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Sección 2
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Biografía de Rosario de Acuña en Wikipedia | |
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor |
La tristeza |
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Fuese el tío Roque a su choza haciéndose cruces de lo que había oído, y algo temeroso de que aquella mujer fuese más bien espíritu que criatura humana, y por no dar que reír a los del pueblo, que acaso le supondrían ya chocheando si les contaba lo sucedido, se calló como un muerto, y a nadie dijo una palabra de su encuentro ni habló con nadie de la forastera. Pasaron algunos días, y comenzó a verse en el castillo un movimiento desusado; caballos y peones, armados completamente; pajes y escuderos y demás gentes de armas de la casa del conde, comenzaron a desfilar, en aparato y son de guerra, por el camino que conducía a la ciudad, cerrando la comitiva el mismo conde con sus tres hijos, donceles llenos de vigor y de juventud, armados todos con soberbias cotas, empavonadas rodelas y dorados cascos, y cubiertos los briosos corceles de gualdrapas de tisú y arneses de hierro; viose entonces a la condesa, desde la torre más alta del castillo, hacer señales de despedida a su esposo e hijos, rodeada de sus guardias, pajes y maestresalas, dando a la vez órdenes al alcalde para levantar los puentes, abrir las compuertas de los fosos, izar en la torre del homenaje la bandera señorial, y nombrar la guardia diurna y nocturna de la fortaleza, con lo cual se veía claramente, que si el conde marchaba en son de guerra, en pie de defensa quedaba la condesa. He aquí lo que había sucedido. Pintados con exactitud por el tío Roque los dueños del castillo, apenas existían más que para la vida de la orgía y del placer, siendo ésta la causa de que sus pingües rentas y soberbios dominios fueran consumidos con increíble rapidez; llegó un día, poco más o menos correspondiente a la fecha en que la misteriosa mujer llegó al lugar, en el cual, después de un banquete suntuoso, donde juglares, adivinos y trovadores habían agotado su saber en honor de sus comensales, sin causa conocida cayeron los condes en una profunda melancolía, comentando tristemente la orden dimanada del soberano mandándoles disponer quinientos peones para una próxima guerra, siendo tal su preocupación que les hizo suspender la brillante fiesta. Retirados a su aposento, y uno enfrente del otro, empezaron a quejarse de los exhausto de sus arcas y de la exigencia de su rey; poco a poco, por derivación lógica, la soberbia se aposentó en aquellos seres, roídos ya por la tristeza, y sobre todo la envidia, esa tristeza del bien ajeno, que tritura lentamente el corazón y envenena la existencia, se fue enseñoreando de los condes hasta el punto que aquella misma noche determinaron, no solamente negar al soberano el tributo de sus huestes, sino alzarse en contra suya e ir a retarle a su misma ciudad, para lo cual hasta se enajenarían las preseas y joyas de la condesa; y dicho y hecho: de allí a pocos días salió el conde y sus hijos, alzados en rebelión, a sorprender al confiado soberano, ínterin quedaba el castillo en disposición de resistir un largo asedio. Placeres, fiestas, lujo, ostentación, todo desapareció como el humo de la mansión señorial: y como la traición y la villanía no pueden dar paz ni sosiego, y además la tristeza, nacida del hastío de una vida inútil, malgastada y odiosa, les había mordido el alma, de aquí que sus semblantes pálidos y macilentos, los suspiros involuntarios que exhalaban, y el malestar en que se veían, les daban el aspecto, no de poderosos y temidos señores, sino de infelices y míseras criaturas. Perdida ya la única condición honrosa y respetable que poseían, que era la fidelidad hacia sus reyes, y arrojados al fondo de las últimas iniquidades por el influjo maldito de la tristeza, nada tiene de extraño que de allí a poco tiempo, pobres, errantes, perseguidos, vilipendiados por sus mismos vasallos a quienes el rey relevó de rendirles homenaje, y huyendo por entre breñas y matorrales de la justicia soberana, que había puesto precio a sus cabezas, sufrieron horrorosa muerte, pues el cadáver del conde se encontró medio devorado por los lobos; a la condesa helada sobre un ventisquero, y a sus tres hijos ahogados en las playas cantábricas, en cuyo mar zozobró la barca donde intentaron salvarse de los reales decretos. El castillo arrasado por orden soberana, y arrojados al mar escudo señorial, sus pedreros, municiones y mueblaje, fue desde entonces nido de búhos y semilleros de consejas, y hasta el apellido ilustre de los condes se borró del libro de la heráldica. |
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