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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"Venganza"

Capítulo 1

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en Wikipedia

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
Venganza
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I

Desde la llegada de los mineros la paz del pueblecillo se había alterado de un modo alarmante. Aquellas brigadas de trabajadores, venidas de Mazarrón, para explotar los registros en los que el análisis del mineral había acusado la presencia del oro, cambiaba la vida sedentaria y monótona de ¡os campesinos de Rodalquflar, sacudiendo su pereza moruna y ia indolencia muelle en que se adormecían ias pasiones fogosas y salvajes.

Aquella derivación de la cordillera ibérica, que se suponía preñada del precioso metal, iba a sepultarse allí en el agua para reaparecer en la fronteriza costa africana, como si el mar que separaba los dos continentes fuese para su grandeza un simple arroyo, incapaz de destruir su unidad, de suelo, de clima, de raza y hasta de costumbres.

Rodalquilar era un repliegue de la montaña, un hueco semejante a un anfiteatro, cuyo lado costero se había derrumbado para que le hicieran florecer el mar y el cielo.

Lo aislaban los cerros altos, desiguales, roquizos, dificultando la comunicación con la tierra; y su playa mansa, de arenas menudas, calcinadas, resecas, como molidas por la acción del sol y del viento, no presentaba calado para que pudiesen llegar más embarcaciones que las lanchas pesqueras de Carboneras y Escuyos, que iban a echar allí sus jábegas, conduciendo a su bordo todo un pueblo nómada y pintoresco, de mujeres descalzas, hombres de rostro rosado y gorros rojos y chicuelos vestidos de anchos calzones de bayeta amarilla.

Eran estos, con algunos arrieros y mercaderes ambulantes, que se arriesgaban a bajar con borriquillos las difíciles cuestas de ias Carihuelas o de Las Piedras, ios únicos seres extraños que periódicamente hacían su aparición en el valle. Se pasaban los años sin que a la puerta de un cortijo llegase una cara nueva.

No había nadie extraño en el valle más que aquellas cuatro parejas de carabineros, que al mando de un sargento ocupaban la Caseta para vigilar las costas. Estaban siempre con ellos en continua lucha, lucha reservona, hipócrita, disimulada, con la cachaza campesina. La misión de ¡os carabineros era allí inútil. Pasaban torios los alijos a ciencia y paciencia de que eran impotentes para evitarlos. Las noches de levante, doblando Punta Polacra más allá del Cerro de los Lobos, en ¡as protectoras ensenadas del Carnaje y Peña Negra o las de poniente por el cerrico del Romero, o por la playa del Castillo.

Los carabineros estaban siempre en un brete; sabían que no podían fiarse de nadie y esto despertaba su brutalidad. Se vengaban de los campesinos, acudiendo a los cortijos en que había mujeres mozas y casadas apetitosas, en vez de guardar ¡a piaza. Eran frecuentes los casos de encontrar carabineros muertos a puñaladas en medio de un camino, y a veces también se halló algún paisano traspasado de un ballonetazo en su propia hacienda, cuando velaba su novia o guardaba sus cosechas.

Y no era que el sentimiento del honor se conociera allí, en la medida y el concepto que generalmente tiene. Sus venganzas eran por la pasión de amor propio o la irritabilidad del momento. Entre ellos luchaban por pasiones; para los carabineros había siempre un odio latente de raza, implacable. No se dio jamás el caso de hallar un delator. Todos sabían callar ante la justicia. Ningún testigo daba el menor detalle. Se protegían hasta los mismos que se odiaban, y que en vez de darse las gracias, dirimían sus contiendas a mano armada o herían por la espalda a su rival, agazapados detrás de las matas al borde del camino.

Allí se criaban los muchachos ayudando a los trabajos desde que podían ir a guardar los animales al campo, o arrear la vaca que da vueltas a la noria, clavándole la aijada para evitar que se pare; y lo mismo hacían esto las muchachas cuando no había hijos varones, que si no había hembras en la prole, los muchachos traían el cántaro, fregaban los cacharros y arrorraban a los más pequeños.

La distinción de sexos venía con la pubertad; se exageraba el recato y la separación, con sabiduría experta para despertar el deseo, y cada moza veía a su alrededor pretendientes, con los que era preciso acentuar el desdén por mucho que les importaran.

Los noviazgos tenían su protocolo, sus visitas de reglamento, sus regalos obligatorios. Cuando el padre del muchacho o el pariente más cercano, iba a ver al padre de la novia con manojo de esparto cocido y majado bajo el brazo y sin dejar de labrar su crineja para darle la-noticia.

—Me parece que ios chicos se quieren.

El padre de la muchacha respondía:

— Pus vamos a casallos.

Ya estaba todo hablado. Una rezadora vieja tomaba a su cargo enseñarles la doctrina para que fueran a Nijar a celebrar las bodas: pero ios novios rara vez-la aprendían y sólo llegaban al matrimonio los labradores ricos que formaban su aristocracia. Los braceros acababan siempre por juntarse, esconderse unos días por los vericuetos de la sierra, pedir perdón y vivir luego tranquila y maritalmente sin dar de comer a los curas.

Los chicos se bautizaban porque el alcalde pedáneo los obligaba a llevarlos ai pueblo, pero no podía impedir a veces que, aprovechando la noche, enterraran sus muertos en las orillas del mar. ¿Para qué llevarlos, terciados en la bestia al camposanto, si el mar está bendito por Dios y tiene las aguas sagradas?

A través del tiempo el aumento de familias, que parecían crecer allí arraigadas a ia tierra, trajo un exceso de habitantes. Los hombres tenían que emigrar ios inviernos a Argelia y volvían en el tiempo de las recolectas. Las mujeres se la apañaban solas. Nunca faltaba caridad para vivir todos y ninguno se inquietaba por ia fidelidad que ie guardase su hembra. No se daba jamás el caso de que se separasen aquellas parejas, libremente unidas, pero el hombre que demostrara cariño o confianza se consideraría en ridículo. Había que tratar a ía mujer con ta cara fosca, de señor y dueño que ordenar y si alguno le preguntaba a otro alguna vez:

—¿Cuantos hijos tienes?

La respuesta invariable era:

—Tres, o cinco, o uno, han nacido en mí casa.

No les faltaba razón. Gente pobre, indolente, perezosa, vengativa, que veía en el contrabando, más que una fuente de ingresos, algo que conmovía sus vidas monótonas, haciéndolas experimentar la emoción o la ansiedad de ía aventura: su pasión más grande era la lujuria a que les condenaba la quietud de sus vidas y la sensualidad del ambiente.

Sin embargo, sabían ser hipócritas y reservados para aparentar una pureza de costumbres primitivas y dulces. Salvo cuando las mujeres reñían y se lanzaban los más crueles insultos, descubriendo los secretos y debilidades, todas se guardaban de que se supieran sus trapicheos y empezaban por disimular los de las otras, sin perjuicio de murmurarlos entre ellas en voz baja.

Las riñas de las mujeres solían tener consecuencias fatales. Los hombres, que no se preocupaban de la honradez, si no les ponía en ridículo, defendían su pasión de un modo salvaje. A una revelación de engaño solía seguir un crimen.

Se contaban algaños verdaderamente espeluznantes.

Perillo Tarrago, que se alabó de sus amores con una cortijera, fue encontrado muerto en una cueva, acribillado de puñaladas, a los dos meses de desaparecer.

A los dos días de haber vuelto de Orán Juan Freniche, lo encontraron, desangrándose y con los dos ojos saltados, al amante de su mujer. Lo habían acechado en su camino el marido ofendido, la suegra y dos cuñaditas de catorce a dieciseis años, que, con piedras y palos, creyeron haberlo dejado muerto.

Tres mujeres solo hacían alarde de su libertad entre la hipócrita pudibundez del pueblo. Las «Rayadas», una madre y dos hijas, que habían establecido una tiendecilla de comestibles.

Su negocio hubiera dado en quiebra a no defenderlo la venta del aguardiente y el peleón. Las mujeres no querían ir allí a comprar nada. En cambio, la pequeña cocina, única pieza de ia casa, que servía a la vez de tienda y de dormitorio, estaba siempre llena de hombres.

Entraban con el pretexto de tomar una copa y emprendían unos sus partidas de naipes: la brisca, el Pablo o el se cayó, apuntando con garbanzos renegridos los tantos, mientras la medida de lata, con media azumbre de vino, daba ¡a vuelta a la mesilla, apurando de ella sendos tragos, sin necesidad de vasos y cubiletes, previo el pasar ei revés de la mano sobre ¡os labios para limpiarse. Otros tocaban la guitarra para que cantaran la madre y ¡as dos muchachas. Las tres bailaban como peonzas el fandango, con un movimiento de caderas enloquecedor.

Eran tres mujeres feas con los ojos sin pestañas y los rostros picados de viruelas, llenos de costurones amoratados e hinchados. Pero las tres tenían bellas trenzas negras; cuerpos admirablemente formados, anchas las caderas, en las que encajaba el busto como un macetero y cuellos rectos y erguidos, que comunicaban un aspecto de viveza a su cabeza. Por un raro contraste con ¡as costumbres del lugar y con todo ¡o que ¡as rodeaba, ¡as tres mujeres añadían a la voluptuosidad de sus movimientos la voluptuosidad de su limpieza.

Y como las tres eran cadañeras, la familia se aumentaba con tres chiquillos anualmente. Crecían allí, bajo el chamizo revueltos con ias gallinas, los cerdos y los gatos, sin que ni ellas mismas pudieran distinguir bien entre el hermano, e! hijo o el sobrino.

El esposo de la madre, un hombre de rostro bonachón y plácido, cuidaba de guisarles su rancho y repartírselo en escudillas de lata, que ellos defendían unos de otros, gruñendo como perros y luchando a cucharazos en más de una ocasión.

Toda aquella piara de muchachos de ambos sexos, sucios y mal alimentados, cubiertos de roña, con los ojos medio ciegos de la oftalmía purulenta, engendrada por la miseria, pasaban la vida revolcáncose por la tierra, hacinados bajo las tinadas del corralón en el invierno y arrimados a los muros de piedra y barro de la casilla durante el verano; defendiéndose a manguzadas de ¡as moscas, que acudían a la suciedad, y colocando el brazo doblado por el codo sobre el rostro para defender la vista de la luz del sol. Las madres los habían designado a todos con el nombre común de los Rarras, sin concederles mayor atención que a cualquier otro animalillo doméstico.

Ellas mismas no se habían podido escapar a la infección de su miseria. Rosa y Rosilla, la madre y la hija mayor, tenían los rostros pintados de viruela, con terribles costurones, y Juanilla, la menor, ostentaba los párpados inyectados de sangre como dos heridas en torno de la pupila reluciente.

En el antro había crecido, como flor de estercolero, una linda muchachita, hija de Rosilla, que ya tenía a la sazón catorce años de adad.

La degeneración de la muchacha, unida a su gran juventud le daba una belleza extraña: Un color blanco lechoso, en el que el sol pintaba sonrosados en las mejillas, y una larga cabellera rubia, rizosa, que contrastaba con los cutís morenos, y los negros ojos de las mujeres de! lugar.

Su debilidad, su idiotez se traslucían en una timidez y un recato que la hacían silenciosa y huraña; y sus ojos sin luz, muy celestes y muy débi!es, se bajaban al mirar, esparciendo sobre su rostro una luz azul de candor.

Y las gentes que frecuentaban el tugurio, tenían el aliciente de aquella rara muchacha que permanecía indiferente a cuanto la rodeaba, sin conocer la incitación que ofrecía con su carne blanca y cuya virginidad guardaban celosas las tres mujeres.

Le habían separado del montón de ios Rarras, la lavaban y la peinaban diariamente, y allí estaba, cerca de los jugadores, todo el día, silenciosa y adormilada, acariciada por las miradas lúbricas de que no sabía darse cuenta.

Desde la ¡legada de los mineros, ia prosperidad de ¡as «Rayadas» iba en aumento.

Habían tenido que comprar un borriquillo, que Sebastián, el marido de Rosa, llevaba a Nijar un par de veces por semana y lo traía cargado de bebida y de embutidos y que se consumían en la taberna, dejando pingües ganancias.

La vida de la familia era una perpetua fiesta. Entre todos constituían un teatrito de varietés. Bailaban, cantaban y jugaban la madre y las dos mayores; mostraba ia albina su desnudez de estatua, más incitante en su diferencia e inmovilidad: lucían los Rarras sus gestos grotescos en peleas provocadas echándoles un chorizo o un pedazo de pan, que se disputaban como perros, y el mayor de ellos, «Cinco Peroles», con sus veinticinco años, su larga barba y su aspecto forzudo, los divertía con su idiotez, como un clown de circo.

Las mujeres del valle se indignaban contra aquella casa de escándalo. S¡ querían bailar tenían que invitar a su baile a las «Rayadas», so pena de que los hombres las dejasen solas en sus fiestas. Todas las criticaban y las maldecían por lo bajo y todos contemporizaban con ellas. Jamás fuera de su casa se las había visto faltar al recato ni a las fórmulas de ese exagerado respeto de si mismas, tan grande y meticuloso en las campesinas

A los mineros se los habían bien en la creencia de que estas no iban a estorbarles como los carabinersos, sino que podían ser materia explotable.

Los propietarios de terrenos les habían cedido solares, para construir sus casillas, con la esperanza de quedarse con ellas si fracasaba la empresa minera, y eí fugar tan silente y pacifico en la monotonía de la vida agrícola, se llenaba de animación y actividad. El tabaco de contrabando se vendía clandestinamente, constituyendo para muchos una industria, que a ciencia y paciencia habían de tolerar las caravinagres, y los buhoneros cruzaban sin cesar las estrechas veredas, detrás de los pacientes borriquillos cargados con la arquilla de baratijas y los capachos de recova.

Para los braceros que emigraban a Orán las minas les ofrecían el recurso de pedir ai subsuelo el pan que la tierra les negaba. Preferían el peligro de aquellos pozos de paredes movedizas, ligeramente obrados, que eran una amenaza de muerte para los que en ellos penetraban, a ios tormentos de ia emigración.

Si la tierra hubiera sido propicia todo hubiera marchado bien, pero el filón no parecía por más que se ahondaba en las entrañas del monte. Los pazos se obstinaban en ser infecundos en metal, y en cambio, ricos en veneros de agua. La compañía explotadora, temerosa del fracaso, no se atrevía a llevar ia maquinaria previa para los trabajos: ¡a labor sehacía peligrosa, fatigante, y ¡os negros agujeros amenazaban desplomarse, reblandecidos por los cimientos, sobre los temerarios que penetraban en ellos. ¡Y, sin embargo, sobraban solicitudes de trabajo! El año de mala cosecha les había sumido en ¡a miseria. Preferían los riesgos de la mina a los tormentos del hambre.

Sobraba gente, y cuando el capataz empezó a negar las demandas de braceros, empezó el descontento. ¿Por qué habían de estar trabajando allí aquellas brigadas de hombres de Mazarrón con perjuicio de los hombres del país? Ellos no les reconocían su superioridad y su pericia en ia minería y se indignaban de la actividad y de la puntualidad en el trabajo que venía a señalar el contraste con su dejadez moruna.

Los mineros no gustaban como ellos de tenderse ai sol y de estar horas y horas inactivos. Bien pronto hubo otra razón de odio: los mineros les galanteaban las mujeres sin ¡a hipocresía de ¡os carabineros. Las muchachas lea. hacían cara a pesar de la protesta de algunos padres, no más de Mazarrón, y lo mismo en los bailes que en casa de las «Rayadas», los mineros eran los amos con ese aire desprendido y rumboso con que sabían gastarse los jornales, los que amenazados siempre por !a muerte, no cuentan con el ahorro para sacrificar el placer del único momento que les pertenece.

Se diría que aquellas gentes habían tomado por conquista a Rodalquilar. El odio a los mineros se condensaba en torno del señor Pabio, ei capataz; un hombre coloradote, grueso y plácido, de ancho cuello de atleta, con ese aspecto irónico y bonachón que dan los pliegues de ia grasa a la fisonomía de los hombres gordos, y que tan fácilmente ¡es capta la confianza. La sombra del señor Pablo era su mujer, la señá Pascuala: una mujercita cuadrada, de piernas cortas y ancho talle, que se balanceaba al andar con ese movimiento temblante de las colambres llenas. En la esfera de aquei rostro, que en su tiempo fue de rubia graciosa, había hecho la obesidad estragos. Las aberturas de sus ojos, como puñaladas enconadas, dejaban pasar ei brillo de una mirada maligna, y bajo e! promontorio, oculto en la grasa de las mejillas, de ia naricita respingada, se hundía la abertura de una boca grande, rajada y fina, semillero de diatribas y maldiciones. La frentecilla estrecha daba nacimiento desde las clareonas cejas al enmarañado manojo de estopa de los iacios cabellos grises. La Pascuala abominaba de Rodalquilar; su marido, frescachón y buen mozo, estaba adulado por todas las mujeres que sabían que con su influencia podían lograr una plaza para su padre o marido. La Pascuala ardía en celos al notar el desamor encubierto del pobre hombre que la desposó esbelta y juvenil y se veía ligado a su deformidad. Pablo era bueno, Ja respetaba y ia atendía, pero Pascuala, que ocultaba un corazón sensible entre sus mantecas, tenía deseos de madrigales y no se avenía de buen grado a las galanterías de su marido con las muchachas.

Ella se creía con derecho a ser amada, porque era su mujer propia, como lo manda el Señor, y porque nadie podía ganarle a hacendosa y madruguera. Su casita estaba siempre limpia como una patena, las camisas de su marido se las podía poner el mismo Obispo. De su fogón salían los olores de ios guisos más apetitosos que pueden adular un paladar regalón y sus tablas de pan llamaban la atención en el horno. Si su marido trabajaba ella sabia hacer de una peseta dos, y que le luciera el dinero; por eso Pablo llevaba siempre la faja repleta de duros; no era de esas mujeres a las que nada les basta y llenan de compromisos al marido. Por eso no era justo que su hombre prefiriera la chilindrina a la tranquilidad de su casa. Más, a pesar de todos estos razonamientos, la pobre mujer conocía que no bastaba solo la bondad para ser amada. Allá en su pueblo, entre gentes familiares, todos sus ceios vagos no se habían delineado; ahora en Rodalquilar tenía sospechas de que Pablo no le guardaba fidelidad y de que ocupando el puesto más importante la ponía en ridículo con su conducta. No podía lograr que saliera de casa de las «Rayadas », estaba jugando a todas horas y las que lo necesitaban, allí habían de ir a buscarlo. Pascuala, exasperada, le recriminaba su conducta; ¿era ese el ejempio que debía dar? ¿Cómo lo iban a respetar asi? Y como Pabio la oía resignado, su conmiseración la desesperaba hasta caer presa de violentos ataques convulsivos.

Cuando tal sucedía, las mujeres la rodeaban, hacían causa común con ella con ese espíritu de solidaridad femenina y eran ellas después, las que con sus lamentaciones plañideras contra el capataz y las «Rayadas», aumentaban el odio de sus maridos contra aquella gente intrusa.

La amiga más amiga de Pascuala, era la tía Ramona, la rezadora, viuda de un carabinero, que allá en su juvenjud tuvo mucho que sufrir por causa de ¡as «Rayadas». Tanto que le expulsaran dei cuerpo por culpa de ella. Un día que para hacer alarde de su dominio en retenerlo a su lado le hizo llegar tarie a la caseta, borracho y con una docena de pañuelos ensartados en un esparto colgando de los botones del chaleco. Y lo más gracioso fué que en vez de indignarse con su amante, causa de todo, se indignó con su mujer y la dio tal paliza que la rompió un brazo. No teniendo más que sentir, gracia a la pericia dei tío Gaspar el curandero, que la entablilló y ¡a curó como cualquier médico cirujano.

La tía Ramona conservaba el odio a las «Rayadas», a las que culpara de la temprana muerte de su marido, y de que por sus sufrimientos hubiese nacido idiota su única hija.

Frasca la Tonta era un tipo popular en el valle. De niña había llegado a vieja sin pasar por la juventud. Se habían prolongado sus años de infancia en su raquitismo; flaca y desmedrada; y al convertirse en mujer estaba hecha una viejuca apergaminada, con ia maraña de cabellos ásperos y grises, espartoso: como si en aquel cerebro sin jugo no pudiese brotar más que aquella planta sarmentosa y descolorida, del mismo modo que no brotan mas que malezas en ios breñales.

La pobre criatura alejaba de tal manera de sí la idea de mujer que nadie dejaba de tal manera de si ia idea de mujer que nadie se ocupó jamás de ella. Corría libre por el campo e iba de cortijo en cortijo; se sentaba silenciosa en el tranco de la puerta y se estaba allí echada, con paciencia de perro, hasta que las mujeres de la casa le daban algo que comer.

El odio de la tía Ramona fomentaba el de Pascuala y entre las dos reunidas empezaban a tratar el modo de poner en práctica algún sortilegio que librara a Pablo de la influencia de aquellas brivonas que sabían embrujar a los hombres y sobre todo, que dañará a sus aborrecidas rivales.

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