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Las aventuras de Sherlock Holmes Capítulo 1
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Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 1: Spritoso |
Un escándalo en Bohemia |
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Capítulo 1 | ||
Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez he oído que la mencione por otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa al resto del sexo débil. No es que haya sentido por Irene Adler una emoción que pueda compararse al amor. Todas las emociones, y ésa particularmente, son opuestas a su mente fría, precisa, pero admirablemente equilibrada. Es, puedo asegurarlo, la máquina de observación y razonamiento más perfecta que el mundo ha visto; pero como amante, como enamorado, Sherlock Holmes había estado en una posición completamente falsa. Jamás hablaba de las pasiones, aun de las más suaves, sin un dejo de burla y desprecio. Eran cosas admirables para el observador - excelentes para recorrer el velo de los motivos y acciones de los hombres. Pero para el razonador preparado, admitir tales intromisiones en su propio temperamento, cuidadosamente ajustado, era introducir un factor que distraería y descompensaría todos los delicados resultados mentales. Una brizna en un instrumento sensitivo o una grieta en un lente finísimo, no habría sido más perjudicial que una emoción intensa en una naturaleza como la suya. Y, sin embargo, para él no hubo más que una mujer, y esa mujer fue la difunta Irene Adler, de dudosa y turbia memoria. Había visto poco a Holmes últimamente. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi propia felicidad y los intereses domésticos que surgen alrededor del hombre que se encuentra por primera vez convertido en amo y señor de su casa, eran suficientes para absorber toda mi atención; mientras que Holmes, que odiaba cualquier forma de sociedad con toda su alma de bohemio, permaneció en nuestras habitaciones de Baker Street, sumergido entre sus viejos libros y alternando, de semana en semana, entre la cocaína con la ambición, la somnolencia de la droga con la feroz energía de su propia naturaleza inquieta. Continuaba, como siempre, profundamente interesado en el estudio del crimen y ocupando sus inmensas facultades y sus extraordinarios poderes de observación en seguir las pistas y aclarar los misterios que habían sido abandonados por la policía oficial, como casos desesperados. De vez en cuando escuchaba algún vago relato de sus hazañas: su intervención en el caso del asesinato Trepoff, en Odessa; su solución en la singular tragedia de los hermanos Atkinson, en Trincomalee, y, finalmente, en la misión que había realizado, con tanto éxito, para la familia reinante de Holanda. Sin embargo, más allá de estas muestras de actividad, que me concretaba a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, sabía muy poco de mi antiguo amigo y compañero. Una noche -fue el 20 de marzo de 1888- volvía de visitar a un paciente (había vuelto al ejercicio de mi profesión como médico civil), cuando mi recorrido de regreso a casa me obligó a pasar por Baker Street. Al pasar por aquella puerta tan familiar para mí, que siempre estará asociada en mi mente a la época de mi noviazgo y a los oscuros incidentes del Estudio en escarlata, me sentí invadido por un intenso deseo de ver a Holmes y de saber cómo estaba empleando, ahora, sus extraordinarias facultades. Sus habitaciones estaban brillantemente iluminadas y, cuando alcé la vista hacia ellas, noté su figura alta y enjuta, al proyectarse por dos veces su negra silueta sobre la cortina. Estaba recorriendo la habitación rápida, ansiosamente, con la cabeza sumida en el pecho y las manos unidas a la espalda. Para mí, que conocía a fondo cada uno de sus hábitos y de sus estados de ánimo, su actitud y su comportamiento eran reveladores. Estaba trabajando de nuevo. Había salido de las ensoñaciones provocadas por la droga y estaba sobre la pista candente de algún nuevo caso. Toqué la campanilla y fui conducido a la habitación que había sido parcialmente mía. Sus maneras no eran muy efusivas. Rara vez lo eran; pero, según yo creo, se alegró de verme. Casi sin decir palabra, pero con mirada cariñosa, me señaló con un vaivén de la mano un sillón, me echó su caja de cigarros, y me indicó una garrafa de licor y un sifón que había en un rincón. Entonces se puso de pie frente al fuego y me miró con el detenimiento tan peculiar de él. -El matrimonio le sienta bien -me dijo-. Creo, Watson, que ha aumentado unas siete libras y media desde que no nos vemos. -Siete -contesté yo. -Pués, la verdad, yo habría dicho que un poquitín más. Yo creo, Watson, que un poquitín más. Y veo que está ejerciendo de nuevo. No me había dicho que intentaba dedicarse a su profesión. -Entonces, ¿cómo lo sabe? -Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que se ha estado exponiendo mucho a la lluvia últimamente y que tiene una criada torpe y descuidada? -Mi querido Holmes –le dije-, esto es demasiado. Si hubiera vivido hace unos siglos, habría muerto en la hoguera por brujería. Es cierto que el jueves salí a dar un paseo por el campo y llegué a casa empapado; pero me he cambiado de ropa y no puedo imaginarme cómo deduce esto. En cuanto a Mary Jane, es incorregible y mi esposa la ha despedido; tampoco imagino cómo logró adivinarlo. Holmes sonrió para sí y se frotó las manos largas y nerviosas. -Es la simplicidad misma. Mis ojos me dicen que en la parte exterior de su zapato izquierdo, exactamente donde alumbra mejor la luz, el cuero está marcado por seis cortes casi paralelos. Obviamente esto ha sido causado por alguien que ha rascado sin ningún cuidado el borde de la suela todo alrededor para quitar el barro seco. De ahí mi doble deducción de que se expuso a la lluvia y de que tiene un espécimen en particular incompetente de la maligna servidumbre londinense. En cuanto al ejercicio de su profesión, si un caballero entra en esta habitación oliendo a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el índice derecho y una prominencia a un lado del sombrero de copa, mostrando dónde ha escondido su estetoscopio, necesitaría ser muy tonto para no declararlo miembro activo de la profesión médica. No pude evitar echarme a reír por la facilidad con que explicaba sus deducciones. -Cuando le oigo exponer sus razonamientos -comenté-, la cuestión me parece siempre tan ridículamente simple, que me siento seguro de que podría haber hecho fácilmente las mismas deducciones que usted. Sin embargo, a cada nuevo caso que se me presenta de sus aparentemente extraños poderes, me siento desconcertado hasta que me explica el proceso que siguió. Y no obstante, creo tener tan buenos ojos como usted. -Es posible -contestó encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón-. Usted ve, pero no observa. La distinción es perfectamente clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia la escalera que conduce del vestíbulo a esta habitación. -Muchas veces. -¿Cuántas veces? -Bueno, varios centenares de ocasiones. -Entonces, podrá decirme cuántos hay. -¿Cuántos escalones? No sé. -¿Ahora comprende? Usted no ha observado, a pesar de haber visto. Eso es lo que quería decirle. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete escalones, porque he visto y he observado. Por cierto, ya que está interesado en estos problemitas y que ha sido lo bastante amable como para publicar una o dos de mis experiencias, quizá le guste ver esto -me entregó una hoja de papel grueso, de un suave tono sonrosado, que había estado hasta entonces sobre la mesa-. Me llegó en el correo de la tarde. Léala en voz alta. La nota no tenía fecha, ni firma, ni domicilio del remitente. Decía: Visitará a usted esta noche, faltando un cuarto para las ocho, un caballero que desea consultar a usted sobre un asunto de extrema importancia. Sus recientes servicios a una de las casas reales de Europa ha demostrado que es usted persona a quien puede confiarse asunto de tal importancia, que nada de lo que se dijera al respecto resultaría exagerado. Estos datos de usted de todas partes hemos recibido. Procure, por tanto, estar en su casa a esa hora, y no se sorprenda si su visitante se presenta enmascarado. -Este es un asunto realmente misterioso -comenté-. ¿Qué cree que puede significar? -No tengo datos todavía. Es un error capital tratar de formular teorías antes de tener datos. Insensiblemente, uno empieza a retorcer los hechos para que se adapten a las teorías, en lugar de que las teorías se adapten a los hechos. Pero, ¿qué deduce de la nota misma? Examiné con cuidado la escritura y el papel que habían usado para escribir. -El hombre que la escribió está en buenas condiciones económicas -comenté tratando de imitar el raciocinio de mi compañero-. Este papel no puede adquirirse por menos de media corona el paquete. Es peculiarmente grueso y resistente. -Peculiar... ésa es la palabra exacta -dijo Holmes-. No es papel inglés. Colóquelo contra la luz. Lo hice y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúsculas con una t minúscula, marcadas en la superficie del papel. -¿Qué deduce de esto? -preguntó Holmes. -Es el nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma. -De ningún modo. La G mayúscula con la t minúscula significan Gesellschaft, que es el equivalente en alemán de Compañía. Es la abreviatura acostumbrada, equivalente a nuestra Cía. La P, desde luego, significa Papier. Ahora veamos lo de la Eg. Consultemos nuestra Guía continental -bajó un pesado volumen marrón de uno de los anaqueles-. Eglow, Eglonitz... aquí estamos, Egria. Es un país en que hablan alemán... en Bohemia, no lejos de Carlsbad. "Notable por haber sido la escena de la muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de vidrio y de papel." ¡Ja! ¡Ja! ¿Qué le parece eso, hijo mío? -sus ojos brillaban y arrojó una gran nube azulosa de su cigarrillo. -El papel fue hecho en Bohemia -exclamé. -Precisamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. Note la construcción un poco forzada de esa frase: "Estos datos de usted de todas partes hemos recibido". Un francés o un ruso no hubiera escrito así. Es el alemán quien cambia la construcción de las frases en esa forma. Sólo queda, por tanto, descubrir qué desea este alemán que escribe en papel bohemio y que prefiere usar una máscara a mostrar su rostro. Y aquí viene, si no me equivoco, a resolver todas nuestras dudas. Se escuchó el ruido claro de las herraduras de los caballos y el rozar de las ruedas sobre el pavimento, seguidos por el llamado brusco de la campanilla. Holmes silbó. -Son dos caballos, lo deduzco por el ruido de las pisadas -dijo-. Sí -continuó, asomándose por la ventana-. Es un elegante carruaje con dos verdaderos ejemplares equinos. Cuando menos de ciento cincuenta guineas cada uno. En este caso hay dinero, Watson, a falta de otra cosa. -Creo que será mejor que me vaya, Holmes. -De ningún modo, doctor. Quédese donde está. Esto promete ser interesante. Sería una lástima que se lo perdiera. -Pero... un cliente... -No se preocupe por él. Quizá yo necesite su ayuda, o quizás él mismo la requiera. Aquí viene. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos toda su atención. Unos pasos lentos y pesados, que se habían escuchado en las escaleras y en el corredor, se detuvieron exactamente frente a nuestra puerta. Entonces se escuchó un llamado brusco e imperativo. -¡Pase! -ordenó Holmes. Entró un hombre que difícilmente medía menos de dos metros de estatura, con el pecho y las extremidades de un Hércules. Su apariencia era la de un personaje rico, con una ostentación que en Inglaterra se habría considerado muy cercana al mal gusto. Gruesas bandas de astracán atravesaban las mangas y el frente de su gabán cruzado, mientras que su gran capa de un paño azul índigo, estaba ribeteada y forrada con seda de color rojo subido. La aseguraba a su cuello con un broche que tenía una solitaria y gigantesca aguamarina. Las elegantes botas que se extendían hasta la mitad de la pantorrilla, completaban la impresión de bárbara opulencia que sugería toda su apariencia. Llevaba en la mano un sombrero de ala ancha y su rostro estaba casi oculto tras una gran máscara negra, en forma de antifaz, que parecía haberse colocado en aquel momento, pues, al entrar, todavía tenía levantada la mano hacia la máscara. La parte inferior de la cara, que quedaba al descubierto, revelaba un hombre de carácter fuerte, con labios gruesos y prominentes, y una barbilla larga y puntiaguda que sugería una resolución rayana en la necedad. -¿Recibió usted mi nota? -preguntó con voz áspera y profunda y con acento alemán muy marcado-. En ella le avisaba que vendría. Nos miró a los dos, sin saber a quién dirigirse. -Le suplico que tome asiento -dijo Holmes-. Éste es mi amigo el doctor Watson, quien en algunas ocasiones ha tenido la bondad de ayudarme a solucionar mis casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme? -Habla usted con el conde Von Kramm, un noble bohemio. Tengo entendido que este caballero, su amigo, es un hombre de honor y discreción, en cuya presencia puedo hablar sobre un asunto de la más grande importancia. Si no, preferiría hablar a solas con usted. Me levanté para irme, pero Holmes me tomó del brazo y me obligó a volver a instalarme en el sillón. -Los dos o ninguno -dijo-. Puede usted decir ante este caballero cualquier cosa que pueda decirme a mí. El conde encogió sus anchos hombros. -Entonces empezaré por suplicar a ustedes absoluto silencio respecto al asunto que me trae aquí, dentro de los dos próximos años. Al final de ese tiempo, el asunto ya no tendrá importancia. Por el momento debo señalar que no es exagerado afirmar que la cuestión es de tal magnitud que podría influir en la historia europea. -Prometo discreción -aseguró Holmes. -Y yo también. -Ustedes perdonarán esta máscara -continuó nuestro extraño visitante-. La augusta persona que me emplea desea que su agente sea desconocido para ustedes, y debo confesarles que el título que yo mismo me he dado hace un momento no es precisamente el mío. -Lo comprendí, desde luego -dijo Holmes secamente. -Las circunstancias son muy delicadas y deben tomarse todas las precauciones para evitar lo que amenaza ser un inminente escándalo y que podría comprometer seriamente a una de las familias reinantes de Europa. Para hablar francamente, el asunto gira en torno de la gran Casa de Ormstein, soberanos de Bohemia por generaciones. -También me di cuenta de eso -murmuró Holmes, sumiéndose en su sillón y cerrando los ojos. Nuestro visitante miró, sorprendido, la figura lánguida y perezosa del hombre que le había sido descrito como el razonador más genial y el agente investigador más activo de Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a su cliente. -Si Su Majestad tiene la bondad de explicarme su problema, podré aconsejarle mejor. El hombre se levantó de su silla de un salto y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, con muestras de agitación incontrolable. Entonces, con un gesto de desesperación, se arrancó la máscara del rostro y la arrojó al suelo. -Tiene razón -gritó-, soy el rey. ¿Para qué tratar de ocultarlo? -Es cierto, ¿para qué? -murmuró Holmes-. Su Majestad no había hablado aún y yo ya sabía que me estaba dirigiendo a Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel-Felstein y rey de Bohemia por herencia. -Debe comprender -dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasando la mano sobre su ancha y blanca frente-, debe comprender que no estoy acostumbrado a hacer estos negocios personalmente. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no quise confiarlo a un agente. Eso habría significado quedar a su merced. He venido de incógnito, desde Praga, con el objeto de consultarle a usted. -Entonces, le suplico que haga su consulta -dijo Holmes, cerrando los ojos una vez más. -Los hechos, en concreto, son los siguientes: hace unos cinco años, durante una prolongada visita a Varsovia, trabé conocimiento con la bien conocida aventurera Irene Adler. El nombre es, sin duda alguna, familiar para usted. -Tenga la bondad de ver qué dice mi índice sobre ella, doctor -murmuró Holmes sin abrir los ojos. Durante muchos años había adoptado el sistema de anotar todos los párrafos referentes a hombres y cosas que se publicaban en los periódicos, de tal modo que era difícil mencionar un tema o a una persona sin que él pudiera contar de inmediato con información al respecto. En este caso, encontré la biografía de la mujer entre la de un rabí hebreo y la de un marino que había escrito una monografía sobre los peces que habitan en los mares profundos. -¡Déjeme ver! -exclamó Holmes-. ¡Hum! Nació en Nueva Jersey en el año de 1858. Contralto... ¡hum! La Scala... ¡hum! Prima donna de la Opera Imperial de Varsovia... ¡sí! Retirada de la escena... ¡ajá! Viviendo en Londres actualmente... ¡eso es! Su Majestad, entiendo, se mezcló con esta joven, le escribió algunas cartas comprometedoras y ahora está deseoso de recobrar esas cartas. -Precisamente. Pero ¿cómo...? -¿Hubo un matrimonio secreto? -No. -¿Nada de papeles legales o certificados? -Ninguno. -Entonces, no acierto a comprender a Su Majestad. Si esta joven presentara sus cartas para realizar un chantaje, o con cualquier otro propósito, ¿cómo iba a probar su autenticidad? -Por la escritura. -¡Bah! Falsificada. -Mi papel privado. -Robado. -Mi propio sello. -Imitado. -Mi fotografía. -Comprada. -Los dos estamos en la fotografía. -¡Ah, caramba! ¡Eso sí es terrible! Su Majestad cometió una tremenda indiscreción al fotografiarse así. -Estaba enamorado... loco. -Se ha comprometido muy seriamente. -En aquel entonces era sólo príncipe. Era joven. Aun ahora no tengo más que treinta años. -Esa fotografía debe recobrarse. -Hemos tratado de hacerlo, y hemos fracasado. -Su Majestad tendrá que pagar. Debe ser comprada. -Ella no la venderá. Robada, entonces. -Se han hecho cinco intentos. En dos ocasiones, ladrones a mi servicio han registrado su casa. Una vez le robamos el equipaje cuando iba de viaje. Dos veces la han registrado mujeres pagadas por mí. Sin resultado. -¿No hay rastros del retrato? -Absolutamente ninguno. Holmes se echó a reír. -Es un problemita bastante complicado -dijo. -Y muy serio para mí -contestó el rey en tono de reproche. -Mucho, realmente. ¿Y qué se propone hacer con la fotografía? -Arruinarme. -Pero, ¿cómo? -Estoy a punto de casarme. -Eso he sabido. -Con Clotilde Lothman von Saxe-Meiningen, hija segunda del rey de Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella misma es la personificación de la delicadeza. Una sombra de duda en cuanto a mi conducta, pondría fin a nuestro compromiso matrimonial. -¿E Irene Adler? -Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé muy bien que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un alma de acero. Tiene el rostro de la más hermosa de las mujeres y la mente del más resuelto de los hombres. Para evitar que yo me case con otra mujer, no hay extremos a los que ella no sea capaz de ir... no los hay. -¿Está seguro de que no la ha enviado todavía? -Estoy seguro. -¿Por qué? -Porque me dijo que la enviaría el día que el matrimonio fuera proclamado públicamente. Eso será el próximo lunes. -¡Oh!, entonces nos quedan tres días aún -dijo Holmes con un bostezo-. Es una gran fortuna, pues tengo uno o dos asuntos de importancia que atender por el momento. Su Majestad, desde luego, pasará unos días en Londres, ¿no? -Ciertamente. Me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde Von Kramm. -Entonces lo visitaré para notificarle sobre el progreso de nuestras indagaciones. -Le ruego que lo haga. Vivo invadido por la ansiedad. -¿Y qué me dice respecto al dinero? -Tiene usted carte blanche. -¿Absolutamente? -Le aseguro que le daría una de las provincias de mi reino por esa fotografía. -¿Y en lo que se refiere a los gastos de momento? El rey sacó una pesada bolsa de cuero del interior de su gabán y la colocó sobre la mesa. -Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes -dijo. Holmes extendió un recibo por la cantidad en una hoja de papel y se lo entregó. -¿Sabe usted cuál es el domicilio de la dama? -preguntó. -Es Briony Lodge, Serpentine Avenue, St. John's Wood. Holmes tomó nota de aquellos datos. -Otra pregunta -dijo con aspecto pensativo-. ¿Era de cuerpo entero la fotografía? -Lo era. -Entonces, buenas noches, Su Majestad. Confío en que pronto tendremos buenas noticias para usted. Y buenas noches, Watson -añadió mientras el carruaje real se alejaba estrepitosamente- Si tiene la bondad de visitarme mañana por la tarde, a las tres en punto, tendré mucho gusto en discutir este asunto con usted. |
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