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Gabriele D'Annunzio

"La virgen Jacinta"

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La virgen Jacinta
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Cuentos

La virgen Jacinta

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¡Un recuerdo muy dulce! Cuando las campanas comenzaron a vibrar y las ondas sonoras se esparcieron sobre las tierras benditas, nos detuvimos en medio del sendero.

— Es la Purificación, dijo Jacinta. ¡Ave María!

Lo recuerdo: ella aparecía toda blanca, en un traje de lana casi monacal, cuyos pliegues abundaban sobre el pecho, se estrechaban al talle y caían libremente hasta sus pies. Un suave tinte dorado corría sobre la piel de su cuello, de su nuca y de su frente — algo infinitamente suave y diáfano, bajo el vello apenas visible... apenas. Las perlas, prendidas en la rosada concha de su oreja, difundían sobre la palidez de las mejillas una luz lechosa, a veces ligeramente opaca. Parte de la nuca estaba descubierta, velada apenas por la maravillosa nube de los cabellos; el resto del cuello quedaba oculto por una corbata de tul blanco, alta, bajo los hilos de perlas del collar. La masa de cabellos formaba un grueso nudo leonado y de cada lado la cubría ligero velo de polvos de arroz, que los hacía aparecer cenicientos.

Me acuerdo de todo.

Ella dijo con aire cándido: ¡Ave María!

Luego me sonrió con su bella boca un poco grande, y permanecimos un momento escuchando la sonería de las campanas, en la gran solemnidad de aquella fría mañana de febrero.

Estábamos en las cercanías de Fontanella. En las alturas, las últimas neblinas subían del suelo y se fundían en el aire; y allá, donde esas alturas descendían hacia el llano, a las brumas ligeras sucedía el centelleo de una reciente nevada. Todo el suelo parecía cristalizado y sobre ese fondo inmóvil y brillante, los árboles desnudos se alzaban como frías florecencias de piedra.

Hacia un lado, un grueso bosquecillo de higueras tenía ramificaciones de monstruosas formas. Aun recuerdo que otros árboles de ramas finas y numerosas, me dieron la impresión pueril de gigantescos ciempiés alzados sobre una pata.

Jacinta oraba. Miraba cómo se movían sus labios al pronunciar ledamente las sagradas palabras. Ella, en realidad, no era bella, de belleza pura. Cuando sonreía, su boca se agrandaba y sus comisuras se alzaban hasta los lóbulos de las orejas; pero sus dientes tenían la blancura y el brillo del esmalte; sus ojos tenían una pequeñita pupila que nadaba en ese nácar ligeramente teñido de azur, que se observa en los niños, y así me agradaba. Tenía diez y seis años, era ya mujer y había puesto en mi adolescencia virgen una turbación que era como un germen de amor.

Después de una pausa, me dijo:

— Vamos a la iglesia.

Marchamos juntos por el sendero, rompiendo a intervalos el silencio con breves palabras. De un lado se extendían las viñas muertas, con sus flexibles ramos purpúreos que esperaban los golpes de la podadera, pues ya presentían la cercana primavera; al otro lado se dilataban los surcos del trigo, verde aún y delicado. Cuando desembocamos en el camino de Chieti, un rebaño de ovejas nos miró pasar: las dulces bestias negras y blancas, inmóviles permanecían, alzada la testa, sobre la hierba corta, en el idilio matinal; dos o tres corderillos buscaban con inquietud las ubres repletas de leche.

Jacinta sonrió casi tiernamente al volverse, pues era piadosa.

La iglesia se encontraba al extremo de un camino protegido por robles que tenían gravedad de patriarcas y la venerable edad de un dios. Afuera, la arcilla rota dejaba ver a trechos el ladrillo rojo; a cada lado se abrían ventanas de arco. Sobre el puntado frontón de la fachada extendía sus brazos una cruz de hierro. Era una iglesia de arquitectura simple y ruda, semejante a la que trazan con algunas líneas los niños en los libros detestados. Las habitaciones de los granjeros y grandes montones de paja seca se apretaban en torno de la plazoleta. Aun conservo una impresión: sobre el cielo de un azul inmaterial, pendientes de los torcidos troncos de los árboles, se destacan rojas marmitas de barro cocido. Aun tengo ante los ojos la faz lívida de una enferma que ante su puerta tendía la mano para pedirnos la limosna; faz de tinte indefinible, en la que sólo eran vivientes los dos ojos tristemente glaucos de escuerzo solitario, ocultos en la sombra de un pañuelo negro, de florecitas amarillas, anudado debajo del mentón. Y su mano hacía pensar en la pata velluda de un ganso.

Jacinta y yo penetramos en la iglesia en medio de la multitud. Los campesinos, respetuosos, se apartaban para dejarnos pasar y nos mareaban con el pesado olor del aceite que engrasaba sus cabellos. Llegamos al centro de la nave desde el cual hasta el altar se extendía el campo multicolor de las mujeres arrodilladas, vasto campo de cabezas cubiertas con pañuelos de seda amarilla, roja, negra, verde, de rayas o floreados. El altar se alzaba en el fondo, todo fulgurante de cirios votivos, cuyas pequeñas llamas se rompían en las amplias palmas de cinc pintado, en las flores artificiales de argentados hilos y de lana. Cerca del altar, sobre un zócalo elevado, la Virgen dominaba la turba de los fieles — la Reina de las Vírgenes, bella en su traje de satín azul recamado de oro; gloriosa bajo su diadema de blanco metal sembrada de grandes piedras brillantes, bañada por la adoración de todas esas almas pecadoras que le pedían perdón...

Jacinta y yo permanecimos de pie, silenciosos y más juntos aún por los empujes de la multitud. En el ambiente ya tibio por todas esas humanas respiraciones, flotaban aromas penetrantes del junquillo, del romero y de las violetas. Opaca claridad bajaba de las ventanas cubiertas de cortinas rojas. Sólo se oía el jadeo del fuelle del órgano y, cuando alguien abría la puerta, la voz ronca y lamentable de la mendiga enferma.

— "Introito ad altare Dei, ad Deum qui laetificat juventutem meam...", comenzó el sacerdote, al pie del altar.

Jacinta permanecía inmóvil y esctichaba.

Ella era la única de blanco en medio de aquel tumulto de colores anegados en la penumbra; ella sola permanecía recta y grácil como una gran flor acuática que se alzaba hacia la luz. Cerca de nosotros, lo recuerdo perfectamente, se elevaba una especie de tabernáculo de madera oscura cerrado por tres vitrales, que contenía vma estatua de San Roque en yeso coloreado. Estábamos, pues, bajo la protección del santo. Un perro echado a sus pies, alzaba la cabeza hacia el bienaventurado; y el mártir, de barba muy negra, con la diestra mostraba una llaga sangrienta en su rodilla izquierda, y apoyaba la siniestra en su bordón de peregrino, y miraba en el vacío con sus ojos de vidrio blanco sin pupilas. En lo alto del tabernáculo pendían, groseramente modelados en cera roja,, dos pies y un brazo, semejantes a verdaderos miembros humanos amputados. Eran exvotos.

— "Confiteor tibi in cithara, Deus, Deus meus", continuaba con voz cavernosa el sacerdote al pie del altar. El órgano, en lo alto, lanzaba acordes profundos, pero ahogados, y cambiaba de tono a cada instante. Los brillantes tubos del instrumento eran más altos que el dosel; detrás, en el coro, por la desgarradura de un cortinaje, bruscamente apareció el sol, en tanto que una raya de oro, hormigueante de átomos, se dilataba en el aire. Una parte del Crucifijo se dibujaba en negro sobre ese surco glorioso.

— "Gloria Patri, et Filio, et Spiritus Sancto...

La muchedumbre se inclinaba con recogimiento solemne, y la gran voz del órgano dominaba la ronca voz del sacerdote. La sombra era más espesa por el contraste del sol en el coro; el calor aumentaba, alimentado por el aliento de los fieles prosternados; un pesado calor que amodorraba, deprimía al espíritu en una indiferente contemplación del Dios.

— "Domine, exaudi orationem meam".

Jacinta y yo, permanecíamos juntos. Una especie de debilidad comenzaba a apoderarse de mí y una ardiente llama me lamía el rostro; experimentaba una extraña sensación al encontrarme en medio de esa aglomeración de hombres sobre los cuales pasaba la onda mistica de la oración, en esa sombra rota por las luces temblorosas del altar. Yo también era creyente, y en mi fe de adolescente los acentos sagrados del órgano y el suave aroma que emanaba de Jacinta, evocaban visiones confusas, visiones infinitas, entre las cuales no sé por qué florecían vagos recuerdos de mi primera infancia: el recuerdo, por ejemplo, de ciertos lises de amplios cálices argentados, cuyo perfume me adormeció una tarde de junio en la habitación de mi hermana; y también el recuerdo de los nidos que hice caer del alero una mañana de primavera, para robar los huevecitos perlados de las golondrinas...

— "Oramus te, Domine, per merita sanctorum tuorum..."

Los acordes del órgano pusieron una larga vibración en todas las cabezas. Jacinta se inclinó. Yo la sostuve con mi mano. Era más alta que yo y mi cabeza se apoyaba ligeramente en su hombro. Ignoro su emoción; pero yo estaba dominado por un sentimiento puro y dulce; era una languidez que corría lentamente por mis venas; era una vaga ternura que inundaba mi alma e inconscientemente me hacía doblar la rodilla e inclinar la frente.

— "Tu solus Dominus, tu solus altissimus, Jesu Christe..."

Hubo un movimiento confuso en la prosternada multitud; por sobre esa multitud, de rodillas, hubo como im vuelo de alas, blancas. Quizás fueron todas esas manos que signaban la cruz de la frente al corazón. Bruscamente el órgano llegó al tono más alto y vibró en la nave el gran acorde alegre de un himno que atravesó esas alnas como haz de rayos y las llevó al Paraíso.

Entre la multitud resonó el tintineo de las monedas al caer en el platillo de la colecta que el diácono circulaba; también se escuchaba el agrio chirrido de los cortinajes al correr en sus soportes de cobre. Una gran claridad cayó de lo alto y hubo en la nave una inmersión de colores en la luz.

— "Kyrie, eleison; Christe, eleison..."

Las voces se alzaron en el coro, inseguras y tímidas: voces de chicuelas, que semejaban frescos surtidores ascendiendo en el aire donde el sol de febrero difundía una beatitud virginal, una lluvia de blondos átomos. Cerré los ojos, tuve un estremecimiento de alegría y me estreché contra Jacinta, que seguía las letanías en voz baja. Y el instinto de amor qtie se precisaba en mi organismo de adolescente, mezclaba en ese goce místico un ligero deseo sensual. Al través del viviente cortinaje de mis pestañas, miraba una rosada luz, una rosada selva toda flores.

— "Sancta María, ora pro nobis".

Las voces fueron mas límpidas y audaces; las cadencias del órgano las acompañaban en tono menor. Hubo en la multitud una ondulación indistinta de cabezas; desnués, poco a poco, arrastrada por el cántico, aturdida por el olor del incienso y de las flores, la multitud avanzó hacia la Santísima Virgen, en uno de esos impulsos ciegos que en las almas sencillas hace nacer la religión. La Virgen resplandecía en la luz que bajaba de lo alto; su rostro era blanco e impasible, con unos ojos inmóviles y sin miradas, y en esos globos de cristal, intensa fascinación.

"Virgo prudentissima. Virgo veneranda... "

Entonces los cánticos resonaron. Todas las voces vibraron y hubo como una ascensión de himnos sacros hacia la nave coronada por rayos de sol y llena de las nubes del incienso...

— "Rosa mística". Turris Davídica...

Una ternura amorosa, infinita, invadió a la multitud arrodillada; un soplo ardiente y dulce pasó por sobre todas esas cabezas, humillándolas en la súplica hasta el polvo !

— "¡Consolatrix aflictorum, ora pro nobis!"

Jacinta, con la frente inclinada, también cantaba, incendiado de rubor místico el rostro, los ojos brillantes, toda vibrante como un instrumento sonoro. Yo no doblé la rodilla, porque me faltaba espacio; pero una especie de loco espanto me torturaba, pues en torno mío yo sólo dominaba a los demás; y esas criaturas humanas prosternadas e impetrantes; esa masa viviente, de la cual surgía, inconscientemente casi, tan bello grito de pasión; ese sol que llenaba la nave, hiriendo aquí y allá hombros y torsos; esos vapores extraños, ya nauseabundos, ya celestes, y por sobre todo eso, aquella Virgen inmóvil y rígida, aquellos santos inmóviles y rígidos, mirando en el vacío, me causaba terror invencible, sacudían mi alma inculta.

Y el himno creció y las letanías subían... temblorosa vibración que parecía querer romper los tubos del órgano.

— "Regina Virginorum.. ."

Ahora el Cordero de Dios aparece en el cántico — el Cordero de Dios que borra los pecados del mundo. El último vuelo de la letanía...

— "¡Ora pro nobis, sancta Dei Genitrix!"

El órgano calló; sus últimos acordes se apagaron en la nave. Hubo un profundo silencio en la iglesia, y los fieles, todavía de rodillas, exhalaron un suspiro de alivio. Luego, las frentes se alzaron y las manos signaron la cruz. Una bocanada de aire puro y libre penetró por la puerta abierta. Un murmullo corrió en la multitud; confusas voces susurraban en el coro; detrás del altar se veía el ondear de las banderas.

Jacinta y yo estábamos aún debajo del tabernáculo de San Roque. Cuando alcé los ojos, Jacinta me sonrió; pero no encuentro hoy palabras para describir esa sonrisa: fue como el paso de algo muy dulce y luminoso por su rostro triste; no fue un movimiento de la boca y de los ojos, sino más bien la luz que ilumina el rostro pensativo de una blanca estatua... no: eso no es; no poseo palabras bantante fluidas, bastante fugitivas... Permanecimos silenciosos, esperando que saliese la procesión.

La campanilla repica; de repente, en la torre, las campanas a todo vuelo hacen temblar la iglesia hasta en sus cimientos.

Los primeros estandartes, portados horizontalmente, avanzan y enderezados ahora, flotan al aire libre: son dos estandartes violeta. La campana vibra. Siguen las gentes del cortejo, de dos en dos, portando cirios encendidos y amplia capa azul.

La tercera bandera se desplegó, muy grande, de seda escarlata orlada de oro, con una gruesa bola dorada rematando el asta.

Luego apareció el Cristo, gigantesco, pendiente de la cruz, lleno de sangre y de llagas.

Los instrumentos de cobre atacan una marcha triunfal; los petardos estallan. La Virgen ya aparece. La Virgen de las Vírgenes, la Estrella de la mañana, la Torre de Marfil. Sale en medio de su pueblo, entre el clamor de su pueblo, bajo el bello sol primaveral; sale de su retiro sagrado para derramar sus bendiciones sobre los campos recién sembrados.

La multitud seguía el centelleo y la ondulación del manto de María. Las banderas, agitadas por la brisa, se enredaban en las astas. Torbellinos de polvo envolvían esa pompa. El rojo dosel oscilaba sobre sus cuatro soportes dorados y amenazaba caer sobre los sacerdotes que cantaban.

Jacinta y yo vimos alejarse la procesión bajo los robles patriarcales; vimos flotar en el aire ligero los estandartes violeta, y brillar la cruz sobre la diadema de la Madona, y luego vimos anegarse todas esas formas en la gloria del sol, protector de la campiña desierta.... '

GABRIELE D'ANNUNZIO

Caras y caretas (Buenos Aires). 29-12-1917, n.º 1.004

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