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Joseph Conrad en albalearning

Joseph Conrad

"El socio"

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Biografía de Joseph Conrad en Wikipedia

 
 
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El socio
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-¡Hum! -gruñó él, con dudas, volviendo a tomar su tono desdeñoso-. Un mes más tarde, aproximadamente, el "Sagamore" entró en campaña. Al principio todo marchaba de maravilla. ¡Bueno, querido George! ¡Ah, querido Harry...! -Pero, de repente el capitán Harry advirtió que su desenvuelto hermano estaba preocupado. Cada vez iba de mal en peor. No podía desechar la propuesta de Cloete. Y no podía quitárselo de la cabeza. ¿Nada de enojoso? ¿Todo va bien? El capitán Harry, siempre mostrando preocupación y ansiedad: Los negocios van bien. Todo marcha bien. Muchos y excelentes negocios. Desde luego, el capitán Harry le creía de pies a cabeza. Y se disponía a bromear a su hermano, como siempre, diciéndole que nadaban en oro. A George no le llegaba la camisa al cuerpo y sentía, contra el capitán, la cólera que ardía en su pecho. -¡Imbécil! ¿Nadar en oro? ¡Ya lo creo! (La propuesta de Cloete le lastimaba el espíritu).

Días después, hablando, le dijo a Cloete: Quizá sería mejor que vendiéramos. ¿No podríamos decirle algo a mi hermano? Y Cloete le explicó por centésima vez que, en aquel caso, vender no serviría de nada. No. El "Sagamore" necesitaba un buen golpe de tomahawak, como él decía, para no lastimar los sentimientos de George, y cada vez que pronunciaba la palabra, George se estremecía. Conozco a un hombre que hará la tarea sin fallar, de maravillas, muy competente en el asunto y que por quinientas libras lo llevará a buen fin, ¡y tan conforme de encontrar una ocasión como ésta! -añadió Cloete. Al decir esto, Cloete cerró los ojos, al mismo tiempo que reflexionaba. ¡Qué engaño! ¡No existía hombre capaz de eso! Y aun en el caso de que existiera, ¿podría confiarse en él?

Y Cloete seguía bromeando acerca de ello. Hablara de lo que hablase, daba la sensación de que lo hacía en broma. Ahora sé que usted es un ciudadano moral. La moralidad es producto, la mayoría de las veces, del miedo, y usted, George, es el hombre más miedoso que he conocido en mis viajes. ¿Por qué tiene miedo de hablar con su hermano? Vamos a ver. ¿Le da a usted miedo abrir la boca teniendo delante una fortuna enorme? Y al llegar a esto, George dio un salto. No, él no tenía miedo; iba a hablar. Dio varios puñetazos sobre la mesa. Cloete le daba golpecitos de confianza en la espalda, diciendo: "Pronto seremos ricos".

Pero la primera vez que George intentó hablar con el capitán Harry, su coraje se desvaneció. Ante la idea de quedarse en tierra, el capitán se echó a reír. No, de ningún modo quería tomarse unas vacaciones. Sólo que Jane tenía ganas de quedarse en Inglaterra en este viaje; quería dar una vuelta y visitar a las personas de su familia. Jane era la mujer del capitán: una mujer amable y de cara redonda. Por esa vez, George renunció a hablarle. Por su parte, Cloete no le daba tregua. Probó otra vez y el capitán frunció el entrecejo. Aunque lo frunció de asombro. No comprendía. Nunca se le había ocurrido la idea de vivir lejos del "Sagamore".

-¡Ah! -dije yo-, ahora comprendo.

-¡Qué va usted a comprender! -gruñó el hombre, lanzándome una mirada sombría y desdeñosa.

-Perdóneme -murmuré yo.

-¡Hum! Muy bien, muy bien. El capitán Harry tomó un aire severo y George pareció desfallecer. "Lee dentro de mí", se dijo. Naturalmente, no había nada de eso. George le tenía miedo hasta a su sombra. Intentó librarse de Cloete. Dio a entender a su socio que a su hermano le andaba dando vueltas la idea de pasar una temporada en tierra, y asuntos por el estilo. Y Cloete esperaba, comiéndose las uñas de impaciencia. Cloete había encontrado verdaderamente un hombre para dar a luz su proyecto. Fuera cierto o no, lo había encontrado en la misma pensión donde él se alojaba, en los alrededores de Tottenham Court Road. Había observado, en el piso bajo de la casa, a un sujeto medio pensionista, pasando el tiempo casi siempre en un rincón oscuro del pasillo, una suerte de señor de la casa, un personaje furtivo. Ojos negros, cara blanca. La dueña de la pensión -una viuda, según ella se presentaba-, siempre hablaba del señor Stafford, señor Stafford por aquí, señor Stafford por allá... Un día, Cloete invitó al hombre a tomar una copa. Cloete pasaba la mayor parte de las noches en un bar. Nada de emborracharse, sólo necesidad de compañía. Por pura costumbre le gustaba hablar con toda clase de gente. Moda americana.

Cloete invitó repetidas veces a aquel sujeto. Sin embargo, no se crea que se trataba de un compañero muy divertido. Poca conversación. Se sentaba tranquilamente, bebía lo que le ponían delante, los ojos entornados, hablaba con cierta pesadumbre. He tenido desgracias -decía. La verdad es que lo habían echado de una gran casa armadora por su mala conducta: lo dejaron irse tranquilamente sin que afeara su certificado de servicios. Esto no le disgustaba, a mi modo de ver, ya que vivía sin trabajar, a expensas de la viuda de la pensión.

-Es casi increíble -me arriesgué a decir-. ¿Habla usted de un capitán con título, al parecer?

-Sí. He conocido a algunos que terminaron como conductores de tranvías -murmuró con desprecio-. Sí, moviéndose en la plataforma y gritando: ¡dos peniques hasta el final del trayecto!

¡La bebida! Pero este Stafford era de otra clase. El infierno está lleno de Staffords de este tipo. Cloete se burlaba un poco de él y entonces los ojos medio entornados de aquel hombre brillaban con cierta rareza. Cloete se comportaba, generalmente, de un modo amable con el individuo. Cloete era, por lo demás, un hombre capaz de ser amable hasta con un perro sarnoso. Fuera de ello, el marino sospechoso se acostumbró a tomar una copa de vez en cuando con Cloete, a que éste le cediera alguna que otra moneda, pues la viuda no era muy generosa en cuanto a ofrecer a Stafford dinero para los gastos diarios. Casi todos los días, en el sótano se desarrollaban escenas sobre este asunto.

La ocasión de que aquel vago fuera marino, hizo pensar a Cloete en deshacerse del "Sagamore". Se puso a analizarlo. Creía que él guardaba suficiente maldad como para dejarse tentar. Y así una noche le habló: Supongo que no querrá usted volver al mar por una temporada. El otro ni siquiera levantó los ojos y contestó que por el miserable salario que ofrecían, no valía la pena. Está bien; pero ¿qué diría usted si le ofrecieran el sueldo de capitán por una vez y se le agregaran doscientas libras más? Pudiera ocurrir un accidente -dijo Cloete. ¡Oh, sin duda! -asintió Stafford; y continuó apurando su vaso y hablando de barcos, restándole importancia a la cuestión.

Cloete lo instigó un poco más. El otro observó en tono impúdico y entristecido: ¿Lo ve usted? No hay porvenir en un asunto como éste. ¡Oh, no! -dijo Cloete-. Seguramente, no. Es una transacción de una vez para siempre. Ahora bien, ¿en cuánto tasa su porvenir? -preguntó. El hombre disimuló mayor indiferencia y se hizo el dormido. Yo creo que el hombre se sentía demasiado indiferente para no fingir. Jugar más o menos a las cartas, obtener medios de vida de una mujer o de otra persona, por las buenas o por las malas, era su fuerte. Cloete, en voz baja, lo maltrató otra vez. Todo esto acontecía en el bar del Horse Shoe, en Tottenham Court Road. Al fin, al apurar el segundo whisky caliente, se pusieron de acuerdo en quinientas libras para dar el golpe de tomahawak que necesitaba el "Sagamore".

Pasaron una semana o dos. El sujeto vagabundeaba por los pasillos de la casa, como si nada, y Cloete dudaba de que se acordase del asunto. Un día paró a Cloete en la puerta y, siempre con la vista baja, dijo: ¿Hay novedades acerca del empleo que piensa darme?-preguntó. Seguro que la viuda le habría jugado alguna pasada peor que todas las anteriores y temía terminar en la calle. Y Cloete, frente a esto, satisfecho. George había hablado de tal forma delante de él que Cloete consideraba cosa cerrada el asunto. Le dijo al hombre: Sí, es el momento de que le presente a mi amigo. Póngase el sombrero y vámonos.

Se fueron al despacho los dos. George, que estaba sentado ante la mesa, los miró, dominado por el pánico. Delante de él vio a un individuo de cara sucia, de rasgos hermosos y ojos saltones medio cerrados, que llevaba un gabán pequeño de color avellana y un sombrero raído. Los movimientos del hombre eran cautelosos. George se preguntó: ¿Éste es el hombre y con tal aspecto? La cosa así es imposible. Cloete hizo la presentación y el tipo se volvió para observar la silla antes de sentarse. Un hombre muy competente -prosiguió Cloete. El hombre optó por el silencio y permaneció sentado tranquilamente. George, que tenía la boca seca, no podía articular palabra pero hizo un esfuerzo: ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Oh, sí! Estoy desolado porque han hecho ustedes la visita en vano. Mi hermano ha contraído otros compromisos, y él mismo irá.

El hombre se levantó, siempre con los ojos cabizbajos, como una señorita pudorosa, y sin pronunciar palabra, salió del despacho. Cloete se acarició la barbilla y se mordió todos los dedos de su mano. George sintió que el corazón le fallaba. Le dijo a Cloete: No es posible eso. ¿Cómo puede hacerse? En cuanto el barco se perdiera, Harry se daría cuenta de lo que había pasado. Es hombre capaz de involucrar con sus sospechas a los propios aseguradores del buque y se le destrozaría el corazón al pensar en mí, en su hermano. ¿Y cómo voy a hacerle ese daño? Estamos solos en el mundo y nos queremos como nadie.

Cloete se despachó un horrible juramento, dio un salto y se lanzó dentro de la oficina. George le oyó arrojar al suelo todos los objetos que encontraba a mano. Al cabo de un rato, se dirigió a la puerta y con voz temblorosa, dijo: Me pide usted una cosa imposible. Cloete estaba dispuesto a abalanzarse sobre él y despedazarlo como un tigre, pero abrió un poco más la puerta y le dijo: Permítame que le diga que será cuestión de corazón, pero el corazón de usted es del tamaño de un ratón. Pero George se burló de estas palabras, respondiendo que en todo caso sería cuestión de tamaño. Y en ese preciso momento entró Harry. Me he retrasado un poco, querido George. ¿Qué te parece si comemos ahora una chuleta en el Cheshire? Me gusta la idea, querido. Y salieron para ir a almorzar juntos. Ese día, Cloete no pudo comer.

George se sintió otro hombre, por un momento; en ese instante, Stafford apareció rondando la calle y pasó por delante de la puerta. La primera vez que George lo vio, creyó confundirse. Pero no. La segunda vez salió y lo vio ir y venir de un lado a otro. Esto puso muy nervioso a George. No tenía más remedio que salir y dirigirse a su trabajo. Cuando se encontró en la calle con ese hombre, lo evitó una y otra vez, tres veces en total. Al fin lo halló en su propia puerta. ¿Qué quiere usted? -le dijo, simulando indignación.

Sin duda hubo un altercado en el sótano de la pensión, y la viuda, desbordada de celos, se había desatado contra él hasta amenazarlo con denunciarlo a la policía. El señor Stafford no quería ni oír hablar de la mujer. Salió, pues, de repente tal como una liebre, y ahora --para decirlo en pocas palabras- se "encontraba en el arroyo". En cuanto a Cloete, tenía un aspecto tan poco amable cuando caminaba por la calle que no se había animado a acercarse a él. Le parecía más bondadoso George. Se conformaría con un poco de tabaco para masticar, y de paso, alguna cosilla. Soy un desgraciado -dijo en un tono de discreción que logró conmover a George más que una escena violenta. Considere usted el grado de mi desdicha -dijo.

George, en lugar de mandarlo al diablo, perdió la cabeza. Yo no lo conozco. ¿Qué quiere usted? -gritó e ingresó de inmediato en la oficina al encuentro de Cloete. ¿Ve usted lo que ocurre? -dijo casi sin aliento-. Ahora estamos a merced de ese ganapán. Cloete intentó persuadirlo de que el hombre no podía hacer nada contra ellos. Y George creía que aquel asunto podría generar un escándalo. Dijo que no podía soportar mucho más la terrible obsesión. Cloete iba a reírse. Como si no le hubiera dado las espaldas a todo aquello y mucho más. Pero de pronto, cambió de pensamiento y de tono. Sí. Quizá. Para comenzar voy a bajar y lo despediré. Volvió y dijo: Se ha ido. Tal vez usted tenga razón. Ese pobre diablo carece de trabajo y eso lleva a veces a la desesperación. Lo mejor sería alejarlo por algún tiempo. El infeliz está realmente necesitado. No pienso pedirle a usted gran cosa esta vez. Sólo que no se le escape la lengua. Voy a tratar de convencer a su hermano para que lo tome de segundo de a bordo. Al oír esto, puso los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. De esa manera, hasta el mismo Cloete se compadeció. Al mismo tiempo, estaba más contento porque había sentido un poco de piedad al ayudar a Stafford. Aquel mediodía mismo le compró un traje azul y le dijo que era necesario volver al trabajo para ganarse la vida. Embarcarse como segundo del "Sagamore". El rufián no se mostró muy satisfecho, pero al no tener qué comer ni dónde dormir -ya que la viuda le había generado miedo con sus amenazas de denunciarlo a la policía- no podía elegir otra solución, hablando propiamente. Cloete lo contuvo dos días más... Nuestro arreglo subsiste -dijo-. El barco debe ir ahora a Port-Elizabeth, donde no es nada fácil echar el ancla. Si por casualidad al barco se le rompe el ancla, por un golpe de mar y se pierde en la costa, como ha ocurrido con otros barcos, las quinientas libras son para usted y a volver enseguida a Inglaterra. ¿Está usted conforme?

Nuestro señor Stafford escuchó esto con la mirada baja. Soy un buen marino -dijo, astuto y modesto-. El segundo de a bordo tiene mejores ocasiones para manipular las cadenas de las anclas... Al oír esto, Cloete le dio un golpecito en el hombro. Y usted lo hará así, noble marino. Está conforme, ¿no es así? Y regrese pronto...

   Poco después, George se enteró por su hermano que había tenido ocasión de conceder el favor solicitado por su asociado. Estaba muy satisfecho de ello. ¡Quería tanto a su consocio! Había aceptado a un amigo suyo como segundo de a bordo. El hombre se encontraba en tierra, mal de recursos, hacía casi un año al parecer, para cuidar a una mujer enferma. En estado grave ahora... George declaró vivamente que no conocía referencia del hombre. Lo había visto una vez. Por su perfil no le era muy simpático... Y el capitán Harry contestó benévolamente: ¡Bah, hay que ofrecerle la posibilidad de ganarse la vida a ese pobre diablo...!

El señor Stafford se trasladó al muelle. Parece que maniobró como un mono sobre uno de los cables, obsesionado con Port-Elizabeth. Los aparejadores habían dejado el cable en el puente, para limpiar los pozos. El segundo de a bordo se aseguró, previamente, que los aparejadores estuvieran en tierra. Era la hora de la comida y mandó al hombre que se hallaba de guardia, a comprar una cerveza. Al quedarse solo, puso manos a la obra: descalzó la chaveta de cuarenta y cinco brazas, dando dos golpecitos de martillo, los necesarios para descerrajarla; de esa forma, el cable perdió toda seguridad. Los aparejadores volvieron -y usted ya sabe cómo son- luego de un día viene otro y otro va, hasta que Dios envía el domingo. Se baja la cadena a los pozos sin que el contramaestre se disponga a examinar ni siquiera las anillas. ¿De qué serviría eso? Él irá en el barco. Y dos días después, el barco se hace a la mar...

En aquel momento, yo cometí la imprudencia de exclamar: "¡Ah, sí, ya veo!", lo que molestó de nuevo a mi hombre y me dirigió un grosero: "¡No, nada de eso!". En esta pausa, él se acordó del vaso de cerveza que tenía al lado del codo. Lo dejó por la mitad, se limpió el bigote y en tono desabrido, me hizo observar:

-No quiera usted encontrar escena marítima alguna en este cuento, pues no la hay. Si quiere usted inventarla, estamos a tiempo. Creo que debe conocer lo que es un día de borrasca en el Canal de la Mancha. Yo no lo sé. De todos modos, transcurrieron diez días. Un lunes, Cloete llegó un poco tarde a la oficina de George, y oyó una voz de mujer dentro del despacho. Miró... Vea usted -dijo George muy agitado, mostrándole un periódico. A Cloete le latía con fuerza el corazón: ¡Ah! ¡Un naufragio en la bahía de Wesport! El "Sagamore", el domingo por la mañana. Los periodistas tuvieron tiempo de trabajar. Había gran número de ellos. El bote salvavidas salió dos veces. El capitán y la tripulación seguían a bordo. Varios remolcadores fueron llamados para el socorro. Si el tiempo mejoraba un poco, aún se podría salvar el barco... Usted ya sabe cómo los periodistas lo arreglan todo... Precisamente, la señora de Harry pasaba por allí cuando iba a tomar el tren en la estación de Cannon Street. Tenía aún una hora de tiempo y por ese motivo entró en el despacho.

Cloete apartó a George y le dijo algo al oído. El barco está salvado ahora. ¡Ah, demonio, precisamente eso era lo que no hacía falta! George lo miró aterrado, mientras que la señora de Harry interrumpió en sollozos ahogados... ¡Debería haber ido con él... marcho en su búsqueda! Vayamos todos -interrumpió Cloete. Y salió. Mandó a buscar una taza de caldo caliente para la señora, a la tienda de al lado. También pidió una manta, acompañó a la señora al tren, la abrigó, subió con ella, le dio charla durante todo el trayecto para consolarla, pero la verdad es que no cabía en sí de placer. La cosa ya estaba hecha, de un golpe y sin tener que pagar nada. Estaba todo hecho y muy bien hecho. Su mente se dispersaba cuando pensaba en ello. ¡Qué suerte! ¡Casi se horrorizaba! Hubiera querido gritar y saltar de alegría. Sin embargo, George Dunbar permanecía en un rincón, tan triste que, finalmente, hasta la pobre señora de Harry intentó animarlo al propio tiempo que se consolaba a sí misma, destacando que Harry era siempre prudente. No era hombre que arriesgara a su tripulación, ni siquiera se arriesgaba a sí mismo sin motivo. La pobre recurría a otras consideraciones de ese estilo. 

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