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"La princesita blonda" |
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Biografía de Alberto María Candioti en Wikipedia | |
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La princesita blonda |
Cuento medieval | ||
Había una vez, en la lejanía de los tiempos medios, en las márgenes del Rhin, un vetusto y sombrío castillo, sito en la eminencia de un picacho. Desde él se atalayaba el serpentear del viejo río, sus costas barrancosas e imponentes, y las campiñas, floridas en el estío y blancas de nieve en la estación inclemente. Las tierras colindantes del castillo eran feudo de un viejo y venerable príncipe, austero y cristiano. El feudal había enviudado al lustro de sus bodas, y como fruto de sus amores habíale dado el cielo una hija encantadora, que al tiempo de nuestro cuento había vivido diez y seis florecimientos. Esta joven princesita, como todas las princesitas de las consejas, era rubia, buena, hacendosa, devota y romántica. Por las tardes gustaba sentarse junto al ventanal de su salón y oyendo una narración brujeril de la dueña, o un relato heroico de un escudero, o una plática piadosa de un monje, nuestra blonda princesita miraba la lejanía con la esperanza de ver surgir del desconocido horizonte la figura de un joven desfacedor do encantamientos, como lo prometía la dueña; valiente, temerario y victorioso, como bramaba el escudero; casto y cristiano ferviente, como murmuraba el monje... Y pasaban los días... Los ojos de la princesita veían blanquear de nieve y teñirse de polícromas florecillas los campos, sin que lo tanto y tan pacientemente esperado llegara a ser realidad. En el castillo existía un mago, hombre longevo y sapientísimo, que acompañó al príncipo feudal en sus correrías juveniles por el Imperio Griego y por Siria, cuando había ido a engrosar el número de cruzados, en aquellas empresas fantásticas que conmovieron a la cristiandad en un delirio heroico-religioso. Este mago, que había perfeccionado su ciencia oculta gracias a las confidencias de un desencantador de Bizancio, luchaba cotidianamente con las malas artes de un brujo invisible, que se empeñaba en encantar a la blonda y buena princesita. Y la joven, de ojos glaucos y trenzas de oro, pasaba las tardes en el ventanal y junto a la rueca, hilando sin fin y oyendo cuentos y narraciones sin término, y mirando inútilmente la lejanía... Mas un día... ¡qué día aquél!... la princesita vio, en el horizonte un corcel que, a todo galope, llegaba al castillo. Su corazón le anunció algo grande. Consultó a las dueñas y a las damas de compañía, interrogó a los familiares y escuderos, llamó al bufón... ¡Nadie pudo decirle si el caballero que venía era el personaje tanto tiempo aguardado! Llamóse, al fin, al mago, y éste, gravedoso, llevóse una mano al pecho e indicando con la otra el camino, sentenció: — Princesita y señora, os ha llegado el momento de decidir vuestro porvenir. Montado en ese brioso corcel, que parece fatigado de tanta correría, viene un hombre capaz de haceros feliz... — Es menester recibirlo dignamente, ordenó la princesita, apresurándose a ponerse hermosa mediante la ayuda de sus damas. En el castillo se oyeron cuernos y trompetas. El príncipe feudal dispuso personalmente los homenajes que debían remdirse al huésped. Mientras tanto el caballero se aproximaba veloz, y su caballo hacía resonar el camino y espesa nube de polvo lo envolvía en su carrera. Cuando el desconocido llegó junto a la puerta del palenque el viejo feudal ordenó que se abriesen, y él, personalmente, fue junto al restrillo, presenció la caída del puente, y al recibir al viajero fue mucha su sorpresa, y la de todos, al ver que el creído hidalgo era un mísero y viejo mendigo. — Recibidle como a igual — se apresuró a decir el mago — es un príncipe encantado... El viejo feudal escuchó a su mago. El mendigo fue hospedado principescamente, con admiración de los familiares, de los siervos, de la servidumbre y la mesnada. Al siguiente día de su arribo, el caballero-mendigo fue presentado solemnemente a la princesita. — Soy un príncipe joven — dijo el huésped a la cuitada princesita blonda. — No lo parece — respondió secándose unas lágrimas de desilusión. — Aunque no lo parezca y no lo creáis, digo la verdad. Me he enterado que sois la mujer ideal que tanto busco. Vengo a pediros que seáis mi esposa... — ¿Qué mal hice, padre, para recibir de Dios tan cruel castigo? ¡Desposarme con un viandante pordiosero que asegura ser príncipe!... ¡Oh, y si no lo fuese!... — Necesito vuestra respuesta, princesita hermosa. — Si sois príncipe como aseguráis, también seréis caballero y no exigiréis de mí, con tanto apremio, respuesta que se ha de meditar calmosamente. — Os doy siete días paea que meditéis; al término de ellos volveré a presentarme ante vos, señora mía... Fueron siete días de duelo en el castillo. Lloraba la princesita su desdicha: lloraba el viejo príncipe por el dolor de su hija; lloraban las dueñas y las damas, los familiares y los siervos... Cada uno do esos siete días que pasaba hacía aumentar la angustia de todos. ¿Qué respondería la princesita? Inútiles fueron los esfuerzos del mago del castillo por demostrar que el mendigo era un príncipe; inútiles resultaron sus conocimientos para desencantar al mendigo-caballero; en vano consultó viejos pergaminos, invocó a los dioses ocultos, asistió al aquelarre, habló con los búhos y conjuró a la luna. Su sabiduría era incapaz de desencantar al extranjero. Llegó el día temido. El extraño personaje volvió a presentarse ante la blonda princcsita, llevando una flor en su diestra. — Princesita de ojos color de lago y de cabellos áureos; ¿qué respondéis? — No puedo daros respuesta. Si mi destino es seguiros, os seguiré. — ¿Sin amarme? — ¡Sin amaros!... — ¿Me amaríais, si desencantado tornase a ser lo que he sido, el más apuesto y hermoso príncipe cruzado? — ¡Si así fuese!... ¡Si vuestras palabras llegasen a ser realidad!... Recién en ese instante los conjuros, sortilegios y oraciones del mago del castillo, tuvieron efecto: el mendigo quedó al pronto desencantado y, ante la inenarrable sorpresa de todos, convertido en el más gentil, airoso y noble príncipe que haya existido en aquellas lejanas edades. Sonrió la rubia princesita, su alegría fue inmensa y prestamente su corazón se sintió conmovido por un sentimiento amoroso, que se traducía en el ardor de su mirada y en la grana de sus mejillas. — ¿Me amáis ahora? — ¡Os adoro! — Princesita ligera que advertís sólo las exterioridades humanas, ahora me amáis al verme joven, apuesto, hermoso y ricamente trajeado. ¿Sabéis acaso si soy más bueno y más digno, más valiente y más cristiano, ahora que antes? ¡No, sin duda!... No seréis mi esposa, princesita loca, princesita tornadiza... ¡Bendito sea quien me quitó el encanto, pues me hizo conocer la verdad de un amor frívolo!... Al terminar, el príncipe desencantado depositó la flor que conservaba en su diestra en las trémulas manos de la princesita, y dijo: — Sería un insensato si os escuchara, puesto que vuestro amor duraría lo que dure este lirio... Volvió las espaldas el principe-caballero y, ante la consternación de todos, salió del castillo, montó en su corcel y se perdió en la brumosa lejanía... El brujo invisible logró, entonces, encantar a la princesita, haciendo que quedase inmóvil, sentada ante el ventanal de su salón, mirando el camino del campo, en inútil espera de un nuevo caballero-mendigo que viniese a ofrecerle su cariño... ALBERTO M. CANDIOTI Caras y caretas (Buenos Aires). 11-12-1920, n.º 1.158 |
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