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"Egle, la reina de las áspides" Lituania |
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Música: Mozart (Menuet) |
Egle, la reina de las áspides |
Hace muchísimos años, tantos que ya ni se recuerdan, vivía un matrimonio de ancianos. Tenían doce hijos y tres hijas: la menor se llamaba Egle. Un atardecer de verano, las tres hermanas fueron a bañarse. Jugaron en el agua hasta que se puso el sol. Entonces volvieron a la orilla para vestirse. Pero Egle encontró un áspid dentro de la manga de su camisa; se asustó y comenzó a gritar. La hermana mayor cogió una estaca para ahuyentar al áspid. Y de pronto, éste dijo a Egle con voz humana: - Egle, prométeme que te casarás conmigo y me iré sin haceros daño. La niña se echó a llorar. ¡Cómo iba a casarse con un áspid! - ¡Devuélveme mi camisa y vete! - le dijo. - ¡Sólo si prometes casarte conmigo! - dijo el áspid. Egle tuvo que prometer al áspid que se casaría con él. En ese momento, el áspid salió de la camisa y se sumergió en el mar. A los tres días, apareció en el jardín de la casa de Egle un regimiento de áspides, reptando lentamente. Unos treparon por la valla y otros se enrollaron en los troncos de los árboles. Los encargados del casamiento entraron en la casa para hablar con los ancianos padres, y éstos no tuvieron más remedio que entregar a su hija. Los áspides y la joven llegaron a la orilla del mar. Y al instante, se levantaron dos enormes olas, y en lugar de un áspid apareció un muchacho joven y muy atractivo: el rey de las aguas. En el fondo del mar se celebró un gran banquete y Egle se casó con el áspid. Con el paso del tiempo la muchacha se tranquilizó y se acostumbró a la vida bajo las aguas. Olvidó a los suyos y olvidó su tierra. Pasaron nueve años. Egle tuvo tres hijos y una hija. El mayor se llamaba Roble, el segundo, Fresno, el tercero Álamo y la niña, Álamo Temblón. Un día, el mayor dijo a su madre: - Madre, nunca nos ha hablado de tu familia. ¿Dónde viven tus padres? Entonces, Egle se acordó de sus padres y hermanos, recordó su tierra. Y sintió la necesidad de volver a su país, quería ver a los suyos. El áspid acompañó a Egle y a sus cuatro hijos a la orilla del mar. - Dentro de un mes debéis regresar, que nadie os acompañe. Cuando llegues a la orilla llámame así: "Áspid, áspid. Si estás vivo, espuma de leche. Si estás muerto, espuma de sangre". Si estoy vivo, vendré a buscaros. Pero si la espuma es roja, sabrás que he muerto. No descubrirás a nadie cómo debéis llamarme. Egle y sus hijos volvieron a su tierra. Sus padres y hermanos se alegraron mucho de verlos, y escucharon fascinados lo que Egle les contó sobre sus vidas bajo las aguas. Pero cuando les dijo que tenía que regresar en un mes, sus hermanos idearon un plan para retener a su hermana y sus sobrinos con ellos para siempre, en la tierra. Una noche, llevaron a los cuatro niños al bosque, encendieron una hoguera y, uno a uno, les obligaron a decir cómo podrían hacer salir a su padre a la superficie del mar. Los chicos, a pesar de los golpes que les propinaban sus tíos, no dijeron una palabra. Pero la niña estaba asustada y no tardó en revelar el secreto. Al amanecer, los hermanos de Egle cogieron unas guadañas y se dirigieron a la orilla del mar. Llamaron al áspid y, cuando éste apareció entre la espuma, le cortaron la cabeza con la guadaña. Pasó el mes y Egle y sus hijos debían volver junto al áspid. Los hermanos no dijeron nada y la dejaron partir. - Aspid, áspid. Si estás vivo, espuma de leche. Si estás muerto, espuma de sangre - dijo Egle. El mar se agitó desde sus profundidades, y se destacó entre las demás una enorme ola de espuma roja. Egle escuchó la voz de su marido entre el rugido del mar. - Tus hermanos me mataron con guadañas. Nuestra hija, Alamo Temblón, nos ha traicionado. Desesperada, Egle miró a sus hijos y dijo: - Que mi hija pequeña se convierta en Alamo Temblón, que tiemble día y noche, que las lluvias le purifiquen la boca, que el viento le peine los cabellos. Y vosotros, mis queridos hijos, sed desde ahora árboles firmes. Yo seré un abeto. Y todos quedaron convertidos en árboles. Por eso, el roble, el fresno y el álamo son árboles fuertes, y el álamo temblón se estremece al menor soplo de viento. |
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