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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí
"Colombine"

"El último deseo"

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El último deseo
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II

Rafael cumplió su palabra. Lo había abandonado todo para seguir a Julia; su amor era un paseo triunfal por toda Europa. Vivían en un supremo olvido del pasado, del presente y del porvenir, absortos en la pasión que les embriagaba. Rafael envolvía a Julia en una ola de amor dulce; tenía ternuras femeninas sin debilidad; renuncias de sus derechos sin abdicación; humildades sin humillaciones; bueno, amante, condescendiente siempre, se hacía querer y respetar sin imponerle yugo ni deberes, contento de volver a encontrarla felicidad en la pasión poderosa de aquella mujer.

Cuando alguna vez ella, temerosa de desagradarlo con algo, le pedía consejo, Rafael le respondía riendo:

— Haz todo lo que quieras; estás adorable con tus defectos...

Pero desde que habían llegado a Londres se sentían molestos, tristes, disgustados. Rafael quería fijar su residencia donde pasó los tristes años de emigrado, y los recuerdos revivían en él con tal fuerza, que en algunos momentos le dominaba una extraña sugestión; con la cartera llena de billetes y crédito en el Banco de Inglaterra, sufría la extraña obsesión de que un acontecimiento imprevisto le dejaría en la miseria, y temblaba acariciando a Julia, como si hubieran de volver para ellos los días de pobreza y de dolores. Dentro de su carruaje y su gabán de pieles, sentía la sensación del frío, y al lado de la suntuosa mesa del hotel sus nervios excitados experimentaban a veces los tormentos del hambre.

Tuvo puerilidades de muchacho; entró a saludar a las porteras de las casas en que había vivido: fue a visitar al panadero y al barbero de su barrio; recorrió a pie los largos trayectos que otras veces se veía obligado a andar, y asomó la cabeza para aspirar el olor de los asquerosos guisotes de los figones en que había comido.

Julia disculpaba estas rarezas de una extraña nostalgia, pero había en todo aquello una nube que pesaba sobre su alma como losa de plomo.

—Ahí, en esa buhardilla que ves sobre el tejado, vivía yo—decía Rafael de pronto.

Y quedaba parado en medio de la calle, como si recompusiera el cuadro de su pasada vida.

Le seguía en este trabajo la imaginación de Julia, acostumbrada a convivir con él. Veía la pobre buhardilla desmantelada y sucia, el niño pálido y anémico sobre la falda de la madre, agotada, débil y triste; veía a Rafael desesperado contemplar el grupo y hallar fuerzas en la sonrisa tranquila y resignada de aquella pobre mujer. Pasó el cartero con su valija al hombro y el paquete de papeles en la mano. Rafael se quedó contemplándolo.

— ¡Con qué ansia lo esperaba yo en aquellos tiempos!—dijo—. Todos los días a esta hora venía aquí a recibirlo... cuando traía carta de Italia. ¡Qué emoción! Subía temblando la escalera sin atreverme a abrir el sobre...

Julia seguía mentalmente la escena de incertidumbre compartida con la esposa infeliz, partícipe de todas las penas y de todas las fugaces esperanzas y alegrías. Sin duda aquella época de dolor y de lucha había unido al matrimonio de un modo indisoluble. En algunos momentos Julia, con su clarividente espíritu de enamorada, veía vivir a aquella mujer pequeñita y resignada en el alma de Rafael entre los fulgores de una sincera estimación.

Fueron a ver la casa última en que habitaron. Su extraña obsesión del pasado le impedía conocer el sufrimiento de Julia.

Parado ante la acera de uno de los barrios anejos a la gran ciudad, presa de indescriptible emoción, le señaló el balcón de un piso bajo. ¡Aquella era su alcoba, allí había muerto su hijo!

Las lágrimas brotaron de sus ojos a impulso del triste recuerdo. Tembló Julia al recomponer la escena. La pobre familia, viviendo en aquella casita; el padre, yendo desesperado a buscar trabajo o a pedir un pedazo de pan; la mujer y el hijo, ansiosos mientras corrían las horas mortales de la espera, saliendo a recibirlo como acuden los pajarillos hambrientos a revolotear junto a la puerta de la jaula, mirándole ansiosamente para leer en su rostro la esperanza o el desaliento.

Y después la enfermedad del niño, sin médico, sin medicinas, sin recursos, atenidos a la caridad... ayudados por la portera, que se compadecía para traer a veces una taza de caldo al enfermito. Julia le oía contar la zozobra, la angustia infinita con que esperaba una carta de Italia; la contestación a un lamento supremo de amargura arrancado por el amor de padre a su alma altiva. La carta no venía, el niño se agravaba; una noche murió... Estaban solos, y él tuvo que abandonar el cuerpecito, caliente aún, del mártir de la miseria, para acudir a la madre infeliz.

Comprendía Julia el dolor inmenso de aquella mujer, tan dulce, tan buena, tan resignada; la veía caer, abatida por la desgracia, en los brazos de su marido; escuchaba el beso del dolor común cambiado como oración al niño muerto... ¡Oh! ¡Esos momentos unen más que todos los delirios de la pasión, que todos los placeres de la tierra!...

Su larga estancia ante la casita llamaba la atención de los vecinos. Salió la portera al tranco; un hojalatero entreabría los cristales de la tienda, y varias mujeres curiosas sacaron la cabeza por los balcones. Casi todos conocían a Rafael, y dejaron traslucir en sus ojos algo de asombro al verlo tan elegantemente vestido. Él acudió a saludarlos. Nadie le preguntó por la esposa, pero todos miraron a Julia; sin duda su aspecto arrogante y sus vestidos lujosos contrastaban con la figura sencilla de la mujercita modesta cuyo recuerdo estaba en aquel momento allí tan vivo. Julia sintió vergüenza por vez primera.

Se alejaron, siguieron la corriente del Támesis murmurante con sus aguas turbias entre la gran ciudad.

—Quiéreme mucho, Julia mía—dijo él con doliente voz de niño mimado, como si buscara en el amor casi maternal de la joven una defensa contra los recuerdos del pasado.

—¿Quererte?—repuso ella—. ¿Quererte? En estos instantes tu espíritu está muy lejos de mí...

Estremecióse Rafael; nunca había escuchado un eco de amargura en la voz de su amada; la idea de que sus espíritus se alejaran le dio miedo; por un momento su delicadeza habitual le hizo conocer el martirio a que la sometía.

—Tal vez crees que hay en mi alma evocación del pasado que obedece a otras causas distintas de las que son en realidad; es el recuerdo de mi hijo el que me persigue, de este hijo que entregué a la muerte sin protesta, sin luchar con ella, vencido por la miseria—dijo con amargura Rafael.

Y al recuerdo de aquel niño vibraba algo de odio en su acento, odio contra la Naturaleza, contra la injusticia, contra toda la humanidad...

— ¡Ah! Si yo hallara la tumba de mí hijo, queda- Tía tranquilo-—añadió.

Era una obsesión, un capricho, un atavismo del culto a los muertos, una reminiscencia de los ideales cristianos, algo semejante a la visión de la carita sonrosada asomándose entre nubes para sonreír gozosa de ver a su padre cerca de la sepultura.

Su espíritu fuerte, sus creencias firmísimas en el no ser, cedían ante el engaño dulce de aquella visión de luz, de esas bellas mentiras de que se valen para hacer prosélitos las religiones que ofrecen una vida más allá de la tumba.

Sonrió Julia bondadosa y le rogó detalles de aquellos momentos tristísimos. El municipio de Londres había enterrado de caridad el cadáver del niño, dos días insepulto. Cuando se lo llevaron, los padres, rendidos, abatidos por el dolor y la miseria, no tuvieron fuerzas para seguirlo, presas ya de la atrofia por exceso de dolor.

Dos días después llegó la deseada carta. ¡Qué sarcasmo! ¡Qué amargura, recibir un dinero que ya no podía servir para el hijo adorado! Aquel bienestar fue una nueva tristeza. Había cambiado la situación política, el matrimonio volvió a Italia, no sin haber comprado al municipio por algunos años el pedazo de tierra en que dormía su hijo. Les sonrieron triunfos y riquezas, mientras en el hogar y en la vida íntima seguía la desolación y el abandono; y ahora, al volver allí para fundar un hogar nuevo, feliz, Rafael sentía la necesidad de visitar aquella tumbita, de llorar al lado del hijo inolvidable, de lo único que le unía al pasado...

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