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Rosario de Acuña

"La tristeza"

Sección 3

Biografía de Rosario de Acuña en Wikipedia

 
 
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

La tristeza

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Veamos ahora qué pasó de la familia del sacristán. Honrada y buena gente en otro tiempo, el haber querido disfrutar, sin discernimiento para ello, de placeres ajenos a su estado y condición, les hizo alejarse con impremeditada vanidad de aquellos trabajos y ocupaciones a que estaban acostumbrados, y aunque sin fortuna ni mucho menos, el sacristán, su mujer y su hija pasaban la vida a modo de señores, usando trajes impropios de su clase, engolfados en lecturas ajenas a su condición y a su inteligencia, y siempre soñando con grandes tesoros, carrozas, pajes, escuderos y demás servicios de los poderosos. Abandonadas sus heredades, vendidos sus ganados, malamente cumplidas sus obligaciones en la iglesia y con el padre capellán, podía decirse que no conservaban de sus antiguas cualidades más que el respeto a Dios y el cumplimiento de la caridad, pues hacían algunas limosnas, consolaban a los desgraciados y repartían entre los niños de los más pobres sus ropas de desecho. Así las cosas, hallábanse una noche, poco después del toque de ánimas, haciendo planes sobre lo porvenir, si la fortuna les favoreciera con algún tesoro, cuando el sacristán le dijo a su mujer que aquel día cumplía el último plazo de los dineros que pidió en la ciudad, tomados sobre muchas mensualidades de sus derechos de sacristía, y que de no darlos, el escándalo sería mayúsculo, porque el judío prestamista sería capaz de venir al pueblo a reclamar contra ellos; con esto y con pensar en lo bien que les vendría comprar las ruinas del recién demolido castillo, fundando sobre ellas los cimientos de una nueva grandeza, dieron en una profunda melancolía; acuéstase mustio y pensativo el sacristán, suspirando tristemente su mujer, y maldiciendo de la suerte que tal cuna le dio la doncella, hija de ambos; y acaso, por la primera vez, la tristeza se presentó en aquella morada, antes risueña y tranquila como el nido de un pájaro; en pos de aquella sombra de pena, de aquella congoja indefinible por el bien perdido y la dicha no encontrada, en pos de aquel hastío, de aquel horror de sí mismos que sentían al comparar su existencia presente con la del pasado, y con la vida de los demás habitantes del pueblo, confiados, alegres, libres de preocupaciones dañosas, y cuidadosos únicamente de su cotidiano trabajo, de sus campos, cosechas y ganados; al sentir el aguijón de la pena sin consuelo, como pena por sus pasiones acarreada, invadiendo en amargura profunda su atribulado espíritu, acudió a su lado la envidia, la soberbia, el orgullo bastardo de los malos pensamientos, y de escalón en escalón, sumidos por la tristeza en un caos de sombra y de dudas, dieron de lleno en los abismos más horrendos del mal; a fuerza de combinar los malos deseos y peores intenciones, cayo el sacristán en la cuenta de cómo podría salir de sus apuros y atender a sus necesidades siempre crecientes, a más de formarse, andando el tiempo, una gran fortuna.

Levantose muy de callada, cogió las llaves de la sacristía, y sin despertar a su mujer, que soñaba en voz alta como si diera órdenes a servidores suyos, se metió de rondón en la iglesia por la puertecilla que comunicaba con su morada; sin vacilar ni mucho menos, llégase a la sacristía, abrió con segura mano, y después de encendido un cabo de vela, el armario donde se guardaban las alhajas de la patrona del lugar, imagen muy venerada de príncipes y magnates, y cogiendo una de las riquísimas coronas que poseía, regalo de su más encumbrado devoto, hizo saltar con la punta del cuchillo uno de los diamantes que la adornaba; la retiró después a distancia regular, convenciéndose de que el brillo y abundancia de las piedras disimulaba el hueco de la robada, y cerrando el estante, apagando la luz y tornando a su casa, llamó a su mujer y a la moza, ordenándolas le hiciesen el hatillo, porque al amanecer contaba salir para la ciudad; así fue en efecto.

Al retorno de su viaje vació sobre la mesa un saco de oro, cuyo brillo deslumbró a su mujer, que a fuerza de preguntas, logró aquella noche descubrir la verdad del caso; vendido el diamante al mismo judío prestamista y pagada la deuda, volvió el sacristán a su hogar trayendo aquel oro y otro diamante de igual tamaño y brillo, pero de ordinario cristal, con ánimo de que fuera colocado en el sitio del verdadero. Esto había sucedido, y la mujer, al oír la relación, lejos de amonestar a su marido, llevándolo con sus consejos o súplicas hacia el buen camino, como veía entre sus manos el oro deslumbrante que tantos placeres le ofrecía, se conformó en un todo con lo realizado por el sacristán, pensando únicamente en colocar en sitio seguro aquel tesoro.

Por temor a que se adivinara su riqueza, desde aquel día no volvieron a dar una limosna ni hacer una caridad, amenguando el gasto de su casa y reduciéndose a un mediano vivir, si bien de vez en cuando pasaban algunos días en la ciudad, donde derrochaban grandemente, logrando cautivar la atención del vulgo con el lujo de sus trajes y el brillo de sus joyas. Pasó tiempo, y todas las piedras preciosas de la corona de la Virgen fueron una tras otra sustituidas por pedazos de vidrios; la última de ellas había sido ya vendida, cuando una noche llamaron al capellán para que ayudase a bien morir a un riquísimo pechero de una próxima granja o caserío; acudió el cura, acompañado del sacristán como era costumbre en tales casos, y después de preparado a morir el enfermo, le entregó al confesor un cofrecillo de hierro con el encargo de que así que muriera, todo cuanto en él se encontrase fuera para los pobres de la comarca, fundándose una casa de amparo donde los niños huérfanos y los ancianos desvalidos encontrasen refugio, educación y alimentos; cerráronse los ojos del moribundo a poco más de la media noche, y emprendieron el camino de la aldea el cura y el sacristán; no bien llegados, el cura, que tenía gran confianza en su acompañante, pues siempre había dado pruebas de intachable probidad y religiosos sentimientos, le entregó el cofrecillo para que lo colocase entre las joyas de la Virgen, con ánimo de cumplir la voluntad del muerto en el siguiente día. Llevó el sacristán el tesoro al conocido armario, esperó a que el capellán se recogiera y a que la iglesia volviese al reposo de la noche, y con las mismas mañas de siempre, bajó a la sacristía, abrió el cofrecillo, cuyo contenido conocía por haber escuchado solapadamente la confesión del pechero, y saber por lo tanto el secreto para abrir la caja, y a poco más se queda sin sentido al ver la abundancia de diamantes, perlas y rubíes que saltaban dentro de aquella arquita; gruesas barras de oro servían como de lecho a tal multitud de piedras preciosas, entre las que había una perla de un tamaño fabuloso; llenose el sacristán los bolsillos de aquellas riquezas, cogió cuatro o seis barras de oro, sin olvidar la perla más gruesa, y cuando apenas quedaba en el cofre la cuarta parte de lo que en un principio contenía, lo cerró cuidadosamente, y dejándolo todo en su lugar, se fue, loco de alegría, a contar la hazaña a su digna consorte.

Primero había sido ladrón sacrílego; después había despojado de su herencia a los pobres, robándoles miserablemente; sus creencias, su religiosidad, el santo temor de Dios que había conservado aun a través de sus más pervertidas costumbres, todo lo había olvidado completamente; y el amor al prójimo, la caridad hacia los desgraciados, hacia los niños y los ancianos, también la había desterrado de su corazón, y no solamente no la ejercía, sino que de igual modo que quitaba los diamantes a la corona de su patrona, a quien tanto amaba en otro tiempo, despojaba a los pobres de su limosna.

Precipitado en un abismo sin fondo, sin poseer ya ninguna virtud que le pudiera salvar en la hora de la justicia, lo que era de esperar sucedió. La gruesa perla robada a los tesoros del pechero fue conocida cuando quiso venderla; de averiguación en averiguación penetró la justicia en el misterio de su vida, y por si alguna duda quedaba de su culpabilidad, se disipó bien claramente el día de la fiesta de la aldea: al adornar a la Virgen como todos los años, fueron a colocar en su cabeza la corona de diamantes, y en el mismo instante en que se la ciñeron a la santa imagen, saltaron las piedras preciosas que la adornaban, quedando convertidas en negros carbones, y formando a las plantas de la Virgen, con sombríos caracteres, el nombre del sacristán. Todo se descubrió; entregado al brazo de la justicia, y convicto y confeso como sacrílego y ladrón, fue ahorcado en medio de la plaza de la aldea; desterrada su mujer, a poco tiempo murió de hambre y miseria debajo del roble donde los grajos se comieron el cadáver de su marido; y la hija de ambos, refugiada en la ciudad después de quedar huérfana, llegó a ser, gracias a su belleza y descaro, una de las más famosas cortesanas, muerta, después de una desvalida vejez, en las gradas de un templo donde pedía limosna.»

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