Cuando nadie me rodea es cuando estoy más acompañado. Repantigado en un sillón de mi alcoba y fumando un cigarrillo, mientras se afanan en llegar hasta mí los ruidos de la vida comercial, me encuentro entre una sociedad exquisita, evocada por mis ensueños siempre en parranda. Entre las nebulosidades del humo, vaporosas y sutiles vienen a mí, en larguísimo cortejo, las visiones que han vivido alguna vez en mi fantasía efervescente...
Recibo. Pálida y con los ojos secos viene Ofelia, la rubia, arrojando en su camino los pétalos de las rosas que su mano alba arrancó en el jardín. Sí, la veo vagando loca entre las ondulaciones del humo de mi cigarro. Delira y me ofrece sonriendo una campánula. Acércase en su amable demencia a ponerla en un ojal de mi vestido. ¡Oh, cómo brillan sus ojos! La inocente niña está muy pálida, pero sus labios son rojos; su complaciente sonrisa despierta en mi organismo a los enanillos de la maldad que bailan furiosos por toda mi espina dorsal y pinchan mis nervios. Luego se arremolinan en torno de mi cerebro y atizan la maldita llama con sus murmuraciones insolentes y maliciosas. Mis ojos brillan también. Bajo la fina túnica danesa presiento la hermosura delicada y nerviosa del cuerpo de Ofelia. Extiendo los brazos para estrechar en ellos a la virgen loca y saciar en sus labios purpurinos la sed de amor que me mortifica; pero el beso queda tembloroso en mis labios. La hija de Polonio huye. La canastilla de floras vuelca, y entre las espirales de humo veo las rosas, campánulas y gardenias cayendo en el espacio, como mariposas muertas... La ceniza de mi cigarro se ha caído. |