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El primer loco |
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Capítulo I (Parte 1) -¡Ya puedo respirar libremente... ya me encuentro en mi verdadera atmósfera! Sólo aquí, en este lugar de mis predilecciones, en mi quinta abacial, tan llena de encantos y de misterio, puedo calmar en parte la inquietud que me devora el alma... ¡pero, qué inquietud, Dios mío! -¿Tu quinta has dicho...? Nunca he sabido... -Sí, Pedro; tiempo hace ya que este hermoso retiro, con sus verdes frondas, su claustro y su silencio me pertenece de derecho. Espero que muy pronto ha de pertenecerme también de hecho, a no ser que la adversidad o el destino hayan dispuesto otra cosa. -Pues quiera el cielo se cumplan sus votos y seas por largos años el único dueño de tan bella posesión, aunque la crea más útil para ti, por los placeres ideales que te proporciona, que por lo que de ella hayas de lucrarte. -¡Lucrarme...! Siempre esa palabra, siempre el tanto por ciento; ¿qué me supone a mí el lucro? -Quizá nada, por más que la ganancia y el tanto por ciento hayan de ser, como quien dice, temas obligados en las realidades de la vida. Dichoso el que puede prescindir de semejantes pequeñeces; mas de lo que tú no podrás prescindir, es de un buen capital con el cual te sea fácil y decoroso dar más honesta apariencia a esas ventanas y puertas desvencijadas, por las que penetran la lluvia y el frío como huéspedes importunos; reparar esos paredones por todas partes agrietados y, en fin, levantar los techos medio hundidos que al menor soplo amenazan desplomarse. -Lo de menos son los techos ruinosos, ventanas destrozadas y muros que se derrumban. Bien fácil cosa será, con unos cuantos puñados de oro, volver lo viejo nuevo, y convertir en cómodo asilo lo que en este momento semeja una triste ruina, a propósito únicamente para nido de búhos y ratas campesinas. Me cuido poco al presente (ya que espero mejores días) del interior de mi monasterio, y apenas si dirijo alguna mirada a sus desiertos corredores cuando subo a visitar al cura, que habita solo en donde tantos pueden caber a gusto y con desusada holgura. En cambio no pierdo de vista la iglesia y las bellas imágenes que pueblan los altares, y ante los cuales me postro cada día. Adoro de la manera más pagana los altos castaños y los añosos robles y encinas del bosque, bajo cuyas ramas suelo vagar día y noche con el recogimiento con que podría hacerlo el antiguo druida, cuando el astro nocturno estaba en su plenilunio, y amo este claustro y profeso a estos arcos, a estas plantas y piedras, el mismo apego que el campesino tiene a su terruño o a la casa en donde ha nacido, se ha criado, y enamorado quizá por primera vez y última vez de la que con él comparte las estrecheces de una vida de privaciones. El que de esta suerte hablaba, dando a entender que el poético monasterio de Conjo (en cuyo claustro acababa de penetrar) no tan sólo le pertenecía de derecho, sino que de hecho iba a ser suyo para siempre, era un joven elegante, pálido, de rasgados ojos claros y húmedos, de mirada vaga, y cuya persona de distinguido y extraño conjunto no podía menos de atraer sobre sí la atención de todos, porque en realidad era imposible comprender, al verle, si una enfermedad mortal le devoraba ocultamente, o se hallaba en terrible lucha consigo mismo y con cuanto le rodeaba. En la expresión de su rostro, entre dulce y huraño; en la correcta línea de unas facciones que revelaban la energía perseverante propia de los hijos de nuestro país; en todo su conjunto, en fin, había algo que se escapaba al análisis de los más suspicaces y versados en el arte de sorprender por medio de los rasgos de la fisonomía los secretos del corazón y las cualidades del alma. Queríanle sin embargo sus amigos, y todos, todos se sentían instintivamente inclinados a admirarle, como a ser incomprensible, pero superior, a quien, por más que le tuviesen por excéntrico y visionario, no tan sólo le perdonaban defectos que constituían parte de su extraña originalidad, sino que gustaban de oír su palabra fácil, elocuente y hasta semitrágica en ocasiones, pero agradable siempre. Ya tratase de sí mismo, o de los demás; ya discutiese sobre los objetos del mundo externo, o se ocupase únicamente de aquellos otros que llevamos ocultos dentro de nosotros mismos, fluctuando siempre entre lo real y lo fantástico, entre lo absurdo y lo sublime, dijérase que hablaba como escribía Hoffmann, prestando a sus descripciones y relatos tal colorido y verdad tal a sus fantasías, que el que le escuchaba concluía por decirse asombrado: -Ignoro si en realidad es o no un loco sublime; pero fuerza es convenir, por lo menos, en que posee una imaginación poderosa, gracias a la cual, se complace en extraviarse de la más bella manera posible, por los caminos menos accesibles a las inteligencias vulgares. Aquel día, otro joven de entendimiento claro y también de gustos y aficiones mitad románticas, mitad realistas, le acompañaba. Observador concienzudo y amante de lo extraordinario, gustaba por lo mismo de prestar atención a las extrañas divagaciones a que comúnmente solía entregarse el hombre singular que acababa de asegurarle con todo aplomo ser el verdadero dueño del monasterio, sobre cuyo origen y campestre belleza, a porfía, novelistas y poetas han formado su leyenda o su historia, más o menos hermosa y más o menos real. Ambos se sentaron bajo una arcada del claustro, a la sazón desierto por completo, pudiendo así percibirse en toda su agreste armonía el piar de los pájaros y el rumor de la fuente, únicos ruidos que hasta allí llegaban en aquel momento. El sol brillaba sereno y tibio, y un viento frío de otoño agitaba suavemente, como si temiese herirlas con demasiada crudeza, las cintas de la perenne hierba que alfombraba el suelo, y las diversas plantas y agrestes, entre las que sobresalían las legendarias matas de jazmines que adornan las rotas cornisas. Los dos amigos permanecieron algún tiempo como recogidos en sí mismos, hasta que el nuevo cuanto extraño poseedor del monasterio dijo a su compañero: -Escucha atentamente... ¿Qué oyes? -Oigo trinos de aves, rumor de agua, y algo como imperceptibles quejidos que lanza el viento al pasar cerca de mí. -¿Y nada más? -Nada más. -¡Ah!, no se comunican contigo, sin duda, los que vagan sin cesar en torno nuestro en invisible forma, o acaso no los entiendes: pero yo los siento, percibo y comprendo, aun cuando no pueda verlos. No sólo envueltos en las tinieblas, los espíritus de los que fueron en el mundo vuelven a él, sino también entre las transparentes burbujas del agua cristalina, en las alas de la brisa o de la ráfaga tempestuosa; en los átomos que voltejean a través del rayo de sol que penetra en nuestra estancia por algún pequeño resquicio, y hasta en el eco de la campana que vibra con armoniosa cadencia conmoviendo el alma: en todo están, y giran a nuestro alrededor de continuo, viviendo con nosotros en la luz que nos alumbra, en el aire que respiramos. ¿Por qué se halla el hombre tan en paz y a gusto en la soledad? Precisamente porque en ella está menos solo que entre los que respiran todavía el aire terrenal que nos da vida prestada, a los que aún tenemos que morir. Pero cuando ningún vivo nos acompaña; cuando en la playa desierta, en el bosque o en otro cualquiera paraje aislado, nos encontramos sin quien nos mire o nos observe, legiones de espíritus amigos y simpáticos al nuestro, se nos aproximan hablándonos sin ruido, voz ni palabra, de todo lo que es desconocido a los terrenales ojos, pero agradable y comprensible al alma que siempre suspira por su patria ausente. Es entonces cuando encuentras transparencia celeste en los cristales del humilde arroyo, vida en la flor que asomada por entre las hojas, y erguida y gentil sobre su flexible tallo, parece mirarte sonriendo como una hermana cariñosa; acentos que te conmueven sin que sepas si parten de la verde espesura, de la onda espumosa, de la nube que pasa reflejando con vuelo rápido su sombra en la campiña, o de la naturaleza entera; es entonces, en fin, cuando el poeta se siente inspirado, más dueño de sí el sabio, más grande el filósofo y el anacoreta y el asceta más cerca de Dios. Calló el joven, y su amigo, que le miraba entre pensativo y burlón, replicó: -No cabe duda, Luis, que la imaginación (gran inventora de quimeras) se exalta más fácilmente en la soledad, y que cuando nos hallamos apartados de nuestros semejantes, amén de que podemos comprendernos mejor a nosotros mismos, nos es dado además crear con mayor facilidad mundos que no existen, y poblarlos de visiones hijas todas de nuestra fantasía. Estas visiones deben ser las que tú llamas espíritus, que seguramente no vuelven a este mundo desde que han dejado en él su envoltura mortal, caso de que, desde que la materia acaba, prosigamos viviendo en otros espacios. -¡Qué de vulgaridades se te ocurren -replicó Luis-, para contradecir mis opiniones y desvanecer mis convicciones! De ello no me sorprendo. Si el médico siente alguna alteración en su organismo, algún desarreglado latido en su corazón, puede decir casi con seguridad si es causa de semejantes trastornos un exceso de crasitud en la sangre, o de debilidad en su sistema nervioso, mientras el campesino, por ejemplo, completamente ajeno a la ciencia, achacaría los mismos síntomas a bien diversas causas. Por eso, todo lo que para ti es pura fantasía, es para mí realidad que mi alma concibe y siente. ¿En dónde he aprendido yo, tan ignorante como tú en otros tiempos en tales materias, a comprender lo que ahora veo claro como la luz? Aquí precisamente, en este mismo claustro y en ese bosque que se halla a algunos pasos de nosotros, fui adquiriendo los conocimientos que poseo, y abriendo poco a poco los ojos a las ocultas revelaciones... Veo que te sonríes... mas, si quisieras prestarme atención, la atención seria y llena de recogimiento que ciertas cosas exigen, si te fuese posible tener alguna fe en mis palabras, sabrías lo que a nadie he dicho aún... Verdades que parecen quimeras, hechos reales que se dirían fantásticas creaciones de una mente enferma o extraviada. -¡Que me place! Sabes que fluctúo con harta frecuencia entre lo real y lo imaginario, que me agrada descorrer los velos de lo oculto, que me complazco como los niños con lo absurdo, lo extraordinario y lo maravilloso. Cuenta, por lo tanto, con la atención y el recogimiento que deseas, y aún con la seguridad de que seré feliz oyendo tus singulares historias a nadie reveladas, tus delirios que... -Dales el nombre que te parezca, pues lo de menos aquí son las palabras; pero reprime hasta donde puedas los ímpetus de tu innata incredulidad si no quieres que me detenga al primer paso... Hoy tengo nublada el alma, opreso el corazón, el ánimo impaciente, y pudieran producirme mala impresión tus dudas. -Habla... me hallo con voluntad firme de creer cuanto digas y afirmes. No puedes pedir más... te escucho. -No esperes que sea demasiado divertido lo que voy a contarte. Sospecho que va a faltarle ilación en el sentido absoluto de esta palabra, que confundiré más de una vez la luz con las sombras, y que de la burda hilaza de lo material pasaré, quizá sin transición, al tejido más fino que pueda fabricar mi pensamiento; resultando de todo ello un no sé qué de inverosímil en el terreno de lo razonable y lo real, que al pronto te hará fluctuar entre la sorpresa y la duda. Pero tú, que tienes talento y sabes sorprender el secreto de lo que se calla por lo que se ha dicho a medias, irás atando aquí un cabo, allá otro, y al fin acabarás por comprenderme, estoy bien seguro de ello. -Yo lo espero también: para lograrlo pondré todo el esfuerzo de mi entendimiento, tanto más cuanto que no deja de parecerme algo difícil la empresa. -Mayor será entonces la victoria que alcances... Empiezo, pues... ¿por dónde?, espera... Deseo hablar y sin embargo... Nuestro héroe pareció quedar ensimismado algunos momentos, en los cuales bañó su rostro cierto reflejo, hijo de dolorosa inspiración; pero después, con una expresión y acento indescriptibles y que tenían tanto de fantástico como de exclusivamente suyo, continuó hablando de esta suerte: -¿No has visto muchas veces, cuando la tierra se halla exuberante de vida, cómo dos mariposas se persiguen en rápido vuelo por entre las rosas y el follaje? Pues así en este momento sus dos almas en torno mío. Pero no se buscan, semejantes a los alados insectos, amándose o para amarse; sino en lucha callada y misteriosa, cuyo término no puede decidirse al presente, porque el que fue cuerpo y envoltura mortal de la una, ha fenecido ya, yendo a formar parte de nuestra madre tierra, mientras la otra vive todavía en este mundo adherida a su carne. Lo que acontecerá cuando el tiempo haya dejado de existir para ella y para mí, así como dejó de ser para la pobre Esmeralda, eso es lo que no me atrevo a profundizar, lo que no querría adivinar siquiera (hoy menos que nunca) por miedo a confundir la luz de mi entendimiento con las tinieblas de lo inconmensurable. Porque ciertas dudas, semejantes al hacha del inexperto leñador en el bosque secular, derriban y talan sin compasión cuanto hay de más hermoso y consolador en las esperanzas póstumas de los hombres. Hay un punto en ese más allá hasta donde el pensamiento humano cree poder llegar, en el cual la osada mente se detiene indecisa, asombrada, llena de temor; porque el hilo misterioso que parece atar lo que es y lo que ha de ser, es tan sutil, y tan tenue la luz que nos permite distinguirlo, que en medio del ansia que nos domina imaginamos algunas veces que no es tal hilo salvador de nuestras terrenales tormentas aquél que vemos, sino la línea que separa para siempre lo que ha muerto y lo que está vivo, los afectos que aquí nos poseyeron y los que allá habrán de contribuir a formar nuestra gloria o nuestro purgatorio... Pero... oigo pasos... llega gente y me alegro. Empezaba a apartarme del camino que debo seguir y esto me llama a mi asunto... -¡Qué semblantes tan demacrados y huraños! -dijo entonces Pedro, señalando a los que pasaban. Mirólos Luis a su vez con ojos compasivos, y replicó: -Son enfermos, unos del cuerpo, otros del alma, que vienen a curarse con exorcismos y oraciones ya que la medicina no puede hacer el milagro de aliviar males que no tienen remedio ni suprimir la inevitable muerte, herencia de los mortales. El fraile exclaustrado que pone sobre esas desgreñadas y lánguidas cabezas la sagrada estola, y lee en latín lo mejor que puede las oraciones y conjuros con que espera arrojar del cuerpo de las víctimas los malignos espíritus que las atormentan, viene a ser como la postrera esperanza de los deshauciados, esperanza que les alienta y anima y les acompaña por el camino de la muerte, haciéndoles soñar con la vida y la salud. ¿Y quién que haya de morir no quiere morir esperando? Cuando yo, arrodillado ante el altar, incliné mi cabeza para que como a aquellas ignorantes y dolientes criaturas me colocaran sobre ella la estola bendita, no puedo explicarte lo que pasó por mí. -¿Pero tú... tú también, Luis...? -Sí, yo. Voy a contarte como pasó aquello. Y ve cómo sin quererlo empezaré así mi relato, ya que no por donde debiera, por donde sin duda me agrada más. Pero... vámonos antes al bosque. Me aflige ver a esas pobres gentes con el rostro tan marchito como su alma. Si hablaras con alguno de esos enfermos te conmovería, sin duda, lo raro de sus padecimientos, verdaderamente inexplicables en su mayor parte, y de que en vano quieren verse libres, poniendo en ello todo el empeño del que se siente irremisiblemente perdido. ¿Por qué no hemos de perdonarles que acudan a lo que llamamos remedios supersticiosos (que ellos tienen, sin embargo, por espirituales y santos), cuando los materiales de nada les ha servido ni nada les ha aliviado? Es natural que busque auxilio en lo alto quien siente faltarle la tierra bajo los pies. -Te muestras demasiado benigno con semejantes abusos y creencias, que desde hace tiempo debieran haber desaparecido de la tierra para siempre. Miró Luis a Pedro con cierto aire de severidad, que no pudo reprimir, y repuso: -Existe algo en el hombre de todas las edades, que no se educa ni ciñe por completo a las exigencias de la razón ni de la ciencia, así como suele sobreponerse también a todas las ignorancias y barbaries que han afligido y pueden afligir a la humanidad entera. Y este algo, es el exceso de sensibilidad y de sentimiento de que ciertos individuos se hallan dotados, y que busca su válvula de seguridad, sus ideales, su consuelo, no en lo convencional, sino en lo extraordinario, y hasta en lo imposible también. Ve, si no, a una madre de esas que han sido perfectamente educadas, y que puede decirse instruida, pero que es madre cariñosa al mismo tiempo; mírala a la cabecera de su hijo moribundo, sin esperanza de poder volverle a la vida. Acércate a ella en tan angustiosos momentos, aconséjala el mayor de los absurdos en el terreno de las supersticiones, asegurándole que si hace lo que se la ordena, su hijo recobrará la salud, y verás cómo cree en ti y se apresura a ejecutar exactamente lo que a sangre fría hubiera condenado y ridiculizado en otra cualquier mujer. Y si por casualidad su hijo volviese a la vida, aquella madre será supersticiosa en tanto exista, pese a su propia razón y a cuanto haya de más material y contrario a esa fe ciega, que así puede devolvernos la perdida tranquilidad como conducirnos por el camino de las mayores aberraciones. Hablando de esta suerte, los dos amigos se habían ido encaminando hacia el bosque por la puerta interior del claustro, hallándose bien pronto pisando un verdadero mar de hojas secas, que como lluvia dorada, caían de continuo de robles y castaños sobre la cabeza de ambos interlocutores, aumentando así a sus ojos la belleza de aquel paraje, severo como todo lo grande y plácido como todo lo agreste y hermoso. El sol atravesaba con dulce melancolía a través de las ramas medio desnudas de los gigantes álamos, y de los árboles añosos que en largas filas parecían perderse yo no sé en qué espesuras misteriosas, que la loca fantasía soñaba interminables y eternas. Los pájaros piaban mimosamente y como si cuchicheasen entre sí, mientras tendida el ala enjugaban al sol el húmedo plumaje, y las ranas cantaban sus amores sumergidas en los charcos que las lluvias habían formado en los terrenos hondos, y en los cuales se reflejaban con una limpidez y belleza indescriptibles la luz y las diversas plantas y flores silvestres que por allí se encuentran en todas las estaciones. Cuando los dos jóvenes se hallaron orillas del río que atraviesa el bosque, ya formando misteriosas cascadas al chocar contra los caídos troncos que el tiempo o el rayo han derribado, ya lagos serenos en donde se diría que las ninfas duermen y sueñan a la sombra de las más poéticas umbrías, se detuvieron silenciosos. El uno parecía contemplar como cualquier simple mortal, amante de lo bello, la campestre hermosura de cuanto le rodeaba, pero el pálido semblante del otro acababa de tomar una expresión entre mística y dolorosa. Los hermosos ojos de Luis vagaban errantes de la onda a la flor, del árbol a la nube ligera que atravesaba como huida y sola, por el azul diáfano del cielo: dijérase que buscaban algo que no se hallaba al alcance de las miradas o de la comprensión de los demás. -Luis -se atrevió a decirle Pedro desde que vio que su amigo proseguía ensimismado-, ¿no querrás sin duda dar comienzo a tu relato y hacer las prometidas confidencias...? Lo digo porque te encuentro más dispuesto a meditar que a hablar. Miróle Luis como si acabase de despertar de un sueño y contestó: -¡Ah, es verdad!, me hallaba absorto en ideas bien extrañas... y yo no sé qué voz secreta murmuraba a mi oído, ¡ahora, ahora mismo!, palabras, misteriosas de esperanza, de alegría y de temor... Sí, también temerosas, Pedro; parece que todos mis sueños, todos mis fantasmas del pasado y del porvenir, y cuantos espíritus aman mi espíritu y las flores y los pájaros, el agua y la luz, reunidos todos y tomando forma y cuerpos diversos cada uno, me decían a un tiempo cosas inteligibles... ¡Qué inmenso es el universo, Pedro... y qué pequeño el hombre en tanto se halla ligado a la carne...! Todo, mientras vive en la tierra, está vedado para él, y por más que estudia y lucha, prosiguen ocultos a sus ojos en las inmensidades que el pensamiento humano no puede medir, el principio del principio y el fin del fin. Pero allá aparece aquella pequeñuela, bregando la desventurada con las reses que guarda cuando apenas si puede guardarse a sí misma. La miseria es la que en nuestro país, sobre todo, obliga a la niña a hacer la labor de una mujer y a la mujer las labores del hombre... ¡Si hubieses conocido a la pobre Esmeralda! ¿No has oído hablar nunca de una muchacha a quien llamaban así por estos alrededores? -Nunca, y eso que el nombre no es, en verdad, común en el país. -No era éste su nombre de pila, sino simplemente un apodo; pero nadie la conocía jamás sino por Esmeralda... ¿Cómo habías tú, sin embargo, de recordarla aun cuando la hubieses visto? La flor que brota entre la maleza, pocas veces logra atraer las miradas de los que gustan de aquellas otras nacidas en los bien cultivados jardines. Yo mismo hubiera pasado al lado de aquella interesante criatura sin fijarme en sus encantos, si mi desventura no me hubiese aproximado a ella. El día que entré en el bosque, después de haber sido exorcizado por el fraile, que en este convento se ocupaba entonces (como otro lo hace ahora) en obra tan caritativa, la hablé por primera vez en una triste mañana de invierno fría y desapacible. -Pero... antes de todo... dime, porque me aguijonea la impaciencia de saberlo, ¿cómo pudiste prestarte a tan ridículas pruebas...? -Ridículas... sea; ya irás comprendiendo poco a poco. Berenice... Berenice es una mujer a quien he amado, a quien amo, a quien amaré mientras exista algo mío, una sola partícula, un solo átomo de mi ser en este mundo o en otro cualquiera. -Berenice... ¿Berenice has dicho? ¡Dios poderoso! ¡Permíteme que te interrumpa! ¡Berenice.... algo he oído de eso que no puedo recordar bien pero que ha dejado en mi ánimo una impresión harto desagradable... Sí, juraría que no me engaño. Berenice era una joven que se contaba entre las de alta alcurnia, por más que muchos pusiesen en duda la limpieza de su sangre azul, y que se juzgaba elegante por la sola razón de que vestía con inusitado lujo; que quería se la tuviera por inteligente y sensata, siendo simplemente fría y altiva; que pretendía, en fin, pasar por la más interesante y hermosa de las mujeres, y apenas si podía incluírsela en el número de las bonitas. -Estás blasfemando, Pedro -le interrumpió Luis con melancólica sonrisa. -¿Es decir, que he acertado? -prosiguió Pedro con ironía-. ¿Qué es de aquella criatura insípida, henchida de sí misma y vacía de sentimientos y casi de ideas de quien hablas, Luis...? ¿Es ella, pues, la mujer a quien dices que amas y amarás mientras vivas...? ¡Horrible, muy horrible si fuese verdad! -¡Oh, Berenice, Berenice de mi alma! ¡Qué saben ellos, profanos, lo que tú eres y vales...! ¡Cuánto hay en ti de belleza única, divina... incomprensible! Así exclamó Luis sin demostrar enojo hacia su amigo, pero con una ternura y fervor tan profundos, con tan verdadera unción y beatífico recogimiento, que Pedro, no menos asombrado que suspenso, enmudeció lleno de respeto. Después de algunos momentos de silencio, Luis prosiguió diciendo: -Yo había galanteado a varias mujeres, y aun sospechaba si en otro tiempo no había amado a alguna, pero era engaño. Sólo desde que la vi, empecé a estar triste y a conocer la fuerza de esa pasión llamada amor (que es, como si dijéramos, el principio, el germen de la vida), cuando este amor es verdadero y arraiga en el corazón alimentado por la irresistible simpatía y los fluidos misteriosos de un cuerpo que nos atrae; por las puras y ardientes aspiraciones del alma que anhela unirse a otra alma que la llama hacia sí con incontrarrestable fuerza; por los instintos naturales de la carne, y todo aquello que da a la vez gusto a los enamorados ojos, aliento al espíritu, y alas al pensamiento para remontarse al infinito, origen y fuente de ese sentimiento inmortal que nos domina. No siempre, sin embargo, o más bien dicho, muy pocas veces encuentra el hombre el ideal por que vive suspirando desde el momento en que empieza a entrever los divinos contornos del alado niño, tras del cual está destinado a correr sin descanso, mientras un átomo de juventud anime su cuerpo, ya acaso decrépito. La mayor parte de las veces, el amor toma en nuestra naturaleza el carácter de enfermedad crónica, que se revela de diversas maneras y que sufre diferentes transformaciones a medida que los años avanzan, sin que logremos calmar las inquietudes y la sed eterna de goces inmortales que en nosotros produce. Es entonces cuando malgastamos nuestras riquezas de juventud y vida, de fe, de ilusiones y de esperanzas con cada mujer que nos sale al paso, y a la cual adornamos con gracias que sólo existen en nuestra fantasía, para huir desengañados en busca de otras y otras que hemos de abandonar bien presto de la misma manera, ya doloridos y llenos de desaliento, aunque contumaces siempre en el mismo pecado, ya cada vez menos sensibles a lo ideal y más encenagados en lo impuro. ¿Pero, acaso, Pedro, tenemos la culpa de tales cosas? Vamos en busca de lo nuevo porque no nos ha satisfecho ni llenado lo que hemos ido dejando atrás; porque hay una fuerza interior que nos impele a ir más lejos, siempre más lejos, en busca de aquello a que aspiramos, de nuestra otra mitad, del complemento de nuestro ser. Muchos no aciertan con él jamás, y ruedan así despeñados de escollo en escollo hasta el fin de sus días; pero en cambio, los que como yo le han hallado, detiénense fatalmente en un punto sin que ya les sea dado avanzar un solo paso. ¿Ni para qué necesitarían ir más allá? Tal me ha sucedido a mí con Berenice, quien desde el momento en que la vi, fijó irrevocablemente mi destino. Bien ajeno de lo que iba a pasarme, fui a vivir frente por frente de su casa, cubierta por aquel entonces de enredaderas y emparrados como la gruta de una ninfa. Aquellas enredaderas eran como un símbolo que no entendí al pronto; pero no tardé en darme cuenta de lo que por mí pasaba, pues a los dos meses de haberla visto llegar y tomar posesión de aquel encantado nido, pude convencerme de que era para siempre suyo en el tiempo y en la inmensidad. En todo mi ser, en mis ideas y costumbres, operóse un cambio completo; fui otro hombre, y las gentes empezaron a mirarme de una manera extraña y llena de curiosidad cuando pasaban a mi lado. Debían trasver en mi semblante algo como un resplandor misterioso, producido por la divina llama que ardía oculta en mi seno santificándolo. Comprendí, sin embargo, que jamás sería capaz de decir a mi ídolo te amo. Esta palabra, después de todo, significaba bien poca cosa para lo que yo hubiera querido expresar y sentía dentro de mí. ¡Te amo! Esto se lo había yo repetido infinitas veces a otras mujeres, y casi me parecía una profanación tener que usar con aquella criatura semi-divina el mismo común lenguaje que con las que eran únicamente vulgares hijas de Eva. Tampoco me preguntaba a mí mismo (no podía atreverme a tanto) cómo iba a vivir así, con mi inmortal pasión, sin morir y anonadarme. Para mí había dejado de correr el tiempo, sólo existía Berenice, es decir, el universo, la eternidad, el todo concentrado en ella. Porque yo no sé cómo confundía y confundo aún su imagen y su espíritu con lo que fue, es y ha de ser, con lo que pienso, siento y veo; ella está en mí y en cuanto me rodea. Por mucho tiempo ignoré cómo la llamaban las gentes (no quería hablar de mi otra mitad a alma nacida, ni darle yo un nombre); era ella y me bastaba... Pero... ¿se había fijado en mí? ¿Habría adivinado...? No puedo explicarte ahora la especie de supersticioso temor que me embargaba el ánimo al suponer si llegaría a notar cómo mis ojos se fijaban en ella y acechaban de continuo el momento en que podrían verla, con una ansiedad y pertinacia incansable. Yo estaba casi seguro, sin embargo, de que ella nada veía ni sabía de mí, y temía instintivamente a sus miradas, como se teme al rayo y a todo aquello que es más poderoso que nosotros. La adoraba de hinojos y en silencio, la amaba a escondidas y vivía de ella sin pensar en pedirla cosa alguna. ¿Pedirla...? ¿Qué? Si era mía, si me pertenecía para siempre. ¡Pedir! Una mañana al dirigir como de costumbre mis miradas hacia su casa, vi puertas y ventanas herméticamente cerradas. El sol se oscureció de repente ante mis ojos, por más que brillase entonces con todo su esplendor; hasta que pasados los primeros momentos de sorpresa, desconcertado y aturdido, bajé precipitadamente a la calle para convencerme de que no me había engañado. Rondé en torno del desierto nido y hasta me atreví sin disimulo alguno (no era capaz de tenerle entonces) a empujar la cerrada puerta y poner mi oído sobre el hueco agujero de la llave, pero en el interior de aquella morada reinaba un silencio sepulcral. -¿A dónde se han ido? -pregunté con trémulo acento, dirigiéndome en son de reto al carpintero que vivía en la tienda de enfrente. -¿Quiénes? -me contestó con aire un tanto estúpido mientras me miraba de una manera particular. Con mi mano y mis ojos señalé hacia la casa porque la voz se me había anudado en la garganta. -¡Ah! -exclamó entonces el buen hombre bostezando-. El padre va a Madrid, y la madre y la hija al convento de Conjo a pasar una quincena. En el pueblo hace ahora demasiado calor y no se divierte la gente. Todo el mundo huye menos el que no puede, como por ejemplo le sucede a este pobre que está usted viendo. El sol brilló de nuevo radiante para mí al oír aquellas palabras, y el corazón que sentía oprimido momentos antes tornó a latir alegremente dentro de mi pecho. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, volví bruscamente la espalda al carpintero y a paso largo me encaminé hacia este lugar, como un condenado después de desprenderse de las garras de Satanás se encaminaría hacia el cielo. ¡Ah!, confieso que aquel pequeño incidente me hizo volver en mí y pensar que ella y yo no existíamos todavía unidos en lo eterno, sino que estábamos aún sujetos a las mudanzas y vaivenes humanos. Y que así como impensadamente acababan de llevármela a sitio tan cercano, pudiera muy bien haber sido allá lejos, muy lejos, y perderse para mí en cualquier paraje ignorado. ¡Cuánto me horrorizó esta idea! El tiempo estaba magnífico, era a principios de agosto, y bajo estos árboles cubiertos de espeso follaje gozábase en las horas del calor de un reposo y frescura reparadores. Pocos osan para venir a errar bajo estas umbrías, arrostrar antes de que llegue la tarde, el sol que cae a plomo sobre los campos y el camino que aquí conduce, y yo era, por lo tanto, el único dueño de esta hermosa soledad, en la cual su espíritu, cuando no ella, vinieron desde entonces a visitarme de continuo... Tres eternos días pasé sin que lograse verla, y sin poder decidirme a abandonar sino por muy breves momentos los alrededores del monasterio. A través de los árboles miraba sin cesar hacia las habitaciones, que bajo la mal segura techumbre se hallan todavía habitables, y a cada paso creía, latiéndome de placer el corazón, que iba a verla aparecer dentro del oscuro marco de alguna de esas viejas ventanas. Mas cuando al morir de cada tarde hallaba de nuevo frustrada mi esperanza, sentía una mortal congoja que en vano pretendería explicarte con mi fría palabra, y que me impedía abandonar estos lugares en los cuales se hallaba la parte más integrante de mi ser. Aquí pasé una tras otra noche errando por entre la espesura del bosque a la luz de la luna que, como dice el gran orador, me miraba desde la transparente altura, pálida como la muerte y triste como el amor ¡Oh...! ¡si supieras qué inexplicables secretos he sorprendido en el fondo de estas misteriosas frondosidades...! ¡qué cosas me han sido reveladas! No era el rumor de la brisa tal simple rumor que halaga únicamente el oído y agita con suavidad el ramaje, ni el árbol y la flor plantas que germinan, crecen y se secan para no retoñar jamás desde que han muerto, ni el agua corría fatalmente en su cauce ajena al encanto que presta a las riberas que baña, ni el peñasco que permanece inmóvil, o el guijarro que rueda impelido por ajena fuerza, eran cosas insensibles como las suponemos los hombres. Tras lentas evoluciones (en el fondo de mi alma ella era la intérprete de revelaciones semejantes), yo iba encontrando, en cuanto veía en torno mía, vida y fuerza propias, relacionadas con todo lo que siente y es inmortal. No; nada muere en el universo, nada de lo que Dios ha criado puede perecer, nada hay insensible sobre el haz de la tierra... ¡Todo vive, todo siente... el agua, la piedra, el viento... las constelaciones! Calló Luis, mientras su amigo, que le contemplaba asombrado de la prodigiosa manera con que aquél fantaseaba y del acento de verdad con que revestía sus palabras pronunciadas con apostólico ardor, que no podía menos de conmover el alma del que le oía, llegó a imaginarse a pesar suyo que cuanto le rodeaba tenía, en efecto, sentimiento y vida; creyó oír hablar a las plantas, sonreír a las flores, y dijo para sí: -Sin duda es contagioso el mal de Luis... por la manera al parecer cuerda con que afirma ser realidad y no sueño y quimera, sus extraños desvaríos. Esta breve reflexión se hizo mientras Luis, después de algunos momentos de silencio, emprendió de nuevo su difusa y singular relación diciendo: -Estoy divagando, lo conozco, y voy si puedo a concretarme a los hechos. Es lo cierto que la última de las tres noches que aquí pasé (anterior a la aurora más bella de mi vida), de tal suerte se comunicaron conmigo los espíritus de esta selva y me mostraron por medio de la luz de la luna, del perfume de la flor, del agua y de los rumores de los vientecillos, cuanto hay de grande y de eterno en el seno amoroso de la naturaleza que, cuando rayó el alba, semejante a aquel ermitaño que estuvo por espacio de siglos oyendo no sé qué cántico del cielo, yo me hallaba estático y absorto al pie de esas grandes losas que sirven de puente entre una y otra orilla del río, contemplando la sonrosada luz del alba, el agua que corría, y viendo por vez primera, a través de las cristalinas linfas, cosas sorprendentes e inexplicables en el humano lenguaje. Allá en el fondo sin fondo del diáfano espejo, al par que los altísimos robles y el espeso follaje que borda ambas riberas, reflejábanse asimismo los abismos celestes, incitándome a sepultarme en ellos por medio de tan halagadoras promesas y de atracción tan apacible y dulce que causaban vértigos. Ella, en tanto, me sonreía allá abajo, muy abajo, incorpórea, pero identificada con cuanto la rodeaba y formando parte de aquel ambiente y de aquel abismo que me atraía a su seno con melodiosos y secretos acentos... Contemplar la celeste bóveda extendiéndose sin límites sobre nuestras cabezas es grande, sin duda, y eleva el espíritu a regiones altísimas; pero verla a nuestros pies reflejándose en el húmedo espejo del agua transparente es una verdadera tentación para los que desean abandonar la tierra o ir en busca de algo que aquí no pueden hallar. ¡Oh, si uno pudiera caer tan hondo como parece mentirnos el agua traidora...! ¡Pero no hay tal mentira... se cae más hondo... más hondo todavía...! Dejemos esto, sin embargo. Hallábame yo así absorto, cuando el vuelo de un pájaro que pasó rozando sus alas con mi frente, inclinada hacia el río, me hizo levantar la cabeza estremecido por no sé qué extraña emoción. Era una lindísima urraca, la que con su ala tocara mis cabellos, yendo a beber después en la corriente pura, a algunos pasos más adelante. Por sus graciosos movimientos y por el brillo de su plumaje logró desde luego despertar mi atención, y la seguí con la mirada desde que, apagada su sed, fue a posarse en la rama de un vetusto roble. Entonces, sin cesar de mover con gracia y coquetería su pequeña cabeza, empezó a decir con pronunciación tan clara que parecía cosa de milagro o hechicería: -¡Berenice...! ¡Berenice...! Yo la escuché, sorprendido primero y con raro placer después. ¡Aquel extraño nombre sonaba tan armonioso en mi oído! «¡Berenice!, ¡Berenice!», repetía yo con el ave en tono fervoroso como el que pronuncia una oración. Y fui siguiendo maquinalmente a la parlera urraca, que, tras de caprichosos vuelos, concluyó por posarse en una de las ventanas bajas del convento, repitiendo más clara y distintamente que nunca: -¡Berenice! ¡Berenice! -¿Qué me quieres, zalamera? Aquí estoy. ¿Ya tornas de tu visita matinal al monte y al río? ¡Quién tuviera alas como tú! Era ella, ella, la que a los gritos de la urraca acababa de aparecer en la ventana. |
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