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"El sombrero del cura" |
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Biografía de Leopoldo Alas, Clarín en AlbaLearning | |
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El sombrero del cura 2 |
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Gracias a los buenos puros, los buenos licores y al calor y la gracia de la conversación, se fue animando la gente, y a poco de haber entrado, en el corro el cura de la Matiella ya le tratábamos como a conocido antiguo; y él, seguro de haber parecido simpático, hablaba con gran soltura, alegre, sin dejar de medir las palabras, aunque salían abundantes y espontáneas. -¡El progreso, el progreso! -decía el señor cura-. Yo también creo en el progreso..., pero no como ustedes, que ven en él un ídolo, un fetiche, que tiene por símbolo una línea recta. El progreso no es un dios, y es una curva sinuosa. Vean ustedes este sombrero y, al decir esto, colocó el sombrero que tanto habíamos mirado sobre sus rodillas-. Vean ustedes; este sombrero me ha enseñado a mí mucho acerca del cambio de las cosas. Nuestro ilustre diputado el señor Morales, a cuya salud bebo esta copita, cree que en cuestión de ropa, de música, de jardinería, de filosofía y hasta de teología, lo mejor es la última moda, y que debemos andar siempre a la última. Yo creo que lo mejor es lo racional, lo prudente, que unas veces está de moda y otras no. Yo he leído un poquillo, poco; y recuerdo que Descartes, en el Discurso del método, dice, sobre poco más o menos, algo como esto: que lo mejor es colocarse en el medio, a igual distancia de los extremos, porque aunque la verdad esté en un extremo, a él se irá más pronto desde el medio que desde el otro extremo. Cuando compré este sombrero, hace muchísimos año, lo escogí a mi gusto. El sombrerero me puso delante otros muchos que eran de moda, diciéndome: «Ése que usted escoge ya no se lleva.» «Pues me lo llevo yo», repuse. Entonces se estilaban las chisteras con alas muy recortadas y pegaditas a la copa, que era muy alta. Mi sombrero, éste, tenía las alas algo anchas, para que diesen un poco de sombra al rostro y no dejaran desairada la copa por desproporción. Pero, claro, comparadas aquellas alas con las de moda, parecían anchísimas, y la copa regular, muy baja al lado de las que estaban en uso. Pero yo salía tan contento con mi compra en la cabeza, tranquila la conciencia, porque sabía que llevaba una prenda útil para su empleo y de proporciones regulares. Mas los caballeros y señoras con que tuve que tratar en la ciudad no lo veían como yo, porque, sin duda, encontraban anticuado aquel inocente pedazo de fieltro. Pasaron años; volví a la ciudad con mi sombrero, y también noté que llamaba la atención. Cuando fui a plancharlo, el sombrerero me explicó el motivo: la copa era escandalosa por lo alta, y las alas ridículas por lo estrechas... El sombrero de moda era de anchísimas alas y de copa tan baja, que no era digna de una verdadera canoa. Valga la verdad, hasta los chiquillos se reían, más o menos disimuladamente, de este pobre veterano (dando golpecitos sobre el sombrero), que les parecía una torre de Babel. Pero las modas pasan, y mi sombrero dura; así que, después de algún tiempo, volví a la ciudad, y noté que la bimba de este cura no llamaba la atención; por casualidad, y por poco tiempo, la moda coincidió con mi gusto, sobre poco más o menos; los sombreros de copa de los caballeros que veía pasar junto a mí eran de tamaño y figura del mío. Volví a planchar el vejete este, y al sombrerero no se le ocurrió proponerme que lo reformara. Estaba bien. Aquella forma era la corriente. Como las rechiflas de antaño no me habían dado frío, no me daba calor esto de andar a la moda por una temporada, de pelos arriba. Yo seguí contento con mi vetusta cobertura, no porque fuese de moda, sino porque era útil, conforme con su destino y las leyes constantes de la proporción. Otra vez volvió a estar mi sombrero anticuado, y volví yo a no incomodarme por eso. En el presente momento histórico, como dicen en el Congreso, mi chapeau vuelve a ser como los que se usan, ¿no es así, caballeros? Vuelve a la moda..., pero no me alegro; como no me dará pena que la moda se separe de mí. Larga pausa. -Pues lo que digo del sombrero, lo digo de la cabeza... y del corazón. Cuando escogí estado, cuando seguí mi vocación, cuando me aferré a mis ideas, a mi fe y a mis amores cristianos... no estaban de moda, no, la religión, la fe, ni el cristianismo. Ahora parece que entre la gente de más aristocrático pensamiento soplan aires místicos, o que así llaman, yo algo he leído de eso, y no todo me olió a farsa, aunque sí mucho. Bien venidos sean esos nuevos cristianos, si vienen solos, es decir, si no vienen con el diablo de la hipocresía o de la vanidad. Me temo, sin embargo, que esa ola favorable pasará; que la barca, que ustedes saben, seguirá luchando con las tempestades del mundo... Como quiera que sea, yo siempre tendré sabido que para Dios no hay evoluciones ni progresos; su gloria es eterna..., et nunc et semper. Perseguidos o respetados, nosotros siempre lo mismo. Y, poniéndose en pie, terminó diciendo: -Quien ve mi sombrero, me ve a mí. Según mi razón, escogí este chisme; según mi fe y mi conciencia, seguí la bandera de Jesús, y aunque hay muchas cosas que cambian y mejoran, no pueden variar las condiciones principales que debe tener un sombrero de copa alta, ni puede haber moda que eclipse la gloria de Cristo. ¡Ay del que le siga mirando si muchos o pocos le acompañan! A la moda, señores, en conclusión, le pasa lo que a la Academia, según la célebre sentencia de un crítico agudo: la moda es también una autoridad... cuando tiene razón. Hubo un momento de silencio. El amo de la casa se atrevió a romperlo, exclamando: -Usted saca el Cristo, señor cura, eso no vale. Dejemos las cosas de tejas arriba; en este bajo mundo... -¿Negará usted que la evolución es una ley universal demostrada hasta la sociedad? -El devenir. -Hégel... -Darwin... -Spencer... Mientras aquellos señores abrumaban al pobre cura de la Matiella con alardes de erudición filosófica de segunda o tercera mano, queriendo imponerle como leyes racionales las preocupaciones del propio psitacismo, yo le estaba agradeciendo al buen clérigo, en el fondo del alma, aquella lección sencilla y edificante, que venía a sancionar mis pesares más íntimos y mi conducta en la modesta cátedra, donde años y años llevo diciendo a mis queridos discípulos que procuren ser buenos ante todo, y además, y si tienen tiempo, que procuren encontrar por el camino que parece más racional, menos expuesto a engaños, una ciencia que yo no tengo y que, por lo mismo, no puedo en señarles. Hace tres lustros, yo me presenté en mi cátedra con un sombrero que no estaba de moda; tenía, es claro, buen cuidado de explicar siempre, porque en punto a filosofía, hay que atender poco a los sombreros que llevan los demás; pero con todo, por conciencia, también advertía siempre que lo corriente entonces no era pensar así. El positivismo (¡y qué positivismo el que llega a las masas de los ateneos, academias, cátedras, foros, congresos, clubs, anfiteatros y laboratorios!) era en aquellos días aquí en España la última palabra. Yo combatía con toda la fuerza de mi convicción las teorías capitales del positivismo, sin negar sus méritos, sus servicios, sus verdades particulares, ni el genio ni el talento de tales o cuales positivistas. Era yo joven, y parecía en cátedra un viejo, un rezagado. Pasaron años..., y mi sombrero, como el del cura de la Matiella, está por esos mundos del pensamiento, de moda; a la última... ¿Por qué no decirlo a los discípulos? Se lo digo con cierta satisfacción contenida, hasta algo melancólica. Mis ideas son novísimas, mi tendencia la de los jóvenes maestros de Europa y América...; pero yo no parezco un joven, porque voy siendo viejo de veras. Y como para el viejo, aunque no sea perro, no hay tus tus, sin que deje de halagarme el ver en autores flamantes confirmadas mis opiniones, no siento por ello demasiado calor. Y, como el cura de la Matiella, aunque pase la moda de mi sombrero, pienso conservarlo hasta que me muera..., y acaso después. Et nunc et semper. FIN
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