Si aquellos señorones ilustres jamás hicieron nada bueno ni malo a don Baltasar; si el prócer de la conciencia no tuvo la amabilidad de mandarle siquiera unos cartuchos de dulces a los hijos de Miajas, no se portaron así el año de gracia de 189… los dos ricachos americanos que habían sacado de pila, respectivamente, al hijo mayor Carlos y a la hija Pepilla.
El día de Reyes, muy tempranito, los chicos se encontraron en el terrado sendos juguetes de todo lujo: él, un guerrero indomable, con uniforme de teniente de caballería, con todas las armas y galones que eran de ordenanza; ella, una casa puesta para un matrimonio de porcelana, con ama de cría, un chiquitín y dos criadas, una de ellas negra. Era una maravilla. El entusiasmo de aquellos niños pobres, que otros años se contentaban con una caja de pinturas de peseta y una «pepona» de precio semejante, no tuvo límites… ni entrañas. A Marcelo, el hijo segundo, el más cariñoso, más aplicado y más metido por los mimos de su padre, los Reyes… no le habían traído nada, porque nada era un cartucho de dulces que se encontró al lado de esos soberbios juguetes. Pues bien, Pepilla y Carlos no tuvieron lástima, ni siquiera delicadeza, y delante de su hermano, sin padrino rico, ni pobre, porque lo había sido un abuelo, ya difunto, hicieron alarde de su riqueza, de su suerte escandalosa, de su alegría insolente. Los niños son así, ya lo dijo Víctor Hugo pintando el tormento de un sapo. ¿Cómo a don Baltasar no se le ocurrió remediar aquella injusticia de la suerte? No supo nada a tiempo. El encargado de dar la sorpresa fue un muchacho que, con el mayor sigilo, de parte de los ricachos americanos, dejó de noche, con pretexto de una visita, en el terrado, los regalos aquellos con tarjetas en que se leía: «A Pepilla. Gaspar» y «A Garlitos. Melchor». El cartucho de dulces de Marcelo era uno de los tres que su madre había comprado, porque aquel año el presupuesto de los Miajas andaba apuradísimo, y la noche anterior, la del cuatro al cinco, el matrimonio, con profunda tristeza, resignado, había resuelto, después de melancólica deliberación, que era una locura gastar aquel año en juguetes, por modestos que fueran, cuando no había apenas para garbanzos ni para remendar las botas de los chicos.
Cuando don Baltasar, muy temprano, subió al terrado y vio a sus hijos en torno del portentoso hallazgo y se enteró de todo, y contempló la alegría loca, salvaje, de los egoístas agraciados (¡inocentes de su alma!), y después miró a Marcelo que, pálido, sonreía con una mueca dolorosa, chupando la cinta azul de seda de su cartucho de dulces, sintió una angustia dolorosa en el alma, una especie de agonía de todo lo bueno que tenía su corazón puro, de pobre resignado. Aquello era lo mismo que una puñalada. Dios los perdonará, pero sus queridos compadres habían incurrido en una omisión grosera, de solterones sin delicadeza: muy ricos, espléndidos, pero que no sabían lo que eran hijos… Aquellos juguetes finísimos, de príncipes, valían uno con otro, lo menos… treinta duros… ¡Virgen Santísima! Pues con treinta reales hubieran podido Melchor y Gaspar hacer feliz a toda la familia… Y ahora, ahora…, en tono de broma, él, Miajas, estaba pasando por una amargura… pueril… que era inexplicable, por lo fuerte, por lo profunda.
Si hubiera sido Pepilla la desheredada, a grito pelado hubiera hecho constar la más enérgica protesta. Llanto y paradas durante tres horas, por lo menos. Carlos hubiera disputado a puñetazos el odioso privilegio, a no ser él el privilegiado… Marcelo…. sonreía, luchaba por vencerse, por disimular la tristeza, ¡y tenía ocho años! ¡Ángel de mi alma! ¡Qué culpa tiene él de que su pobre abuelo se le haya muerto y de que yo… deba aún al panadero todo el pan que hemos comido en diciembre. Miajas no sabía qué decir ni qué hacer, ni siquiera cómo mirar a su hijo segundo, que se quedaba sin juguete. Marcelo se fue hacia su padre, se le metió entre las rodillas y empezó a acariciarse las mejillas frotando con ellas los raídos pantalones de su señor padre. Su papá era su juguete, de movimiento, de cariño; así parecía pensar el niño consolándose.
Aquellas caricias de resignación monstruosa, resignación a los ocho años, exaltaron más la sensibilidad paterna. Don Baltasar se creyó inspirado de repente, una inspiración mitad amor, mitad rebeldía, y por ello fue por lo que exclamó con voz nerviosa, enérgica, de fingida alegría:
—Observo, señores, que aquí falta un rey.
—¿Qué rey, qué rey? —gritaron Pepita y Carlos.
—Sí, falta uno. A ti, el rey Melchor te regaló eso: a ti, eso el rey Gaspar… Falta Baltasar, que es el que trae el regalo de Marcelín, ¡cosa rica! Pero, amigo; como el rey Baltasar viene de más lejos, de más lejos, de allá, de… (Miajas era muy mal orientalista) de… la Conchinchina…, pues viene retrasado… por las nieves, ¡como los trenes a veces! Pero vendrá…. ¡Oh!, ¡yo te aseguro que vendrá! ¡No pasa de mañana, Marcelín, cree a tu padre!
Marcelo, con lágrimas de inefable alegría en los ojos, sonriendo entre lágrimas, como Andrómaca, miraba a su padre extasiado, dudando de su felicidad futura… Creía y no creía en los reyes; era acaso dudoso aquello del milagro de los juguetes puestos en el balcón por manos invisibles…, pero ahora se inclinaba a pensar que su rey esta vez iba a ser su padre y se lo agradecía ¡tanto!, ¡tanto! Era mejor así. Pero, ¿vendría el juguete?
—¿Y qué le va a traer? —preguntó Carlos entre incrédulo y envidioso de una dicha futura en la que ya no le tocaba nada.
—Eso… Dios lo sabe. Pero me parece a mí… que va a ser… ¿Tú qué opinas, Marcelo?
Márcelo era particularmente aficionado a las defensas de plazas fuertes, era el Vauban de la casa, y mientras Carlos se armaba hasta los dientes, él prefería construir murallas de cartón, y con un ingenio positivo, improvisaba aspilleras, cañones, reductos, combinando los más heterogéneos desperdicios de la industria: dedales viejos, rodajas de pies de butacas rotos, cápsulas vacías de escopeta, cajas de cerillas y otra porción de inutilidades que, combinadas y distribuidas, convertían la mesa del comedor en una fortaleza muy respetable.
Marcelo opinó que el rey Baltasar le traería, si era amigo de cumplir, soldados de latón, de artillería, con cañones y todo… |