No sé cómo, mi discurso ha pasado de tratar de las amistades entre hombres hechos y derechos, es decir, sabios —hablo de esa sabiduría que realmente podemos encontrar en un hombre—, a las amistades más livianas. Por esto mismo, volvamos a aquellas primeras amistades y concluyamos de una vez con este debate.
La virtud, decía, Gayo Fanio y Q. Mucio, la virtud es lo que une las amistades y las mantiene: en ella hay armonía, firmeza, estabilidad; cuando se nos muestra ella misma, arroja su luz y observa y reconoce esos mismos rasgos en otro, se le acerca y acoge a su vez lo que hay en el otro: por esto se enciende ya sea el amor, ya sea la amistad —ambos términos derivan de “amar” y amar no es más que apreciar a aquel que ames en sí mismo sin carencias, sin buscar ningún provecho, a pesar de que este provecho pueda brotar de la amistad incluso cuando tú menos lo busques. Sentí aprecio y esta benevolencia cuando era joven por estos ancianos, Lucio Paulo, Marco Catón, Gayo Falo, Publio Násica, Tiberio Graco —el suegro de mi Escipión—; pero esta brilla con más fuerza entre iguales, como sucedió entre Escipión, Lucio Furio, Publio Rupilio, Espurio Mumio y yo. A su vez, los ya ancianos también encontramos placer en el cariño de los jóvenes, como el vuestro o como el de Quinto Tuberón; de hecho, incluso me deleita especialmente mi estrecha relación con los jóvenes Publio Rutilio y Aulio Virginio. Puesto que es ley de vida y de nuestra naturaleza que a una generación le siga otra, aun así no hay más remedio que desear que puedas llegar a la meta, por así decirlo, con aquellos que salieron contigo en la salida. Pero como todo cuanto tiene que ver con los hombres es frágil y pasajero, siempre hay que buscar a a algunos a los que apreciemos y que nos aprecien; si privamos a la vida del cariño y esta bondad, la vida se queda sin motivos de gozo. Para mí Escipión, aunque la muerte me lo haya arrebatado de repente, vive y siempre seguirá vivo: he amado la virtud de este hombre, la cual no se ha apagado, y no la veo yo solo, que siempre la tuve muy próxima, sino que incluso para las futuras generaciones será ilustre y eminente. Nadie nunca podrá aspirar o desear alcanzar las cotas más altas sin pensar que no debe tener en cuenta su recuerdo y su imagen.
En efecto, de entre todo aquello cuanto la fortuna o la naturaleza me ha otorgado, nada tengo que pueda comparar con mi amistad con Escipión. En ella hallé un común parecer sobre la política, consejos para mi vida privada y una tranquilidad llena de placer. Nunca lo ofendí, ni siquiera en el más mínimo aspecto, porque lo habría notado; nada le oí decir que yo no quisiera: teníamos un mismo hogar, un mismo modo de vida que compartíamos y no sólo habíamos compartido nuestro servicio militar sino también nuestros viajes al extranjero y salidas al campo. ¿Y qué podría añadir sobre su pasión por conocer siempre algo y aprenderlo? En estos afanes consumimos todo el tiempo que pasamos alejados de la política y de los ojos del pueblo. Si el recuerdo y la memoria de todo esto hubiera desaparecido con él, no podría soportar de ninguna manera mi añoranza por un hombre al que estaba tan unido y quería tanto. Pero ni estos recuerdos han desaparecido sino que más bien se alimentan y crecen con mis pensamientos y mi recuerdo y, si careciera de ellos, mi propia vejez sería mi mayor consuelo: ya no tendré que vivir mucho más con esta añoranza. Todo lo breve resulta más soportable por más grande que sea.
Esto es cuanto tenía que decir sobre la amistad: os animo a que valoréis la virtud —sin la cual no puede existir la amistad— hasta tal punto que penséis que, a excepción de ella misma, no hay nada más valioso que la amistad. |