Camino del colegio, por aquella calle de casas señoriales, a través de cuyo zaguán se entreveía en el patio anchuroso, entre la blancura del mármol, verde, fina, solitaria, una palma, cierta casa de persianas siempre corridas y cancela cerrada por un portón, conventual y enigmática, me intrigaba. ¿Qué familia, qué comunidad recatada podía habitarla? Jamás, en mis diarias idas y venidas por delante de ella, pude ver un balcón abierto, y rara vez el verdulero detenía allí su borriquillo para pasar a través de una reja, la celosía apenas entreabierta, su fresca y brillante mercancía de tomates, pepinos y lechugas.
Una mañana de invierno, camino yo del colegio más temprano, roja aún la luz eléctrica en algún cristal, luchando con el vago amanecer, al cruzar aquella calle vi parado un coche ante la casa; un coche de punto, viejo y maltratado, echada la capota, y el cochero de pañolillo blanco anudado al cuello, gorra de hule ladeada en la cabeza y una pierna sobre la otra en actitud jacarandosa, como quien espera. Por la acera, una mujer alta vestida de amarillo, el abrigo de piel derribado sobre un hombro, paseaba dando voces coléricas junto a la puerta de la casa, al fin abierta.
Un temor infantil me impidió pasar junto a ella, y desde la otra acera vi su cara pálida y deslucida, cubierta de pesados afeites, el pelo estoposo teñido, negreando a ambos lados de la raya que lo dividía sobre la frente, terrible y risible, con algo de muñeca flácida cuyo relleno se desinfla. Por la cancela abierta de la casa venía un relente de perfume rancio, de vicio que la ley pasa por alto y ante el cual la religión cierra los ojos. El cochero, en su pescante, reía de los gritos de la mujer, y recostado de mala gana en el quicio de la puerta, un policía contemplaba abstraído y soñoliento. |