AlbaLearning - Audiolibros y Libros - Learn Spanish

| HOME | AUDIOLIBROS | AMOR | ERÓTICA | HUMOR | INFANTIL | MISTERIO | POESÍA | NO FICCIÓN | BILINGUAL | VIDEOLIBROS | NOVEDADES |

Alphonse Daudet en AlbaLearning

Alphonse Daudet

"El abanderado"

Biografía de Alphonse Daudet en Wikipedia

 
 
[ Descargar archivo mp3 ]
 
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
El abanderado
OBRAS DEL AUTOR
Español
El abanderado
El elixir del Padre Gaucher
El hombre de la sesera de oro
El niño espía
El nuevo maestro
La Arlesiana
Las hadas de Francia
Las tres misas
Las naranjas
Francés
Le Porte-Drapeau
L'élixir du Père Gaucher
L'homme à la cervelle d'or
L'enfant espion
Le nouveau maître
L'Arlésienne
Les trois messes basses
Les trois messes basses
Les oranges
 
Bilingüe
El nuevo maestro - Le nouveau maître
Las hadas - Les fées
Las tres misas - Les trois messes
 

ESCRITORES FRANCESES

Alphonse Daudet
Alejandro Dumas
Alejandro Dumas (hijo)
Alfred de Musset
Antoine de Saint Exupéry
Anatole France
Arthur Rimbaud
Auguste Villiers de L'Isle-Adam
Camille Mauclair (Séverin Faust)
Catulle Mendes
Charles Baudelaire
Charles Nodier
Charles Perrault
Colette, Sidonie Gabrielle
Émile Zola
E. M. Laumann
François de la Rochefoucauld
Frédéric Mistral
Gaston de Pawlowski
George Sand
Gustave Flaubert
Honoré de Balzac
Hugues Rebell
Jean-Baptiste Alphonse Karr
Jean Bertheroy
Jean de la Fontaine
Jean Richepin
Jules Renard
Guillaume Apollinaire
Guy de Maupassant
Léon Hennique
Marqués de Sade
Marcel Prévost
Paul Bonnetain
Pierre Loti
Remy de Gourmont
René Descartes
René Maizeroy
Reverdy, Pierre
Sully Prudhomme
Théophile Gautier
Verne, Julio
Victor Hugo
Voltaire

 

LE PUEDE INTERESAR
Cuentos Infantiles y Juveniles
Textos Bilingües
 

I.

El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de la vía férrea, sirviendo de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en frente, bajo el bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban de gritar: "¡acostaos!" pero ningún soldado quería obedecer y el fiero regimiento seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran horizonte de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella masa de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la humareda confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo raso en el primer torbellino de un huracán formidable.

El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en donde no se oía sino la crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las gábatas rodando entre la fosa y las balas que vibraban eternamente de un extremo a otro del campo de batalla, como las cuerdas tendidas de un instrumento siniestro y retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba sobre las cabezas, agitándose al viento de la metralla, perdíase entre el humo; y una voz grave y fiera, hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: "A la bandera, hijos míos, a la bandera"... Entonces un oficial, vago como una sombra, ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.

Veintidós veces había caído... Veintidós veces su asta, tibia aún, fue heredada de la mano de un moribundo por un valiente que volvía a levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento -un puñado de hombres apenas- se batió lentamente en retirada, aquel pabellón ya no era sino un andrajo glorioso en manos del sargento Hormus, vigésimo tercio abanderado de la jornada.

II.

El tal sargento Hormus era un viejo tonto que casi no sabía ni escribir su nombre y que había empleado veinte años en ganar los galones que adornaban la manga de su casaca. Todas las miserias del expósito y todos los atontamientos del cuartel se reflejaban en su frente baja, en su espalda abovedada por el saco, en su rostro inconsciente de soldado humilde. Además tenía el defecto de ser algo tartamudo; mas para ser abanderado no se necesita gran elocuencia y la misma tarde de la batalla su coronel le dijo; "Tú tienes la bandera, mi bravo sargento; guárdala." Y sobre su viejo uniforme de campaña, bien pasado ya a causa de la lluvia y el fuego, la cantinera sobrecosió al instante, une cordoncillo dorado de subteniente.

Ese orgullo, único en su vida de humildad, irguió el cuerpo del viejo militar; y la costumbre de caminar encorvado, con los ojos bajos, se cambió desde entonces en el hábito de marchar orgullosamente, con la mirada en alto para ver flotar el fragmento de tela que se mantenía en sus manos, siempre derecho, siempre fiero, por encima de la muerte, por encima de la traición y por encima de la derrota.

Nadie ha visto, en época alguna, un hombre tan dichoso como Hormus, cuando en los días de batalla tenía el asta entre las manos afirmándola en su estuche de cuero negro. Ni hablaba ni se movía; y serio como un sacerdote, tenía el aspecto de guardar una cosa sagrada. Toda su vida, y toda su fuerza estaban concentradas en esos dedos que se crispaban al rededor de un harapo glorioso sobre el cual rodaban las balas. Sus ojos llenos de fiereza, miraban de frente a los prusianos, y parecían decir: "Atreveos pues; tratad siquiera de venir a robármela!..."

Pero nadie, ni aun la misma muerte, lo intentaba. Después de Borny, después de Gravelotte, después de las batallas más terribles, la bandera continuaba su camino, deshecha, agujereada, transparente, llena de heridas; mas era siempre el viejo Hormus quien la llevaba.

III.

Después... llegó septiembre, el ejército en Metz, el bloqueo, y esa larga parada en el fango donde rodaban los cañones sin dirección y donde las primeras tropas del mundo desmoralizábanse por el ocio y por la falta de víveres y de noticias, muriendo de fiebre y de fastidio al pie de sus fusiles.

Ni los jefes ni los soldados creían ya en cosa alguna; solo Hormus guardaba aún la confianza. Su harapo tricolor le hacía creer en todo; y mientras él lo sentía a su lado, estaba seguro de que nada se había perdido. Desgraciadamente, como ya nadie se batía, el coronel guardaba las banderas en su casa misma, en un barrio de Metz; y el bravo subteniente vivía como una madre que tuviese a su hijo en nodriza, pensando en él sin cesar. Cuando el fastidio lo atormentaba, hacía un viaje a Metz, de donde regresaba contento después de mirar su bandera siempre en el mismo sitio, siempre tranquila, siempre recostada majestuosamente contra el muro. Esos viajes que él verificaba en una sola jornada, hacían nacer en su alma el valor y la paciencia; hacíanle sonar con campos de batalla, con marchas gloriosas y con las grandes enseñas tricolores flotando a lo lejos sobre las trincheras prusianas...

La orden del día del mariscal Bazaine, hizo rodar por tierra las bellas ilusiones. Una mañana, Hormus vio, al despertarse, mucha agitación en el campamento. Los soldados, reuniéndose en grupos, murmuraban, animándose y excitándose con gritos de rabia; levantando los puños hacia un punto de la ciudad como si sus cóleras designasen a un culpable... "Atrapadle!... Fusilémosle..." Y los oficiales guardaban silencio, apartándose del bullicio, avergonzados... avergonzados de haber leído a cincuenta mil valientes, bien armados aún, aún vigorosos, la orden del mariscal que los entregaba sin combate al enemigo...

-¿Y las banderas? -preguntó Hormus palideciendo... Las banderas también habían sido entregadas con los fusiles, con el resto de los equipajes, con todo...

- ¡Ra... Ra... Rayo de Dios!... -balbuceó el pobre hombre- ..."En todo caso aún no tendrán la mía...

Y, ligero como una bala, se echó a correr hacia la ciudad.

IV.

También en Metz la animación era inmensa. Los guardias nacionales, los guardias móviles y los burgueses, se agitaban gritando; las diputaciones recorrían las calles vibrantes y precisadas, dirigiéndose a la casa del mariscal. -Hormus no veía nada, no oía una palabra; hablando consigo mismo, subía a grandes pasos la calle del Faubourg.

-¡Robarme mi bandera!... Pues no faltaba más!... ¡Acaso es posible robar una bandera!... ¡Acaso tienen derecho!... Si les quiere dar algo a los prusianos que les dé lo suyo... sus carrozas doradas, su vajilla magnífica traída de Méjico... Pero mi pabellón... El pabellón es mío... El pabellón es mi dicha, mi fortuna... ¡Y yo prohibo terminantemente que lo toquen!

Todas estas frases incompletas, estaban cortadas por la marcha y por la tartamudez. Pero en el fondo él tenía su idea: una idea bien firme, bien precisa: tomar la bandera, llevarla flotante al seno del regimiento y pasar luego sobre el vientre de los prusianos con todos los que quisieran seguirle.

Cuando llegó al fin de su camino, ni siquiera le dejaron entrar. El coronel, furioso también, no quería recibir a nadie... Pero el viejo Hormus no entendía así el asunto y jurando, gritando y empujando al plantón: "Mi bandera -decía-, dadme mi bandera...!"

Al fin se abrió una ventana:

-¿Eres tú, Hormus?

-Sí, mi coronel, yo...

-Todos los pabellones están en el Arsenal..., no tienes necesidad sino de presentarte ahí para que te den un recibo...

-Un recibo?... Para qué?...

-Es la orden del mariscal...

-Pero... coronel...

-¡Déjame en paz!... Y la ventana se cerró...

El viejo Hormus vaciló como si estuviese borracho y repitió entre dientes:

-¡Un recibo!... Un recibo!...

Al fin púsose en marcha por segunda vez, no pensando sino en que su bandera estaba en el Arsenal y que era necesario volverla a ver, costara lo que costara.

V.

Las puertas del Arsenal estaban completamente abiertas para dejar el paso libre a los carros prusianos que esperaban su cargamento en el patio inmenso. Hormus sintió, al entrar, que un escalofrío agitaba sus nervios. Todos los demás abanderados, cincuenta o sesenta oficiales silenciosos e indignados, estaban allí... Y todos aquellos hombres tristes, con las cabezas desnudas, agrupándose detrás de los enprmes carros sombríos, daban a la escena un aspecto de entierro. La lluvia aumentaba la emoción de tristeza...

Los pabellones del ejército de Bazaine estaban amontonados en un rincón, confundiéndose sobre el suelo fangoso. Nada más terrible que el espectáculo de esos fragmentos de rica seda, pedazos de franjas de oro y de astas trabajados, arreos gloriosos echados por tierra y manchados de lluvia y de lodo. -Un oficial de administración los iba cogiendo, uno por uno; y al nombre de su regimiento, pronunciado en alta voz, cada abanderado se acercaba para recoger un recibo. Derechos e impasibles, dos oficiales prusianos vigilaban el cargamento.

¡Y vosotros os ibais así ¡oh santos jirones gloriosos! desplegando vuestros agujeros y barriendo tristemente la tierra, como banda de pájaros que tuviesen las alas rotas!... ¡Vosotros os ibais con la vergüenza de las grandes cosas humilladas... y cada uno de vosotros se llevaba un pedazo de la Francia!... El sol de las largas jornadas dejó su sello entre vuestras arrugas marchitas... Vosotros guardáis, en las marcas de las balas, el recuerdo de muchos héroes desconocidos que cayeron muertos, al azar, bajo vuestras franjas tricolores!.....

-Ya llegó tu turno, Hormus... Ahí te llaman... Vea buscar tu recibo...

Se trataba de un recibo cuando una bandera francesa, la más bella, la más mutilada, la suya estaba delante de sus ojos?... El viejo sargento se figuraba estar aún allá arriba, de pie sobre el repecho de la vía férrea... Su ilusión le hacía oír de nuevo el canto de las balas, el ruido de las gábatas que rodaban y la voz robusta del coronel: "A la bandera, hijos míos, a la bandera"... Luego, sus veintidós camaradas muertos y él, vigésimo tercio abanderado, precipitándose a su vez para levantar y sostener el pobre pabellón que vacilaba falto de brazo... ¡Ah! ese día había jurado defenderlo, guardarlo hasta la muerte... Y ahora...

Sólo de pensarlo, toda la sangre del corazón le subía a la cabeza... Ebrio, sin sentido, lanzóse sobre el oficial prusiano arrancándole su enseña idolatrada, para agitarla de nuevo entre sus manos, para levantarla aún, bien alta, bien recta y para gritar: - "A la ban....." Pero su grito fue cortado entre su garganta... y sintió temblar el asta, que se escapaba de sus manos... En ese aire malsano, en ese aire de muerte que pesa terriblemente sobre las ciudades rendidas, la bandera no podía flotar... Nada de orgulloso, nada de fiero podía vivir ahí... Y el viejo Hormus cayó fulminado...

 

Alphonse Daudet (1840-1897)


Cuentos escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos. París: Garnier Hermanos, Libreros-Editores 1893. Traducción española de Enrique Gómez Carrillo

Inicio
  Obra en Francés  
 

Índice del Autor

Misterio y terror

Bilingües

 
 
 

¡Nuevos cada día!

NOvedades en AlbaLearning - Nuevos audiolibros cada día


De actualidad
Cuentos de Navidad *
Misterio y terror *
Literatura erótica para adultos. Guentos galantes. *
Cuentos de amor y desamor para San Valentín *
Colección de Poemas *

Fábulas *
Biografías Breves *
Pensamientos, Máximas y Aforismos *
Especiales
Santa Teresa de Jesús
Cervantes
Shakespeare
Rubén Darío
Emilia Pardo Bazán
Federico García Lorca
Julia de Asensi
Carmen de Burgos
 
Especial
"Los huesos del abuelo" de Carmen de Burgos
"D. Jeckill y Mr Hyde" de R. Louis Stevenson
"El diablo desinteresado" de Amado Nervo
"La casa de Bernarda Alba" de F. García Lorca
AUTORES RECOMENDADOS
Don Quijote - Novelas Ejemplares - Auidiolibro y Libro Gratis en AlbaLearning William Shakespeare - IV Centenario - Audiolibro y Libro Gratis en AlbaLearning Especial de Rubén Darío en AlbaLearning - Centenario Especial Amado Nervo Especial de Emilia Pardo Bazán en AlbaLearning - Centenario Federico García Lorca Carmen de Burgos (Colombine) - Audiolibros y Libros Gratis en AlbaLearning
 
ESPECIALES
Esta web utiliza cookies para poder darles una mejor atención y servicio. Si continúa navegando consideramos que acepta su uso.

¿Cómo descargar los audiolibros?

Síganos en:

Síganos en Facebook - Síganos en Twitter - Síganos en Youtube

Deje un mensaje:

Guestbook (Deje su mensaje - Leave your message) Guest-book

©2021 AlbaLearning (All rights reserved)