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Rosario de Acuña

"La tristeza"

Sección 1

Biografía de Rosario de Acuña en Wikipedia

 
 
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

La tristeza

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Hace muchos años que en una aldea pobre y miserable de las montañas cantábricas sucedió lo que voy a contar; misteriosos signos de un antiguo pergamino, traducidos por un viejecito del lugar, me hicieron conocer el suceso, que, si no en aquella aldea, puede colocarse en cualquiera otra parte pues para el caso es igual; de este modo dice la crónica:

«Acababa la gente del lugar de cerrar con una alegre danza las fiestas de la vendimia, cuando repararon en una mujer forastera en el pueblo, cuyo aspecto miserable y abatido contrastaba con el alegre conjunto del vecindario. Alta, escuálida, medio cubierta de andrajos, de edad indefinible y ojos penetrantes, atraía las miradas de todos los aldeanos, que poco a poco, y volviéndose de cuando en cuando para mirarla, fueron desfilando por entre el laberinto de sus pobres chozas. Quedose solamente en la plaza el tío Roque, viejo marrullero dado a cuentas de brujas y a trasnochadas leyendas; muy amigo de todas las mozas del pueblo por su buen humor, franca alegría y estrambóticos consejos, y vividor incansable sobre los bienes del prójimo, pues de todas partes sacaba ración; bien es verdad que su edad y muchos achaques que le agobiaban, le impedían todo trabajo, al que allá en sus mocedades dicen que le tenía gran afición. Acercase lentamente el acabado anciano a la forastera, que estaba sentada bajo la sombra de un hermoso roble, y cuando ya le quedaba poco para llegar la saludó humildemente quitándose el raído e informe casquete que le cubría malamente los cuatro mechones de lino que brotaban de su cabeza; contestó la interpelada con una sonrisa indefinible, y sin esperar la pregunta que ya se veía brotar de los labios del tío Roque, le dijo:

–Usted, buen viejo, como tal y como bachiller del lugar, podrá darme razón de lo que busco, que para encontrarlo hice un viaje más largo que todo lo que pudiera imaginar el más avisado pueblo. Es el caso que yo soy de un país donde no se ve otra luz que la de un fuego vivo y consumidor, en el que tenemos por rey un poderoso señor, al cual le sirven millones de vasallos, y cuyos tesoros, aunque le cause asombro el oírlo, no se cuentan por monedas ni por oro, plata o piedras preciosas, sino por hombres y mujeres; es decir, es tanto más rico cuanto mayor número de súbditos tiene. Hace ya algunos años que, por orden especial de este soberano mío a quien es forzosos acatar, salí a recorrer la tierra con encargo de reclutar gente para el servicio de mi señor, el cual es por naturaleza ambicioso, y como su fortuna la cuenta por criaturas, quiere ver de aumentarla a todo trance, hoy he llegado a este lugarejo, después de enviarle la última remesa de voluntarios de otros pueblos del mundo, y quiero informarme por usted de aquellos vecinos de la localidad que estén mejor dispuestos a emprender el viaje; empiece pues, la relación de los que moran en el pueblo, y cuente con no engañarme, porque donde me ve, puedo mucho, y aunque usted, pobre viejo, tullido, mísero y sin amparo, poco se le puede importar el daño que le haga, no creo que sea tan necio que por negarme un pequeño favor se exponga a mí cólera.

Callose la mujer, y se quedó el tío Roque con un palmo de boca abierta al oír aquello del país donde no había más luz que la del fuego, lo de que hacía años andaba por la tierra reclutando gente, y las demás razones y noticias asombrosas y fuera de lo natural que acababa de contarle la forastera; pero como el tío Roque, además de viejo, pobre y abandonado, era curioso, entrometido y perspicaz, venciese como pudo, y más por oír nuevas explicaciones que por dar las que se le pedían, entabló con la demandante un diálogo parecido.

–¿Y cómo demonios he de saber yo quién de los del lugar está dispuesto a seguir a usted a ese reino tan maravilloso?

–Dígame solamente qué familias hay en la aldea, de lo que se ocupan, del modo que viven, y con esto ya veré yo quién esta mejor dispuesto a seguirme.

–Pues en cuanto a familias, solo hay ocho o diez, que la aldea, como ve usted, es bien pequeña; y en cuanto a ocupaciones, casi todas ellas se ocupan del laboreo de cuatro terrones robados a la maleza y al bosque de estas ásperas montañas; en apacentar algunos ganados y en divertirse grandemente cuando la recolección de la castaña o de la uva.

–Todo eso está muy bien; pero entre todas esas familias las habrá con más o menos apego al trabajo, con mayor o menor riqueza y con otras infinitas condiciones que necesito saber para mis fines.

–Pues no señora, está usted equivocada; casi todos los de la aldea derivan de un mismo tronco, es decir, son hijos de unos mismos padres, y casi todos son trabajadores y pobres por igualdad de partes.

Casi todos, ha dicho usted, buen hombre, pues luego es señal de que no lo son todos.

Ráscase el tío Roque sus dos orejas, como dando a conocer que se había dejado pillar por sus habladurías, pero un si no es temeroso, y con algo del malestar que sentía desde que entabló su conversación con la extraña huéspeda, se apresuró a dar razón de su descuido.

–Casi todos dije, porque en efecto, no todos los del pueblo tienen la mismísima igualdad de condición ni de costumbres; la familia del sacristán, pongo por caso, desde que estuvo en la ciudad más principal de estas comarcas, que por cierto dicen que es una maravilla, se volvieron huraños, estirados y presumidos hasta el punto de que ni la sacristana ni su hija volvieron a recoger leña para el hogar en el monte vecino, ni se las ha vuelto a encontrar en el pedacillo de tierra que tienen, ni alayando ni cortando los helechos; llaman ordinarias a las demás del pueblo porque tienen las manos ásperas y callosas, y en cuanto al sacristán, ha tomado a jornal un muchachuelo porque llama oficio degradante a tirar de la cuerda de la campana.

–Vamos, ¿ve usted, buen hombre, cómo no todos los de la aldea comulgan en los mismos altares?

–Pero aunque algo perezosos y ensoberbecidos los sacristanes, no crea usted que son mala gente, nada de eso: temerosos de Dios y de sus leyes, hacen limosna de cuando en cuando; a mí mismo me suelen dar alguna que otra sobra de su mesa, y nadie tiene que decir de ellos una palabra, porque en último caso, si no labran las tierras, ni cuidan de sus heredades, ni hacen las faenas propias de su estado y condición, para ellos será el mal, que no para nadie, y porque no les hará falta será por lo que no trabajen.

–Y dígame, aquel altísimo castillo que sobre aquella roca se asienta, ¿de quién es?

–¡Ah, buena mujer! ¡Dios la libre de acudir por aquellos lugares! Ese castillo es de un poderoso conde que pasa gran parte del año en la ciudad, y que solo viene aquí a continuar su vida de placeres y maldades.

–Cuente, cuénteme, buen hombre, lo que del castellano se dice.

–Pues ya lo he dicho; es un señor, casado con altísima dama, padre de tres hermanos donceles, todos ellos émulos del autor de sus días en lo turbulentos y desalmados, se entiende para con sus vasallos y servidores, pues a lo que parece, los condes son fieles súbditos de su rey y pagan con religiosidad sus tributos y mesnadas; la condesa tiene mejor condición que su marido, pero ambos son los tiranos de nuestros lugares y jamás, nunca, se les ha visto hacer una caridad ni remediar un daño, que siempre suele ser causado por ellos.

–¿De modo que sus ocupaciones son únicamente divertirse?

–Justo; en eso mismo pasan el tiempo que permanecen en su castillo.

–¿Pero al menos será una familia sabia, entendida en las ciencias que no están al alcance de los míseros villanos? ¿Al menos con sus luces y entendimiento ilustrarán al que se acerque a consultarlos, y darán ejemplo en la comarca de grandes conocimientos?

–¡Ja…ja!... –contestó el tío Roque al oír la relación de la forastera– ¡Conocimientos, sabiduría! ¿Qué han de entender ellos, buena mujer, si no saben descifrar un pergamino antiguo ni moderno, ni tampoco se cuidaron nunca de aprender? Tienen gente asalariada para que les cure sus enfermedades, para que les adivine sus destinos, para que les cante romances y trovas, para que les descifre jeroglíficos y órdenes de su soberano, y no tienen más sabiduría ni conocen otra cosa, aparte de sus telas, adornos y armaduras, que las guaridas de los osos, los abrevaderos de los lobos y los peñascos donde anidan las gaviotas y reposan las becadas y los patos silvestres. Los condes y sus hijos no se ocupan de otra cosa que en ir a la guerra, divertirse o imponer gabelas a sus vasallos y feudos.

–Es decir, que se parecen a la familia del sacristán; los unos pobres y miserables, los otros ricos y poderosos, han convertido sus hogares en centros de pereza, de vanidad y de soberbia.

–Poco más o menos, así viene a suceder.

–Vaya, pues ya sé que cuento en la aldea con algunos voluntarios para el reino de mi señor.

–Pero dígame, y perdone mi curiosidad, ¿Cómo demonios se compone usted para arrebatar a esas gentes de sus lugares, de sus costumbres, de entre los suyos, en una palabra, y trasportarlos a esa maravillosa nación de que nunca he oído hablar, y eso que soy muy viejo y he preguntado mucho en el mundo?

–¿Y quién le ha dicho a usted que yo arrebato a la gente y  la trasporto como robada? Los que me siguen, repito que es voluntariamente; yo les hablo, les expongo mis razones, teniendo cuidado antes de informarme, como ahora lo hice, de su condición y estado; les arguyo con eficacísimos argumentos, y siempre, convencidos por mis hábiles conclusiones, se entregan completamente a mi señor, inscribiéndose en sus imborrables registros… Con que ya que en este lugar me ha caído que hacer, quede en paz el buen viejo, y antes de que me vaya nos volveremos a ver, aunque será desde lejos, porque desde hoy, cuantos me hablen de cerca, o de cerca me miren, corren el riesgo de seguirme y no quiero, a quien tan bien me ha informado, pagarle malamente.

Con esto se levantó la extraordinaria interlocutora del tío Roque, y arrebujándose en sus desgarrados vestidos, tomó la senda que conducía al castillo, sin duda para comenzar su obra por los que, más obligados a ser ejemplares, eran el peor ejemplo de la comarca.

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