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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"Venganza"

Capítulo 3

 

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en Wikipedia

 
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Venganza
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III

Las cosas iban de mal en peor. Los mineros abusaban cada vez más para burlar a los campesinos. No era sola la culpa de ellos; eran ¡as mujeres que no tenían vergüenza.

El vallecillo ardía en intrigas, en malas pasiones, en lujuria. Las minas seguían negando sus filones, no se admitía gente a trabajar, tenían que emigrar los naturales del país y dejar sus casas y sus mujeres, mientras que los intrusos venidos de fuera, se refocilaban en buenas comilonas y no dejaban de tocar la guitarra, rondar a las muchachas y hasta a las casadas jóvenes y emborracharse y jugar en casa de las «Rayadas.»

Lo había invadido todo la ola de la voluptuosidad. Se decía de más de cuatro mujeres cuyos embarazos no coincidían con la fecha de la ausencia de sus maridos; se murmuraban mil historietas sabrosas, como cuentecillos italianos, y se hablaba de bodas apresuradas para ocultar el estado de la novia, del cuai ciertamente no era el novio el responsable.

Rosa había encontrado un infeliz que se casara con su alvina. Había sido el padrino Pablo, a pesar de los denuestos y maldiciones de su mujer que padecía ahora una colambre arrugada en un enflaquecimiento que no le hacía perder mole a causa de sus ataques al corazón.

El marido de la muchacha era hijo de un labrador rico de la Hortichuela que en vano se había opuesto a la boda. Se había celebrado la ceremonia con gran pompa en Nijar, y al regreso buscando el claror de la luna para andar el camino, se habían extraviado de la comitiva las yeguas que montaban el novio y Pablo llevando a la grupa respectivamente a la suegra y a la desposada. Como ambas parejas habían perdido el camino no parecieron hasta el día siguiente, y por cierto a Pablo y Rosa se les había escapado la cabalgadura y parecieron andando con las mantas y las zaleas a cuesta.

Pero el colmo del escándalo no era ese. Era una cosa increíble, monstruosa, una profanación sin nombre: ¡«Fraséala Tonta» estaba en cinta!

El atentado contra aquella virgen agreste, guardada en su fealdad y su miseria, era la deshonra del valle. La infeliz no había tenido conocimiento de su desgracia. Recordaba la madre haberla visto llegar un día excitada, temblando, desgarradas las ropas en una de las crisis nerviosas que le eran frecuentes.

Desde entonces databa su temor a los hombres, aquel temor que tanto había hecho reír. La infeliz brutalizada por el desconocido que abusó de su miseria había cobrado un temor invencible hacia todos.

Un día había corrido asustada de sí misma. Sentía revolverse una cosa dentro de sí: se apretaba el vientre con las manos desesperada.

—Un lagarto... un bicho... sácame esto, madre.

La infeliz tía Ramona había comprendido la verdad. Era la amargura mayor de su vida. Aunque aquella hija tonta no podía tener concepto del deshonor, la afligía el dolor, la humillación, la profanación hecha sin amor, de aquella carne que era la propia carne suya.

Para ella desaparecía la fealdad y la miseria de su hija. Pensaba siempre en la niña chiquitina que alegró su hogar en días venturosos, llevándole una promesa de felicidad. Aquella pobre niña fue víctima de ¡a infamia de las que le robaron el amor de su marido, víctima del alcohol y la lujuria de su padre. Ella le había amado más en su infancia, por su debilidad enfermiza, por el peligro de verla morir agostada. Se culpaba a sí misma de no haberla amado lo bastante para defenderse de todo otro sentimiento que no fuera ella y salvarla de todo su fatalismo. Muchas veces renegó desesperada de su fuerza, de su propia salud, cuando veía a su lado la niña delicada, débil, enfermiza. Acostumbrada a su idiotez no se había dado cuenta de ello. Su Frasquita no era «Frasca la Tonta» como le llamaban los convecinos, era «Frasca la Niña». Para la madre, la idiotez era simplicidad infantil. No apreció el paso del adolescente a la pubertad, no le inquietó que fuese una mujer. Para ella era siempre una perpetua niña.

Por eso le sorprendía lo brutal de aquella violación monstruosa. Se consideraba deshonrada, humillada en sí misma. Aquel odio sedimentado y constante a las «Rayadas» se había agudizado, había cambiado de objeto, había adquirido acometividad.

La poseía un deseo de venganza. ¿Contra quién?

Frasca no podía designar al culpable. No tenía idea de nada de lo sucedído. La habían golpeado, la habían maltratado; le habían hecho daño. ¿Cuándo, en qué lugar, quién? No sabía precisarlo.

Le había presentado su madre, uno a uno todos los hombres del lugar. Sospechaba de todos: arrieros, buhoneros, campesinos, mineros... la había llevado a la caseta de carabineros... ¡Nada! Ningún indicio; todos causaban a la infeliz el mismo temor, la misma repulsión, igual indiferencia. No guardaba ningún recuerdo.

Su obsesión era huir, huir de sí misma, de aquel ser extraño y vivo que sentía agitarse dentro de su vientre.

Su madre había querido ocultar aquella humillación. El aborto no era un pecado para ella. El fruto del vientre les pertenecía mientras no era ya una criatura completamente formada. Ellas sabían los procedimientos rudimentarios: baños calientes, tazas de canela cocida, sangrías en los pies y grandes purgas de sal de higuera. Aquella vez fue todo en vano, estaba bien agarrado el indino.

Fue preciso resignarse y la pobre tonta sufría, aullando ios dolores maternales, para dar a luz un robusto muchacho. No parecía aquella criaturita angelical sonrosada y tierna como un rollito de manteca, hijo de una madre tan degenerada y producto de aquel hecho abominable y monstruoso.

La abuela tenía momentos de olvido y de satisfacción contemplando la criatura y escuchando los elogios de las vecinas. No se acordaba de la vergüenza que suponía el nacimiento del niño ni de ia brutalidad de que fue víctima su hija. Se le abría el corazón en maternidad para amar a aquel pobrecito ser inocente; le parecía que era su misma hija, su propia Frasca, cuando de pequeñuela era también bella y rosada, antes de adquirir aquella triste enfermedad.

La pobre tonta no había tenido idea de su maternidad; una vez curada, libre de ¡as molestias del embarazo, su rostro recobró una expresión tranquila. Miró al muchacho con la indiferencia que tenía para todas las cosas, y no entendió nada de lo que su madre ie decía, presentándoselo para que la besara.

Fue preciso sujetarla entre dos para que le diera e! pecho. Miraba con terror al niño, asustada de él. No fue posible dejarle a su cuidado; conforme avanzaba ei tiempo iba acumulando odio a la criatura, le lanzaba miradas oscas, amenazadoras. Ramona tenía que vigilar constantemente, y cuando sus ocupaciones le exigían salir, llevaba el niño a casa de una vecina que cuidase de él. La tonta rondaba los alrededores como atraída por e¡ muchacho, con un odio extraño, como si desease el momento de quedarse a solas.

Cada vez que había de darle de mamar, era preciso sujetarla como a una cabra arisca.

El niño aquel era para toda la gente de Rodalquilar un padrón de ignominia. No había mujer que no se inquietase al pensar en la paternidad de la criatura, ni hombre que no se indignara ante ia sola sospecha de que se la pudieran atribuir a él. Era demasiado salvaje, demasiado vergonzoso el hecho. Frasca, por su idiotez, por su suciedad, por su degeneración repugnante, era un ser abyecto, cuyo trato causaba la deshonra dei hombre que se le acercase. Para mirar como mujer aquel deshecho de la vida y llegar a la violencia, era preciso ser un salvaje.

Antes de que diera a luz no faltaba quien creyere que saldría de su vientre algún producto híbrido, mezcla de ser humano y de bicho, como sucedía alguna vez con las cabras y ovejas, que daban a luz monstruos engendrados en tratos con el pastor.

Se buscaba con ansia el parecido del niño. El niño se parecía a todos y no se parecía a nadie. Dejaba con sus facciones desdibujado aun sus ojos claros y su reposo de recién nacido, campo libre a todas las imaginaciones. Sin embargo, cuando transcurrieron un par de meses y el trocito de carne se animó con las primeras sonrisas, cuando se le asomó a los ojos ese espíritu serio, contemplativo, pensante, que se asoma a los ojos de los niños, como si dentro de ellos viviese un espíritu viejo; las mujeres estuvieron todas conformes en afirmar que el muchacho no era hijo de ningún habitante de Rodalquilar. Era más fino, más blanco que los hijos de los campesinos. Lo afirmaban todos. Aquella criatura no podía ser hijo más que de un minero, de uno de aquellos hombres sin mujer que andaba detrás de las campesinas y de las «Rayadas», aquel grupo de sinvergüenzas que para suplir la falta de la alvina, la cual no entraba en la cantina desde su matrimonio, se había reforzado con cinco muchachas, hijas de los tres que habían sacado del montón de los rarras, para que les ayudasen en sus tareas.

El dinero todo de la mina iba a parar a ¡as manos de aquellas mujeres, que encantadas de sus pingües ganancias, despreciaban ya a los campesinos aumentando el odio que unos y otros se profesaban.

La Pascuala y Pablo iban de mal en peor. Él adoptó un cinismo desvergonzado para no preocuparse de su mujer. Oía sus quejas y veía sus lágrimas con el mismo estoicismo que escuchaba las diatribas y maldiciones del amor enconado de la infeliz, que tomaba en su desesperación los acentos del odio.

En más de una ocasión la dejó revolcándose en e¡ suelo, con su mal de corazón, sin sujetarla, para que no se hiriese: «Así se muriera». Y cuando todo el valle se indignaba, las «Rayadas» se reían. Sin una mujer a quien humillar y hacer sufrir, su triunfo no será completo.

La tía Ramona era su sola confidente, su compañera. La primera intentó hacerle tomar cariño al hijo de Frasca. El capataz y su mujer no tenían hijos y podrían ser excelentes padrinos para la criatura. Pero los dos habían estado de acuerdo para mostrarse desafectos con ei pequeñuelo. E! señor Pablo no se dignó mirado siquiera, y la Pascuala lo cogió con repugnancia.

La tía Ramona había interpretado aquello bondadosamente. Él estaba influido por las «Rayadas», sus eternas perseguidoras, para despreciar a su nieto y Pascuala, absorta en aquella rabiosa pasión de celos, de amor y de rabia que suscitaba en ella su marido, no tenía ningún remanso en el corazón para ningún sentimiento dulce.

Aquella noche de Navidad se hacía más triste y más melancólica para Ramona y Pascuala. Estaban las dos sentadas ai lado del fuego, solas y silenciosas. El viento azotaba con furia las paredes de la casita y penetraba por intersticios de las paredes, mal obradas, y los claros de las puertas, que no encajaban bien, amenazando alzar el techo de alcatifa.

—¡Qué noche tan triste!

Con esa influencia invencible de los aniversarios, las dos pensaban en las navidades felices de su juventud. ¿Quién no ha tenido una Navidad dichosa? Por eso, sin duda, son tan tristes siempre y tan melancólicas las Pascuas de los abandonados.

Las dos mujeres hablaban quedo. Recordaban sus alegrías pasadas. Frasca estaba acurrucada cerca del fuego, y la tía Ramona tenía en brazos al niño, dormidito. Aquella noche se hilaba para celebrar la fiesta. Pascuala estaba más excitada que nunca. Verse en tierra extraña, sola, abandonada, Venían a su memoria los contrastes de la vida pasada y pensaba en el marido, que a aquella hora se embriagaba de alegrías adúlteras fuera del hogar.

El viento venía a hacer más triste, más lóbrega, la impresión de las dos mujeres. Fingía gemidos, silbidos, voces al quebrarse contra la casa y al penetrar por los huecos. En algunos mementos hacía estremecer y temblar los cimientos.

Se escuchaba a lo lejos un contínuo ladrar de perros. Parecía mentira que con aquella noche oscura, de viento y llovizna, los aguinalderos cruzasen los caminos tan largos para ir de cortijo en cortijo. Y, sin embargo, era así; había pandillas de la gente del valle y pandillas que venían de Las Negras, de ia Hortichuela y de Escuyas, lugarcillos fuera del valle, a más de una legua de distancia.

Llevaban todos zambombas, panderos, sartenes, almireces. La cuestión, más que tocar, era producir un ruido sordo y ensordecedor; iban siguiendo la escasa luz de un hacha de abardín, volteada por el que dirige la pandilla y que solo parecía un tizón opaco en la-oscuridad de la noche.

Tropezando, descalzos, azotados por el viento y calados por la llovizna, seguían su tarea de cantar los aguinaldos, dándole todo ei sabor de una fiesta.

LLegaban silenciosos a las puertas, pisando blando y hablando en voz baja. Solo el ladrar de los perros, que aumentaba a la proximidad de la gente, les delataba. A una seña del director, estallaba como una tempestad el estruendo de cacharros que se unía a los acordes de las guitarras, las panderetas, los tambores, las zambombas y las castañuelas, tocaban, repiqueteaban y golpeaban todos a porfía. Algunos habían hecho un instrumento con un canuto de caña partido en dos mitades, que golpeaban, cogiéndole del mango y sacudiendo atléticamente el brazo para producir un castañeteo prolongado y crujiente.

Y a una voz captaban todos un villancico seguido de un estribillo alusivo:

«Toda la noche he venío
rodando como una bala,
sólo por darle las Pascuas
a la señora Pascuala.»

El ruido apagaba la voz y luego volvía a comenzar otra copla:

«¿De quién es la casa nueva
con ventanas y balcones?
Del señor Pablo Muñoz:
Dios le dé muchos doblones.»

La cortesía ordenaba abrir la puerta antes de la cuarta copla. Naneando se dirigió a ella Pascuala mientras Ramona acallaba al niño que lloraba asustado del estruendo, y la tonta se encogía ocultándose bajo los harapos que le servían de cobertera, con aquel temor que experimentaba de la gente.

Era la costumbre convidar a los aguinalderos y darles un obsequio. Los labradores ricos amasaban tablas de roscas de aceite, de un par de kilos cada una, sembradas de almendras; ricas mantecadas, aplastadas y grandes, y sendos bollos de pan de higos.

Algunos añadían a este obsequio espinazos de la reciente matanza y cuerdas de longaniza; dones que luego repartían los aguinalderos como botín de su campaña.

Aquellas noches las pandillas iban todas a turbar el reposo de la triste morada del capataz. La señá Pascuala, que tenía una idea extraordinaria de las relaciones sociales y de la dignidad del cargo de su marido, sabía obsequiarlos a todos. Pero a cada nueva cuadrilla la inquietaba:

—¿Serán capaces de venir las «Rayadas»?—insinuó.

—Esas son capaces de todo—repuso Ramona.

La mirada de la capataza acarició la escopeta de su marido colgada bajo el vasar. La vieja le siguió la mirada. Ya sabía ella lo que era aquel deseo de venganza.

—No seas tonta—dijo—; después de tó no son ellas las culpables.

Se indignó Pascuala. ¿Que no? ¡Ya lo creo! Siempre había sido su mando bueno y cariñoso. La culpa de todos los males la tiene la desvergüenza de las mujeres que los vuelven locos. No, no quería ella vengarse de su marido. Su sed de venganza, de sangre, no podía aplacarse más que con el daño de aquellas infames mujeres.

Otra pandilla interrumpió la conversación:

«Dios le dé mucha salú
en el sitio donde moren
al señor Pablo Muñoz;
su esposa cara de flores.»

Se levantó satisfecha y abrió la puerta. El soplo violento y frío del aire amenazó apagar el candil. Los aguinaideros se precipitaron en la estancia atraídos por el fuego protector. En el primer grupo iba ei marido de la alvina. Pascuala buscó cerca de él. ¿Estarían por allí las pécoras? ¿Se habrían quedado fuera? Cerró apresurada la puerta, y excitada, nerviosa, perdido el sentimiento sociable, como le sucedía siempre en aquellos casos, preguntó encarándose con el muchacho.

—Supongo que no vendrá contigo la sinvergüenza de tu mujer.

—¡Qué cosas tié usté, seña Pascuaial—repuso él con resignación y cachaza campesina.

Aquello exasperó a la capataza y le dijo desdeñosamente:

—Eres un cabrito.

Intervino Capuzo, el herrero. -

—¿Qué culpa tié la infeliz de las cosas de su familia?

—¡Claro!—afirmó desconcertado el esposo.

—Bastante tiene con mantener su casa y su hijo—agregó una parlanchina.

—¿Su hijo? ¡Ya!—exclamó burlona Pascuala, y cogiendo del brazo a! mozo lo acercó a ia espuerta donde la tía Ramona había depositado al niño, se lo señaló diciendo:

—Se parece tu hijo a ese.

Entre ¡a carcajada brutal de aquella gente, excitada por la fiesta y las continuas libaciones, se oyeron dos rugidos sordos. El marido de la alvina y la tía Ramona, pálidos y anhelantes, miraban hacia la rústica cama.

Un momento después, cuando se marcharon los aguinalderos, la Pascuala cayó presa de sus habituales convulsiones.

Desde el día siguiente el odio de todo el pueblo señaló a Pablo como padre dei hijo de Frasca.

—Su mujer lo ha dicho.

De la alvina no se inquietaba nadie.

***

¿Cómo había ocurrido aquella desgracia? Nadie se lo explicaba y todo ei mundo estaba consternado.

El primer día de trabajo, después de la varada de Navidad, el señor Pablo había entrado a reconocer los pozos para recomenzar la labor.

Apenas empezó a bajar el ascensor se escuchó un ruido sordo, opaco, pavoroso. Las amarras del torno, aquellas dos enormes maromas de esparto majado, se habían partido y la tosca jaula en que iba el capataz con otro minero se precipitó rodando en el abismo.

Se escuchó un grito, después el chocar de tablas y piedras. Luego, nada...

Algunos se acercaron a la boca de la mina.

—¡Señor Pablo!

—¡Juanillo!

Inútil todo.

Ei ascensor se había estrellado en el fondo del pozo.

Y después de un trabajo de dos días para extraer los cadáveres, éstos presentaban un montón informe de carne, confundidos un cuerpo con otro, con las astillas de las maderas y con la tierra del pozo en un formidable amasijo putrefacto.

El Juzgado de Nijar, llamado por el alcaide pedáneo, no pudo averiguar si se trataba de un crimen o de un accidente. ¿Estaban cortadas las maromas o gastadas por el uso? ¿Era un delito o una imprudencia la causa de la desgracia aquella?

Los mineros nada habían notado; los campesinos callaban todos.

Algunos pensaban en la tía Ramona y en el marido de la alvina. Los habían visto juntos cogiendo leña por los barrancos y vericuetos cercano a la mina, y aunque se indignaban contra los culpables de aquel hecho, nadie se atrevía a denunciarlos. No había certeza de nada. Con la desgracia todos se amistaban con los mineros.

—¡Pobre señor Pablo!

—¡Tan bueno!

—¡Tan rumboso!

—¡Tan campechano!

En el fondo todos se indignaban con la Pascuala. Ella había sentenciado a su marido la noche que le designó como padre de los hijos de Frasca y de la Alvina.

¿Merecían los dos idiotas aquella venganza? ¿Y aquel pobre Juanillo, inocente, que acompañaba al capataz?

Olvidaban que la tempestad se había condensado con los odios de todos, con su ambiente pasional y que las idiotas no eran mas que un pretexto.

Pero las gentes de Rodalquilar necesitaban un criminal a quien hacer reo de su vindicta. Eligieron a Pascuala.

—¡Le han alcanzado sus maldiciones!

—¡La bruja!

—¡Pobre hombre!

Y nadie hizo caso del dolor y la desesperación de la infeliz, que pedía perdón a su marido, llamándolo con los nombres más dulces.

La empresa minera, asustada, ordenó la suspensión de los trabajos.

Y fue en aquei día de Enero, bajo el sol africano del valle, cuando la triste comitiva de mineros, con el atillo al hombro, cruzaban el valle silente y tranquilo, hacia la cuesta de las Carihuelas, para remontar la montaña y salir de aquel paraje, devueltos a la corriente de la vida.

En medio de ellos, en un mulo, montada sobre las amplias silletas, iba la Pascuala atontada e inerte.

Nadie les daba la despedida. Algunas mujeres y chiquillos se asomaban a las puertas y a las esquinas de sus casas, hacían covachuela con la mano a los ojos para mirar en silencio. Parecía que otra vez el entierro de Pablo y Juanillo volvía a pasar.

En casa de las «Rayadas» se tocaba la guitarra y se jugaba al Pablo, como de costumbre.

La tía Ramona, más acartonada, más envejecida, iba en sentido contrario hacia el mar, ocultando un bulto bajo el mantón.

Cuando llegó a la arena se detuvo. Miró alrededor. Nadie. No había ningún carabinero. Sin duda dormían su siesta.

Depositó ei envoltorio en ei suelo: una azada y el cuerpecillo del hijo de Frasca, amoratado con la nariz y los ojos inyectados de sangre, rígido y descompuesto ya por la muerte.

La abuela empezó a abrir con valentía la fosa en la arena reseca y movediza. No habían bautizado aún a la criatura y no valía la pena de llevarlo a enterrar. Aquel ser había pasado por la vida como una sombra, aquella mañana lo había encontrado muerto en la falda de su madre. Lo había ahogado apretándolo contra el pecho en su primer impulso de cariño.

Ramona tuvo que luchar con la idiota para quitarle el cadáver que mecía y besaba con una especie de lucidez maternal.

Al ir a depositarlo en la tierra la pobre vieja sintió el influjo de todo el cariño que le inspiró la criatura débil, blanca, sonriente, que le acariciaba el arrugado rostro con las manecillas tibias, tiernas y suaves. ¿Por qué sintió odio por ei nacimiento de aquel infeliz? ¡Le habían hecho el mayor bien con la bendición de aquel niño! Dos lágrimas lentas rodaron por su rostro actinodermo... Volvió la cabeza y vio la procesión de los mineros que se perdían en la montaña doblando la colina del barranco del Granadillo.

—¡Más vale así... que no quede nada de esa casta!

Fiera en su venganza, cubrió de tierra el cuerpecillo, cogió la azada y emprendió el camino de su casa en cuyo umbral dormitaba Frasca la tonta, encogida como una bola entre sus trapos sucios, de los que salía la cabeza innoble, brutal, con el pelo cano, espartoso y crespo. Se volvía a sentir sumisa en su miseria sin la sonrisa de luz del niño. ¡Y lo había considerado como un oprobio!

A lo lejos ladraban aún los perros del barranco al paso de los mineros y sus ladridos repercutían al rodar por el aire como un aullido lúgubre y siniestro.

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