El alma de la tarde se anuncia en la furtiva
esquila del rebaño que retorna: la laguna
—tal un gran ojo herido por una luz muy viva—
espera el milagroso vendaje de la luna piadosa.
Bajo el Angelus el valle se apacigua;
la hora, que vestida de seda azul se aleja,
le da al paisaje, donde la lumbre se amortigua,
una dulzura ingenua, como una estampa antigua.
Deja que nos penetre toda esa calma,
deja que el alma se disperse como un olor de rosas
en este ambiente tibio de seda extenuada...
Es dulce cuando se ajan las tardes silenciosas
pensar las mismas cosas y no decirse nada.
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