiskey que tenía delante;– sí, es ella, es mi Madonna.–

Y un chisporroteo irónico punzó de sus claros ojos, de miradas tenues.

Habían pasado delante de nosotros, envolviéndonos en un ambiente de simpatía, casta y suave: ella, alta, pálida, soñadora, casi transparente; y él, el padre, con su gran levita abotonada, su rostro severo, de viejo héroe, su blanca testa erguida, su noble continente y su andar reposado.

Apenas contestaron, con un ligero movimiento de labios ella, él con una leve inclinación de cabeza, al saludo ceremonioso, frío y casi despectivo que les dirigió mi amigo. No habían dado cuatro pasos, y Ernesto lanzó una bulliciosa carcajada. Y como me pareciese un acto de mal gusto, casi una profanación, me arrastró a una cantina, y allí, frente al oro pálido del licor americano, me refirió toda su historia.

Ernesto había salido hacía dos años del interior de su provincia. Era uno de tantos muchachos ricos, que en el fondo de una hacienda sueñan la novela de la vida, se dejan ir en alas de la fantasía, y una hermosa mañana llegan a la capital con su bagaje de frescas ilusiones.

Temperamento demasiado exquisito, fino y apasionado, Ernesto, no atravesó esa etapa, malsana y depresiva, de los amores fáciles y las estruendosas orgías. Seis meses habían transcurrido y mi amigo no había recibido otras impresiones que las de dos o tres buenas sonrisas que a su paso le arrojaron dos o tres desconocidas, el apretón de manos cambiado en una vuelta de vals, o la curiosa mirada de alguna reina de los salones, habituada a agrupar en torno suyo una corte banal y frívola.

Decididamente el sueño de la provincia se hacía esperar mucho y Ernesto iba encontrando la gran ciudad un poco aburrida.

Un día.., no, fue una noche, en la insubstancialidad de una fiesta, de una de esas alegres fiestas que tienen el privilegio de fatigar enormemente el espíritu, Ernesto iba a esquivarse de aquel torbellino incoloro, cuando, al penetrar en una pieza solitaria —se bailaba el cotillón en la sala, —vio desprenderse del cuadro de una puerta una silueta femenina, que avanzaba a su encuentro. A dos pasos, mi amigo no pudo reprimir un grito de admiración. Todo lo que sus largas horas de vida de la imaginación, allá en los inacabables años de impaciente anhelo, había él idealizado, de suave, de tierno, de uncioso, se realizaba en aquella criatura, que pasó delante de él, rodeada de su gracia mística, en su belleza frágil y como soñada.

…¿Para qué prolongar la historiar Mi amigo se quedó aquella noche en la casa y vino a ella de nuevo, y ya la luz del alba no le sorprendía cansado e indiferente, sino en un éxtasis de adoración, en una apoteosis de gloria que se esparcía de él, llenando todo el universo. Y siempre en el fondo de aquella harmonía vibrante de las cosas, surgía la blanca figura, la pálida silueta, casta y suave, rodeada en su gracia mística, en su belleza frágil y como soñada.

A pocas noches, un complaciente, uno de esos amables Teseos de la Creta de los salones, orientó a Ernesto hacia la joven, y el idilio comenzó, un idilio que tenía por marco las amplias salas iluminadas, los grandes espejos biselados, los hombros al descubierto, las diademas de brillantes, los enormes candelabros, el fru-fru de las sedas, el rumor de los abanicos y el estallido de las carcajadas. Y la vida de Ernesto se tomó de una diafanidad luminosa, de un deleite casi místico, como en una oración que recogiera el cielo, como en una plegaria que ascendiese al Ideal eterno.

Y reía, reía ahora, al evocar estas memorias, con una risa convulsa y sarcástica, mientras humedecía sus labios en el pequeño vaso de wiskey que tenía enfrente.

¡Oh mi Madonna! ¡Mi blanca virgencita! ¡La soñadora! ¡La pálida!

****

… Aquel día Ernesto consagró a su persona mayor atención que de ordinario. La noche anterior, el padre, aquel viejo severo, de blanca testa erguida y noble continente de héroe, le había brindado un asiento en su mesa. Y mi amigo iba con una palpitación de placer, estremecido, sintiendo latir todas sus fibras en un himno triunfal, en un ritmo desbordante de dicha.

Lo recibió el anciano con su aspecto grave, y lo presentó a otros dos señores, de fisonomías como la suya, serenas y reposadas, dos bustos escapados de un cuadro de Rembrandt. A poco apareció la joven y pasaron al comedor, una piececita alegre, de anchos balcones, por donde la luz entraba a borbotones, reluciente y fresca, con sus aparadores de ébano, en los que la cristalería lanzaba sus reflejos irisados. Se acomodaron y comenzó la comida.

La conversación, al principio vacilante y tímida, tomó a los postres un andar ligero, flexible, bullicioso. Mi amigo fue entrando, poco a poco, en la placentera corriente. ¿Qué había entonces en los ojos de la pálida virgencita, de incitante, de provocativo, de resuelto, que jamás Ernesto había visto en ellos? ¿Por qué extraños caminos aquella belleza frágil, suave, entró en un nuevo estado de conciencia –para él desconocido– en el que parecían cruzar todas las tentaciones y bogar todos los deseos?…

¿Cómo fue él perdiendo, lentamente, la idea de este cambio de sensaciones, hasta el extremo de dejarse arrebatar por este ambiente, que llenaba ahora el comedor, de botellas destapadas, de vaho de café y de promesas de besos?… Mi amigo no lo sabe. El caso fue que no le pareció anormal la proposición del padre, cuando la Madonna, al inclinarse para ofrecerle un terrón de azúcar, rozó con sus rizos blondos las ardientes mejillas del invitado:

–¿Jugamos?

Y en un minuto se recogieron los manteles, apareció una baraja en manos de uno de los viejos y el monte quedó instalado. ¿Y después? Ernesto perdió lo que llevaba consigo, y como avergonzado, balbuciente, pretextara que se le habían agotado los fondos, el padre, el viejo héroe, el de rostro severo y blanca testa erguida, le lanzó esta proposición, a quemarropa, irónicamente:

–Para usted hay caja.

Y los ojos de la Madonna continuaban brillando con incitantes promesas.

Para terminar, salí de allí con una fuerte deuda, convencido de haber sido vilmente estafado por aquellos tres viejos y aquella niña de gracia mística, pálida silueta, envuelta en su belleza frágil y como soñada. El ensueño se había desvanecido, el encanto borrado.

Más tarde he sabido que la historia –¡mi historia!– con sus éxtasis y sus plegarias, había sido repetida antes de mi llegada de la provincia, en la llegada y después de la llegada. ¡Hay tantos soñadores provincianos que se dejan sugestionar por Madonnas de rostros pálidos, casi transparentes, y viejos héroes de blancas cabezas erguidas!…

¡A ver, mozo, otra copa de whiskey!

 

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