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"Dos compañeros de oficio" |
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Biografía de Saturnino Calleja Fernández en Wikipedia | |
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Dos compañeros de oficio |
Una vez, vino muy a menos el negocio del robo en cierta población de la India. La gente se había tornado de pronto cautelosa y había buscado cerraduras inglesas, cajas de seguridad, timbres de alarma y toda suerte de máquinas infernales destinadas a dejar sin trabajo al gremio de los ladrones. Sus negocios, pues, marchaban muy mal. Los patronos de los ladrones se reunieron y acordaron rebajar los jornales de sus operarios, en proporción a la baja de las ganancias; pero éstos empezaron a quejarse, y unos cuantos, de ideas avanzadas, llegaron hasta a hablar de una gran huelga, diciendo que todo era una farsa tramada por un grupo de patronos para defraudar a los obreros. Celebráronse violentas conferencias entre los comités elegidos por obreros y patronos, sin llegar a un acuerdo. Mientras tanto, la industria iba de mal en peor, hasta que, por último, desesperados los patronos, se retiraron del negocio, dedicándose a buscar alguna otra profesión honrada. No tardó en sobrevenir la bancarrota, y entonces, todos los ladrones de menor cuantía, fueron desapareciendo uno tras otro, dejando un solo representante de su antigua y honorable profesión. Este individuo no era hombre capaz de abandonar el barco náufrago. No era él uno de esos ladronzuelos sin importancia, que lo mismo roban al descuido que hacen los vagos; él no era un vagabundo cualquiera, sino un ladrón de tomo y lomo, que se enorgullecía de su profesión, porque hay ladrones que tienen a gala serlo; amaba su arte por el arte mismo, tanto que si el porvenir hubiera sido más despejado, quizás hubiese llegado a ser algún día... Pero dejémonos de digresiones y volvamos a nuestro asunto. A pesar del entusiasmo, de la integridad y de la heroica resolución de nuestro último ladrón de permanecer en su puesto a bordo del navío náufrago, del cual habían huido como ratas todos menos él, el negocio siguió empeorando y llegó a ponerse tan malo, que un día el hombre se asió a una última esperanza para contener la marea de la adversidad. Cogió una gran olla de barro, la llenó de arcilla y echó encima una capa de miel de caña. Luego se puso la olla en lo alto de la cabeza y salió por las calles de la población pregonando: —¡A la buena miel! ¿Quién quiere la rica miel? Mientras esto ocurría en la ciudad, no marchaban mejor las cosas en el campo. Los ladrones rústicos estaban pasando tan mala época como los ladrones urbanos. Aquel año no habían soplado los monzones y las cosechas se habían perdido, a consecuencia de lo cual había gran carestía en todo el territorio. Después de una ruda lucha con su conciencia, todos los ladrones campestres habían recurrido a otros oficios para vivir; todos menos uno, que, como nuestro amigo el ladrón de la ciudad, no era un cualquiera en la profesión, sino un artista asiduo e inteligente; y siguió solo con el negocio hasta que las cosas concluyeron por ponerse tan desesperadamente malas, que tuvo que irse a la ciudad para ver si el porvenir tomaba otro giro. Pero aquello estaba peor que el campo. El honrado ladrón se hallaba realmente en un trance apurado, quería ganarse la vida con su profesión y no encontraba trabajo ninguno. Un día, ya medio muerto de hambre y aburrido de no hacer nada, se le ocurrió coger una olla de barro, llenarla de arcilla, poner encima una delgada capa de manteca y salir por la población con la olla a la cabeza, gritando: —¡A la buena manteca! ¿Quién quiere la rica manteca? Y ocurrió que ambos honrados vendedores se cruzaron y volvieron a cruzarse varias veces por las calles, el ladrón de ciudad, ponderando las ocultas virtudes de su olla de miel, y el ladrón de campo, ensalzando las maravillosas cualidades de su manteca. Pero la suerte no favorecía su honrada empresa, gruesas gotas de sudor rodaban por sus caldeadas frentes, y sus humedecidos turbantes se entraban más y más en sus respectivas cabezas, bajo el peso de las ollas respectivas, mientras que los pies se les quemaban y herían de tanto pisar el abrasado pavimento. Después de seis horas de inútiles paseos bajo un sol tropical, volvieron a encontrarse, y entonces el ladrón de campo pensó: «Voy a cambiar la miel de ese ciudadano por mi arcilla; siempre será una compensación. » Y el ladrón de ciudad pensó a su vez hacerse con la manteca del rústico a cambio de su arcilla. —Hermano—dijo el ladrón de campo—, los dioses no se nos muestran propicios, porque hemos equivocado el artículo que vendemos. Si te parece, vamos a cambiar. —Tienes razón, hermano—exclamó el ladrón de ciudad—; tus palabras son las palabras de la sabiduría; cambiemos. Y cambiaron las ollas, yéndose cada cual a su casa muy contento por habérsela jugado a un hermano; pero cuando destaparon con ansiedad las ollas, encontraron... ¡arcilla! Ambos determinaron vengarse, y al día siguiente se echaron a la calle con este propósito. Pero cuando se vieron, se abrazaron larga y silenciosamente. —Hermano—díjole el ladrón campesino—, uniendo nuestros talentos podemos sacar partido de nuestra profesión, pero la ciudad está mala ahora. Más vale que nos vayamos al campo. —Muy bien, hermano; vámonos inmediatamente. Como no tenían equipaje que llevar, se pusieron en marcha en el acto y recorrieron bastantes leguas sin encontrar trabajo. Por todas partes no había más que hambres y miseria, y no se encontraba ni un plátano que robar. Al fin, ya cansados y con los pies doloridos, tropezaron con un gordo y próspero prestamista, que parecía ser el único hombre satisfecho de esté - mundo. —Favorecido del cielo—díjole el ladrón campestre, haciendo una profunda reverencia—. ¿Tiene el protector de los pobres la bondad de dar algún trabajo a dos honrados menestrales? —¡Honrados menestrales!—exclamó riendo el de la panza gorda—. ¡Querréis decir vagabundos empedernidos!¡Lejos de aquí! ¡No tengo trabajo para gente como vosotros! —¡Ten compasión, porque nos morimos de hambre!— imploró el ladrón ciudadano—. Danos cualquier trabajo, aunque sea por una comida. No te pedimos más. —¡Ja!, ¡ja! ¡Cualquier trabajo! ¡Estoy por cogerte la palabra!—y volvió a reírse hasta que su faja burbujeaba materialmente a impulsos del mar de carne que tenía debajo. —¡Bueno!—siguió—. Mañana empezarás. No tienes que hacer más que regar aquel árbol, aquel mango que hay en el extremo de mi huerto. Echa el agua suficiente para humedecer el suelo de alrededor; ni más, ni menos. El agua la sacas del lago con las ollas que encontrarás en la casa. En cuanto a tu amigo, que por su modo de hablar veo que es de la ciudad, se encargará de llevar mi vaca a pastar al campo. Os daré por vuestro trabajo un puñado de arroz. ¿Lo habéis oído? —Oír es obedecer; se hará como manda el protector de los pobres. A la mañana siguiente, el ladrón de la ciudad sacó la vaca, pensando que era más afortunado que su compañero, porque seguramente valía más andar por el campo que estar sujeto en casa. Pero no conocía a la vaquita, que, apenas olió el aire del campo, rompió de un tirón la cuerda con que la llevaba de la mano el ladrón y salió corriendo, saltando, brincando, corneando y dando patadas como si de repente se le hubieran metido en el cuerpo diez mil demonios. El honrado ladrón, temiendo perder la vaca, la siguió todo el día saltando setos, zanjas, matorrales y zarzas, hasta que, todo maltrecho, herido, aporreado, arañado y sangrando por todo el cuerpo, regresó a casa por la noche en un lamentable estado y con un humor de todos los diablos. Mientras él corría por los prados, el ladrón de campo no había escapado mejor. Creía inocentemente que todo su trabajo del día se reducía a coger la olla de agua para el riego, pero no sabía qué arbolito tenía que regar. Apenas echó el agua, se quedó la tierra tan seca como antes. Fue a la laguna, trajo dos ollas más y las vertió junto al árbol con igual resultado. Dos más... y nada. El mango tenía una sed insaciable. Hubiera vertido sobre sus raíces toda el agua que lleva el caudaloso Ganges y el agua habría desaparecido como si cayera en un pozo sin fondo. Desde por la mañana hasta por la noche estuvo yendo y viniendo de la laguna al árbol, con las pesadas ollas al hombro y, sin embargo, el mango seguía tan seco como la garganta de un borracho. Los dos ladrones se reunieron por la noche, no sin haber procurado quitarse toda señal que delatase lo rudo del trabajo hecho durante el día. —¿Qué tal te ha ido, hermano?—preguntó el ladrón campestre. —Muy bien, hermano. Apenas llegué al campo, solté la vaca, extendí mi turbante bajo un árbol, me tumbé y me he pasado el día durmiendo de un tirón. Cuando me desperté encontré a la vaca pastando tranquilamente a poca distancia. Silbé y vino trotando detrás de mí todo el camino, tan dócil como una cordera. Es la verdadera encarnación de la diosa de la mansedumbre y mañana le voy a adornar la cuerna con una guirnalda de flores. Y diciendo esto, el honrado ladrón dió una larga fumada a su pipa con la mayor tranquilidad. —Me alegro de veras, hermano, que te haya ido tan bien, porque yo he sido igualmente afortunado. Con una olla he tenido bastante para realizar mi trabajo, y he estado durmiendo en la terraza hasta que has venido. Hubo una larga pausa, durante la cual sólo se oyó a los perros del campo que ladraban alegremente al sentir el fresco de la noche. El ladrón campestre miró furtivamente a su compañero, y por fin le dijo con indecisión: —Hermano, tú eres de la ciudad y no es justo que trabajes en el campo. Yo, que soy rústico, estoy más acostumbrado. ¿Qué te parece, hermano? ¿Cambiamos? —Tienes razón, hermano—respondió el otro, ocultando trabajosamente su ansia—; cambiemos. Es verdaderamente admirable tu bondad y te agradezco mucho que mires de ese modo por mí. Sólo puedo pagarte dándote un humilde consejo. Me ha parecido que el suelo está algo duro para dormir, por lo cual creo que debes llevar mañana una cama de cáñamo. Y el ladrón rústico sacó al día siguiente la vaca, llevando en la cabeza su cama; pero ¡qué trabajos pasó en aquel terrible día! La vaca comió y coceó con más furia que nunca, asustada, quizás, por el enorme fardo que su conductor llevaba a cuestas. Fuera por lo que fuera, el caso es que el pobre hombre tuvo que saltar setos y zanjas con la cama a la cabeza, porque no se atrevía a dejarla en ningún lado por miedo de que se la robasen. Una vez, por variar la monotonía de las molestias, ató la cuerda de la vaca a la cama y se sentó encima; pero la perversa res arrancó furiosamente como un demonio y tiró a su guardián con la cama a una zanja llena de inmundicias... En cuanto al ladrón de ciudad, como no había sacado nunca agua de una laguna, ¡ya os podéis imaginar lo que sufrió' Por la noche se reunieron ambos ladrones en un largo y frenético abrazo. Ambos comprendían que habían encontrado un espíritu semejante, un alma simpática. Eran inútiles las palabras. Al fin el ladrón campestre dio expresión a sus pensamientos: —Hermano, ¿qué habrá en las raíces del mango? ¿Vamos a cavar para verlo? —¡Muy bien, hermano, muy bien! ¡Cavemos! Y, cuando dormía todo el mundo, cogieron dos azadones y empezaron a cavar alrededor del árbol. Trabajaban por turno. Ya el pozo tenía más de diez metros de hondo; se hallaba en el fondo el ladrón de la ciudad, mientras que su compañero permanecía arriba, dispuesto a sacar con las ollas los restos de tierra, arrancada por el primero; y habían ya las ollas bajado y subido varias veces, cuando llegó a los oídos del ladrón campestre, que estaba arriba, un agudo sonido metálico. —¿Qué es eso, hermano?—preguntó con ansiedad. —¡Calla, hermano, calla! ¡Dos ollas llenas de oro! Baja el ban-key y colgaré una a cada extremo. El ban-key descendió; el ladrón de arriba sintió los dos pesos, uno en cada extremo del palo; se echó éste al hombro y huyó con el dinero, creyendo dejar a su compañero en el fondo del pozo... Corrió cuanto pudo a través de los campos, sofocado bajo el peso de su carga, hasta que al romper el día llegó a su pueblo natal, y entonces no pudo menos de reírse al pensar lo fácilmente que había burlado a su compañero. —¡Qué tonto!—exclamó riéndose—. ¡Dejarme sacar las dos ollas, mientras él estaba en el fondo del pozo! ¡Ja!, ¡ja! —¡Poco a poco, hermano!—replicó a sus espaldas el ladrón de ciudad—. No había más que una olla. Soy yo quien viene sentado en la de detrás. El ladrón campesino estuvo a punto de dejar caer el ban-key del miedo que le dió oír la voz. ¡Sí! Sentado detrás, en el sitio de la otra olla, estaba el ladrón de ciudad, sonriéndose del modo más amistoso. ¡Qué tonto había sido su compañero!... ¡Le había traído a cuestas todo el camino! Era inútil regañar por aquello, y además, por regla general, se tratan entre sí con más tacto los ladrones que los diplomáticos de las grandes potencias. Por lo tanto, el ladrón campesino puso buena cara e invitó a su camarada a pasar el día en su casa. Ya de noche, cuando no había peligro de que los viese nadie, sacaron la olla llena de oro y se pusieron a repartírselo. La olla rebosaba de los mohurs más relucientes y rojos que habían alegrado su vista desde que tenían uso de razón. Estaban emocionadísimos, cosa perfectamente perdonable después de las grandes privaciones que habían sufrido últimamente; así, pues, transcurrieron unos minutos antes de que pudieran comenzar el reparto. Moneda tras moneda fue sacado el oro y colocado alternativamente en dos montoncitos que, al crecer, les arrancaban gritos de alegría y exclamaciones de satisfacción y de asombro. Al fin quedó vacía la olla, sobrando un mohur de oro que, naturalmente, no podía partirse por la mitad, y se suscitó una cuestión sobre quién de los dos debía quedarse con la moneda. Ambos se creían con mayores derechos: uno alegaba el del descubrimiento, y otro el de ocupación. Cualquiera que los hubiera oído los hubiera tomado por dos jurisconsultos discutiendo algún caso famoso ante el presidente del Tribunal Supremo; tan sorprendente era su agudeza forense, tan profundas las sutilezas legales con que aquellos ladrones defendían la posesión de la solitaria moneda de oro. —¡Cambiémosla, hermano!—exclamó por último el ladrón campestre—. Ocultárnosla en algún sitio seguro esta noche y mañana la cambiaremos en rupias en el mercado. —Muy bien, hermano; escondámosla. Envolvieron el mohur en un trapo y lo escondieron. Después se fueron a dormir. El ladrón urbano se despertó a las dos horas, y, sospechando de su amigo, fue a ver la moneda de oro al sitio donde la habían escondido. ¡La moneda no estaba allí! Pero en vez de armar jaleo por la pérdida, el ladrón se acercó silenciosamente a su amigo, que dormía profundamente, y le examinó las manos. ¡Sí; tenía el brazo blanco hasta el codo! —¡Este granuja ha escondido la moneda en el saco de la harina!—pensó riéndose. Y no se había equivocado, porque hundiendo el brazo en el talego sacó la moneda envuelta en el trapo. Entonces hizo con ella lo que luego se sabrá y se volvió a dormir. El ladrón campesino se despertó poco después, y deseando asegurarse de que la moneda seguía en el saco donde la había escondido, fue a verla. ¡No estaba allí! Pero como era tan listo como su amigo, no escandalizó por él nuevo robo, sino que se acercó a su dormido camarada y empezó a tocarle las extremidades. ¡Tenía ambas piernas frías y húmedas hasta la rodilla, y lo mismo el brazo derecho hasta el codo! —¡Este pillo la ha escondido en la charca!—murmuró entre dientes, y se dirigió a ella a obscuras. Al acercarse al agua por un lado, las ranas que había en la orilla se echaron al agua asustadas. Igual ocurrió por el segundo y tercer lado, pero no por el cuarto, en el que reinaba la mayor tranquilidad y silencio. —Ya veo que ha estado aquí ese granuja y ha espantado a las ranas—dijo—, y riéndose de su penetración se puso de rodillas, introduciendo el brazo derecho en el agua hasta que pescó el trapo. Lo extendió apresuradamente y encontró que la moneda había desaparecido. ¡Su ladino compañero la había escondido en otra parte y había metido el trapo en el agua para desorientarlo! ¿Dónde estaría la moneda? Era imposible averiguarlo sin tener ningún rastro. Pero resolvió vengarse. Corrió a su casa, despertó a su mujer y le dijo que le diese una cuerda fuerte y un trozo de lienzo para envolver y atar de pies y manos al ladrón ciudadano como un cadáver y llevarlo a cuestas al campo. Antes de que pudiera despertarse, el durmiente estaba envuelto y atado, y su compañero arrastraba, seguido de su mujer, la cual iba mesándose los cabellos y dándose golpes en el pecho para hacer creer que se había muerto el hermano de su marido. Cuando llegaron al cementerio, distante media legua del pueblo, el ladrón campesino mandó a su mujer que se volviera a casa, y luego, pasando la cuerda por la rama de un árbol a modo de polea, dejó colgando en el aire el supuesto cadáver. Apenas lo hubo hecho, oyó pisadas, y al tender la vista por el campo vió venir una cuadrilla de bandidos, por lo cual dejó a su compañero suspendido entre cielo y tierra, como dicen que está el féretro de Mahoma, y lleno de espanto se apresuró a encaramarse en un árbol próximo para esconderse entre el ramaje. Llegaron los bandidos alegremente, riéndose y bromeando, y no tardaron en ver el cadáver en tan fantástica postura. —¡Eh, muerto!—gritó el capitán—. Ya te hemos visto la cara; veremos ahora si nos das buena suerte en esta expedición. Y sin añadir más, los bandidos se marcharon. Pero el ladrón campestre tenía tanto miedo, que no se atrevió a bajar de su escondite, temiendo que los bandidos volviesen inesperadamente y le degollasen para que no los delatara. Y sus cálculos fueron ciertos. Al poco rato volvieron los bandidos, riéndose y bromeando más regocijadamente que antes, porque habían hecho un buen robo en casa de un ricacho de las cercanías. El ladrón campestre devoraba el botín con los ojos glotones, porque había vajillas de plata, joyas y piedras preciosas en gran cantidad. Le comía la envidia. De pronto, oyó decir a un bandido: —Capitán, ese muerto nos ha traído la buena suerte. Vamos a llevárnoslo para mirarlo todas las mañanas y que nos proporcione tan buena fortuna como hoy. —Tienes razón, amigo. Voy a cortarle la cabeza con el alfanje. El osado capitán trepó por el tronco del árbol hasta llegar al cadáver, y ya había desenvainado el arma para descargar el golpe fatal, cuando el muerto hizo una contorsión espantosa, y un alarido terrorífico y endemoniado como nunca hubo oído en su vida, resonó en las propias narices del capitán de bandidos, que lanzando un grito de terror, se cayó del árbol. —¡Un fantasma!, ¡un demonio!—gritaron los ladrones; y dejando el rico botín, echaron a correr, como si les persiguiese el mismo diablo. —¡Ja!, ¡ja!, ¡amigo mío!—exclamó el ladrón de la ciudad, dirigiéndose a su compañero—. Me dejaste en el aire y huiste a ese árbol cuando llegaron los bandidos, pero yo solito me he bastado para robar a una cuadrilla de ladrones y quedarme con todo lo que poseían. Ahora di quién tiene más derecho a la moneda de oro. —¡Tú, hermano, tú! ¡Y que de salud te sirva! Diciendo esto, el ladrón de campo bajó de su escondite, muy contento por haber librado la pelleja, y quitó a su compañero de la incómoda postura en que se hallaba. Luego recogieron todas las joyas y el dinero abandonados por los bandidos y se fueron amistosamente a casa del ladrón campestre, donde vivieron muy felices y tuvieron muchos hijos que, andando el tiempo, fueron la alegría de sus padres, porque supieron practicar con provecho y honradez la antigua profesión de los autores de sus días. |
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