Al ruido de un vehículo que entraba, sin duda, en la plazoleta, Pascual se despertó sobresaltado. Experimentaba el disgusto de que no le abandonase el recuerdo aquél, y, volviendo a tentarlo el remordimiento de su cobardía, se repitió que ya era mucho; a todas horas le llevaban noticias de la mala vida que hacía su mujer y todas las noches aquello se agrandaba en su delirio.
Nada de eso sucediera si él la hubiese muerto; entonces no había más que pensar.
Restregándose los ojos, oyó los portazos que daban en el portalón. ¡Malditos hospitales! ¡Buena remesa echaban todos los días a la fosa! Precisamente dieron las once en la Viñita y a esas altas horas era cuando hacían su envío.
Al atravesar el zaguán oyó risas comprimidas, y distinguió en la sombra, como luciérnagas rojizas, los cigarrillos que fumaban los sepultureros.
—¡Chiflac! —cuchicheaba uno que hacía el gasto de la charla, y Pascual pensó que se referían a él; desde mucho tiempo se le señalaba con el dedo, siguiéndosele con la vista.
Al sentirlo próximo, las risas cesaron y hubo rumor de pisadas sobre las baldosas y el rodar de un carrito de mano; afuera esperaba el carretón y en un instante, tirando de los pies a los cadáveres envueltos en telas carmelitas, trasladaron la carga; era preciso darse prisa para concluir la tarea y volver al hogar en busca de reposo.
—¿Cuántos? —preguntó Pascual revisando los pases.
—Cuatro grandes y nueve chicos —dijo el conductor lacónicamente.
Firmó el recibo a tientas, y como el carrito, colmado ya, iba adelante, dió con el pie a la puerta, siguiendo lentamente tras el cortejo.
Arriba, la luna llena era un enorme lampadario de plata pendiente a la bóveda azul del Camposanto, y bajo ese resplandor místico, entre las negras alamedas de cipreses, los mármoles y los caminos adquirían en su fría blancura el misterio de una fantástica ciudad vista en los sueños.
De cuando en cuando era preciso detenerse para sujetar un bulto aue se escurría o para restablecer las fuerzas.
Así anduvieron todo el campo de las cruces y siguiendo la muralla de los nichos llegaron ante la reja cuva llave guardaba el cuidador; en pocos minutos estuvieron cerca de la fosa última, un hondo hueco vacío, recién abierto en la tarde.
—Échenlos aquí —ordenó Pascual—; en bajarlos dan las
doce y es mejor dormir; mañana los almacenamos.
—¡Bonita parvada de chiquillos! —gruñó uno de los cargadores, tomando en un atadito nueve paquetes facturados por la Casa de Huérfanos y la Preciosa Sangre.
—Buenas noches y abrigarse la cabeza porque hace frío, —añadió otro tocándose maliciosamente la sien.
—¡Hasta mañana, Damián!
Se iban con el carrito y Pascual desanduvo el camino arrastrando los pies.
Aquellos párvulos le recordaban su chico: si no hubiese muerto Rosa viviría con él. Sacudió la cabeza y a la claridad de la luna se distrajo en revisar los pases, deteniéndose de pronto emocionado.
Con mucha ansiedad se acercaba el papel a la cara, y determinó encender un fósforo; sin embargo, había entendido bien desde el primer momento: entre los muertos que acaban de entregarle había una Rosa Gutiérrez, el mismo nombre de la otra.
—Puede llamarse igual y no ser ella —reflexionó reanudando la marcha.
Pero algo lo tenía sujeto; en la verja se detuvo de nuevo,
indeciso, concluvendo por convencerse que estaba figurándose una tontería. ¡Y aunque fuese ella, qué podía importarle ya!
De muy lejos llevaban en acompasado rumor los pasos de
la cuadrilla y el chillido de las ruedas...
¿Por qué no salir de dudas? No había más que descoser los sacos: si era ella, bueno; y si no, nada se perdía.
Volviendo a la orilla del gran hoyo y arrodillándose en tierra rompió con el cortaplumas un pedazo del trapo café en que venían envueltos los cuerpos.
Era una vieja con la cara arrugada y la boca torzida; entonces palpó el segundo y al sentir una áspera barba, apartose con disgusto; sólo quedaba un cadáver demasiado grande, y el último, aislado cerca del montón de fetos. Sobre él se agachó con el pecho oprimido por un presentimiento ansioso que hacía tiritar sus muñecas hasta dificultar los movimientos. Le parecía que aquella tela indestructible, y sin buscar ya la costuras, daba tajos nerviosos, desgarrándola en jirones que dejaron al escubierto la cabeza.
Su mirada delirante buscó en esa fisonomía los rasgos conocidos, y sólo después de un pávido minuto llegó a convencerse de que era la misma... es decir otra mujer diversa. ¡Tanto había cambiado en esos cinco años de aventuras!
Le acometía una tristeza inexplicable y de rodillas delante de ella observaba en sus facciones dolorosas, las huellas de la miseria. ¡Pobre! ¡Harto sufriría también!... Le ribeteaba los párpados una ancha sombra negruzca, y así con la frente lívida al reflejo de la luna, perdidas la líneas del cuerpo en la rigidez de la mortaja, tenía una gran expresión de cansancio.
—... Del hospital a la fosa común... —murmuró el pobre hombre, mirándola con dulzura.
Y sorprendido él mismo de aquella compasión inconsciente, comprendió que ya le perdonaba de toda la amarga existencia vivida por su culpa; sin embargo, enrojeció de vergüenza al sorprenderse postrado ante esa desgraciada que abandonara el hogar para irse a vender a todos los hombres.
Allí volvía ya; a los treinta años la tisis la obligaba a descansar...
—Sin duda... la tisis... —repitió, sentándose en la tierra húmeda; ante su memoria la vieja colección de recuerdos vuelta a repasar, desde que la conociera chiquillita, hasta el abrazo aquel, y la primera noche de casados y el nacimiento del niño, allá a los seis años de unión... ¡Tantas cosas, por Dios!
Y Pascual para disculparla no abandonaba su idea: esa muerte del nene era la causa, le trastornó la cabeza y la hizo fugarse. Después tuvo miedo de volver, sin sospechar que él le habría abierto los brazos y ¡quién sabe si al morir no lo llamó en su arrepentiemiento!
Ya no le tenía rencor.
Mientras evocaba las cosas viejas, había tomado a la muerta sobre las piernas, y reclinándole la cabeza en el brazo, insensiblemente iba rompiendo la mortaja; de pronto al azulado resplandor del plenilunio tuvo la visión entera del cuerpo blanco y hermoso, un poco enflaquecido acaso, pero tentador siempre, cuya desnudez de hielo lo trastornaba en el silencio de la vasta soledad; sin saber lo que hacía, inclinado sobre el cadáver, casi rozando su boca desteñida, le entreabrió los párpados con los dedos temblorosos al contacto apretado del ojo muerto, figurándosele que ella iba a despertar y a envolverlo en los ardientes abrazos de otros tiempos.
Pero las pupilas hundidas, turbias, permanecieron fijas, extrañas al golpe suave de la luz que no devolvían. ¡Dios mío!
¡Unos ojos entumecidos que miraban lejos... muy lejos, sin mirar a nada!
Pascual hizo aún otro movimiento y llegó hasta besarla, estremeciéndose. ¡Pobrecita! ¡Pobrecita!
Junto a la oreja hablole amorosamente, como si ella le escuchase. Tanto que la quería. Él, tan grosero, no fue merecedor de este bien. ¡Qué linda era aún y como le había martirizado el corazón!
Le contaba todas sus penas, su vida triste de pobre hombre que odia a las mujeres; le refería la soledad de su cuarto y la nieve de aquel lecho donde revolcaba sus calenturas, siempre soñando en ella, sintiendo sus besos y el roce de su carne toda, de ese cuerpo que ahora se recostaba sobre sus rodillas, lánguido como el de un niño. Entonces la volvió a besar, y como si se hubiese roto el pasado y quisiese cobrarse de todos aquellos deseos imposibles, tornó a imprimir sus labios quemantes sobre los párpados hinchados, en la frente amplia, bajo la barba, entre los pechos; su vista se extraviaba y una aceleración de fuego hacía hervir su sangre.
Entonces tuvo una idea loca: llevársela la muerta a su cuarto solitario, tenderla sobre aquel lecho frío, y hablarle en la larga noche el lenguaje del amor.
—Mía... Mía... —No hizo reflexiones, y cuando se levantó llevándola en los brazos, la cabeza floja, las piernas colgantes, lo empujaba una ráfaga de pesadilla.
Desde lo alto las estrellas soñolientas tenían fijas en la tierra sus indiferentes pupilas luminosas; el silencio agrandaba la soledad; el viento estaba quieto, con una impregnación de rosas frescas en la atmósfera, y la luna parecía perseguir a ese hombre que galopando con su pesada carga cruzó por entre las extensiones de cruces en cuyas hendiduras jugaban a las escondidas los fuegos fatuos, como pequeñas almas infantiles.
La cruz que protegía el camino dibujaba una silueta de horca sobre el suelo luciente como un espejo donde se fuera proyectando, como una aberración, la sombra del grupo fantástico: la figura errante del raptor, con la cabeza dislocada del cadáver.
De los naranjos en azahar, cuyo perfume producía mareos en el aire, volaban graznando las lechuzas, atónitas, de aquella carrera frenética, y sólo venía a mezclarse al estrépito de los pasos y al jadeo de la respiración el gluc-gluc de una corriente de agua que susurraba lamentaciones bajo algún sauce distante.
Sobre los palacios mudos y las tumbas anónimas, la virgen
de la Compañía, con los brazos extendidos hacia los abismos impenetrables, parecía alzar una imprecación religiosa, implorando redención para todos los martirios, justicia para todas las víctimas, consuelo para todos los dolores.
En el amplio firmamento, aquel bronce se destacaba gigantesco, como una angustia infinita, como una esperanza eterna, de toda esa humanidad que dormía en el polvo y que un tiempo alimentó también, amores, ensueños y sufrimientos.
"Antología del cuento Hispanoamericano" 1939 |