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Ángel de Estrada en AlbaLearning

Ángel de Estrada

"Una velada"

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Una velada
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Una velada
 

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Varios objetos de importancia componen el ajuar del salón de la fonda. Sobre la pared blanca con su cal nueva, un retrato de Zumalacárregui, luce boina azul, símbolo de la nacionalidad del mesonero. En un ángulo, con el teclado para adentro, un piano Pleyel, muestra rota su tela, y por entre ella surgen dos travesaños como internos huesos grises. Al frente se ve un retablo en forma de gruta con su Ángel Custodio arriba, y en el hueco, al Niño-Dios, la Virgen, y un trozo de buey al lado de un San José ciego.

Poned una mesa de pino sobre la alfombra desteñida, y entre dos puertas y sus cortinas de crochet blanco, una lámpara colgante, y he ahí el escenario.

El médico del pueblo diserta por lo largo aquella noche. Las nuevas de la ciudad han sido terribles; la fiebre amarilla está en su apogeo. Y la voz del conferenciante hace desfilar las pestes todas, desde la negra hasta el cólera. — Vengamos a cuentas — exclama un viejo octogenario:— Qué nos importa de lo antiguo, y ni aun que el cólera ande merodeando en los alrededores de Génova? ¿La peste de Buenos Aires puede ó no asolar el campo?

El médico se repantigó en su asiento. Todos clavaron en él la vista, pero don Juan Benítez, malogrando otra nueva conferencia, exclamó al punto:

— No sale de las costas; es científico. Ni aquí, ni aun en Flores habrá un solo caso.

Se sintió en la rueda respiro de feliz holgura, y un fraile franciscano sonrió melancólicamente. Su actitud atrajo la atención.

— ¿Marcháis siempre, padre?

— Mañana mismo.

— Pues es valor!

— Es voluntad de Dios.

Lo dijo con suave acento, aquel que parecía arrancado de un lienzo de Ribera. Su alta figura, coronada por rostro de líneas angulosas, vivía en el sayal como en cota de combate. En las pompas funerales de Carlos V, modulando un responsorio, hubiérase destacado como el símbolo estético de una raza. Cuando callaba, envuelto en la capucha, desprendíase de su inmóvil actitud la paz y la tristeza de los antiguos conventos. La caridad dulcificaba su voz; la contradicción la hacía tronar; la fé le daba tonos para plantar en los corazones raíces de fuego del árbol divino. Era así, suave y terrible; jovial a veces, pero hasta entonces imponía, porque la risa era como una profanación de su rostro...

Al oirle invocar a Dios, exclamó gangosamente el médico

— Padre; ¿qué remedio da ese señor para que no mueran en una ciudad cientos de honradas personas?

— Aprended a hablar claro y después oiré con placer blasfemias...

El otro iba a contestar cuando un nuevo interlocutor se añadió al grupo. Con el pellejo sobre los huesos, los ojos hundidos bajo fuertes cejas, debía, dentro del marco de la puerta, parecerse a Lázaro resucitado.

— ¿Hablabais?

— De las pestes.

— Charla de actualidad — añadió Benítez.

— Vaya un gozo... Él no deseaba sino imágenes alegres, muy alegres. Le veían los campos bajo el sol, bebiéndose los colores de las mieses, absorbiéndose la savia de los árboles sintiendo como que la luz se le filtraba en las venas para rejuvenecer con cariño su sangre. Y olvidado de la ciudad desolada; de nuevo en la vida, después de cruzar la muerte, derramaba una onda de ternura sobre todo aquello que en delicioso abandono respiraba salud, paz y alegría. — ¿Cómo va eso? —preguntóle alguien.

El convaleciente respondió la verdad: — muy bien— y no debió decirlo. La gente quería emborracharse con emociones tan lúgubres como temidas. ¿Quién no ha presenciado alguna vez ese fenómeno?

— Si estáis tan mejor, contad algo.

Era la súplica de siempre, y aquella vez se decidió.

Empezó por describir el aspecto de la ciudad con voz tan perezosa, que se antojaba que las palabras temían formular sus pensamientos. Pero le fue animando la evocación de los pánicos, horrores y miserias; y los circunstantes empezaron a sentir esos escalofríos que rozan con alfileres la epidermis.

— ¿Queréis saber cuándo me enfermé? Oid; fué para mí como el último acto de una tragedia en que el horror se movía con todas sus potentes vibraciones.

— Señor —me dijeron— en esa casa debe haber algo. Y señalaban una de la otra acera.

Averigüé que la fiebre había barrido a todos sus habitantes, y que un vecino aseguraba oir a veces una voz que ponía los pelos de punta. Creí que la imaginación del pueblo excitada por el pánico creaba aquello, y entré al conventillo sin hacer caso. Concluí con los enfermos, y como a las once salí a la calle. Me paré bajo el cielo tachonado de estrellas a respirar el aire, que fuera de los cuartos parecía de oxígeno puro. Los faroles tendían sus luces tristes en la calle solitaria. Desvié los ojos, y vi la casa de enfrente con algo de misterioso en su apariencia. Que tiene, pensé, la tristeza de las cosas abandonadas, pensativas en la desolación, es indudable... Después me he analizado. En tiempo de preocupaciones yo no debiera fumar jamás. El veneno del humo me excita de tal modo que cualquier desagradable sensación crece en mí desmesurada. Estaba aquella noche, intoxicado y sentía la ágil y vibrante inquietud de los insomnios. Al salir a la calle, el cuento de la voz extraña me asaltó repentino, y repentino se disipó. Un instante después, la casa me parecía misteriosa, y la voz extraña volvía a enredarse en mi pensamiento. Voz sobrenatural no es, pensé, no puede ser; pero quizá sea la de un enfermo. Lo que antes, rodeado de gentes, llamaba cuento, ahora me parecía verdad indiscutible. No entrar era huir del deber, rendirse a vagos temores, cobardía: luego el mandato se imponía férreo: crucé la calle y empujé la puerta.

Patio grande, cuadrado; piso verdinoso, de ladrillo; un farol a la derecha, que después he pensado hacía noches y días que alumbraba; a la izquierda puertas y habitaciones; al frente abertura de pasadizo. Miré todo de un golpe y me dirigí a la sala. Busqué los fósforos en el umbral, y entonces se produjo en mí algo raro. Las estrellas parecían tener los ojos fijos sobre la casa, como si fuese lo único digno de mirarse en la tierra. La llama del farol me pareció con un espíritu regocijado al verme, como si tuviera miedo de alumbrar la soledad del patio.

Entré a tientas y encendí luz. El crujido de un mueble repercutió en mi cerebro, dí un salto y me ví en un espejo, con sonrisa forzada. Pues señor, pensé, ¡vaya un valiente! y determiné que era estupidez sentirse intranquilo.

Dos viejos grabados ingleses me atrajeron. Uno de ellos representaba un joven que, con infinita tristeza miraba desde un buque alejarse las costas en la bruma. Allá adentro sentí una voz — ¿lindas cosas, eh? decía, ¿no sigues? — Comprendí su tono de burla, sonreí y penetré a un dormitorio.

Las cómodas abiertas se me antojaban robadas; la cama con un colchón de través, no tenía colcha ni almohadones; en el tocador se veían frascos de remedios.

Recorrí tres cuartos en el mismo desorden. El soplo de la muerte, después de helar la vida de los habitantes, parecía aun estar allí helando en el terror las cosas.

Es imposible, me dije, que no haya nadie, y dí dos palmadas que repercutieron sonoras. Esperé un instante; silencio absoluto. Digo mal, sentí un golpe seco, isócrono, en la pieza vecina.

Un reloj antemural, solemne y triste, asombraba con el rumor de vida de su péndulo. ¿Las horas de quién o de qué ritmaba? Me puse a mirarlo como si fuera a decir un secreto, y su tic-tac, que crecía inmenso en el silencio, aumentó mi sobresalto. ¡Ah! no sabéis la impresión extraña que sentí. Son cosas inenarrables y no encuentro formas. Pero el reloj sentía también algo, que no podía expresar; sonaba en la casa triste como quien canta con miedo; y al verse en presencia de otro pusilámine, redoblaba su canto. No hay duda, nos asustábamos mútuamente.

Sé que entre vosotros hay quien me conoce, y he de hablar con franqueza. Yo que sin pestañar afronté la muerte tantas veces, pasé al otro cuarto con miedo. Busqué, con presteza, lumbre, porque mis ojos poblaban la sombra de círculos inquietos y chispeantes. Y al encender el gas, el pico silbó con brío una canción endiablada, que hirió mi espíritu con voces angustiosas, concertando un macabro dúo con el péndulo. Tendí la mano para aquietar la luz, pero me quedé con ella suspensa, sin tocar la llave. Algo se agitaba en el otro cuarto. Yo sentía ya una fiebre parecida a la que he sentido en noches de intenso trabajo intelectual. Ella que dilata los horizontes de la percepción; que une repentina las más extrañas ideas y agolpa los más lejanos recuerdos; hacía pasar ante mí, como sobre una página blanca, reminiscencias absurdas de cuentos fantásticos.

El ruido seguía acompasado o brusco. «Entra, entra» silbaba el gas con sus gemidos chillones; «adelante, adelante» decía el reloj con la grave voz de su péndulo. Quise retroceder, pero avergonzado, con movimiento de suicida que dispara el arma, torcí el picaporte y quedé como de hielo al recibir un soplo de olor de muerto. Bien lo conocía; no podía equivocarme. El ruido misterioso caminaba, y retrocedí en círculo. Pisé una cosa blanda: ¡era quizá una mano! Logré luz, y al resplandor del fósforo vi un muchacho en la más terrible danza. Sobre un catre había una mujer muerta, y tendido en el suelo el cadáver de un hombre. Los vaivenes del muchacho semi-cubierto por una camisa, eran bruscos o suaves, y los ejecutaba en profundo silencio, al par que fosforecían sus ojos con expresión suprahumana. La cerilla me quemó de pronto, di un salto y eché a correr con un terror que hace de gelatina los huesos. Al venir del día, sorprendieron mis criados al niño danzando siempre, y más espantoso aún, visto a la luz del alba.

Yo no me levanté ya, y el contagio me tuvo al borde del sepulcro. Cuántas veces en el delirio de la fiebre se me apareció la figura aquella. En algunos instantes mi temor se disolvía en compasión ante sus ojos de supremo martirio. Pero casi siempre acrecía mis congojas, en la agitación de un baile que al son de un pico de gas y de un reloj contrastaba terriblemente con la quietud de los muertos. Y era implacable el gas en su canto, y había una eternidad de angustia en cada vaivén del péndulo que cortaba con su tictac el tiempo infinito. ¿Qué era aquel muchacho? ¿Era la fatalidad, la locura, el espanto? ¿Era un símbolo de la ciudad de luto, que evoca la consternación de las antiguas, malditas de Dios y de los ángeles?... Qué sé yo! Pero las estrellas, no lo dudéis, señores, miraban sí, desde la paz del cielo, con estremecimientos pálidos, la casa trágica. ¿A qué me hacéis recordar estas cosas?

Los que miraban, podían pensar en tanto: ¿no es éste también un loco? Sus ojos extraviados, encendidos, parecían ver sobre la mesa la visión; y su ademán descompuesto contrastaba con la figura del fraile, envuelto en nimbo de celeste serenidad. El silencio se hizo tan profundo que creyérase auscultar el aleteo interno de cada espíritu. De pronto el rostro del fraile se animó. — Ah! se dijo, tienen miedo, y la palabra se agitó en sus labios, para decir las glorias de la caridad que hermosea, del dolor que purifica, de la fé que triunfa de la muerte. Quería que todos recogiesen, el noble manto caído, al convaleciente, y corriesen a la ciudad por el amor de Dios y de los hombres. Y se irguió en la penumbra como un airado profeta; pero se arrepintió: — «¿ a qué declamar? ¿a qué? y volvió con calma a su silla. Le miraron todos con asombro, y le oyeron exclamar con voz grave:

— ¿Queréis que yó cuente algo?

Y fué estallido en coro el ¡nó! rotundo que formularon labios y ademanes.

— No está la cosa para cuentos, padre —exclamó Benítez— que acabe mejor ésto; tocad algo de ese buen repertorio.

El fraile sonrió camino del piano, en aquella forma que profanaba su rostro; y de repente, con un estremecimiento, sonaron modulaciones de oficios de difuntos... «Verba mea auribus percipe Domine intellige clamorem meum»... Soberbia voz de bajo lanzó la primera nota y, en vez de ruegos, parecieron estallar las cóleras del Dies Irae.

— Diablo de voz de fraile! — exclamó el octogenario, pegándose al brazo del médico del pueblo. ¿Será menester agregar que nadie se quedó en la sala?

En la galería se sintieron los pasos, como de una conjuración de ópera, perseguida por el salmo fúnebre.

El monje cerró el piano y se detuvo, antes de salir, junto a la gruta del Nacimiento. Allí hizo una reverencia, frotándose las manos, y exclamó con gozo: — ¿Qué tal? — Y la pregunta iba dirigida al niño Jesús, con el acento con que pudiera hacerla a un buen camarada que hubiese estado en la broma.

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