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Carmen de Burgos y Seguí "Colombine" Capítulo 2
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
Los huesos del abuelo |
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II | ||
Las gentes empezaban a murmurar de la asiduidad de don Facundo Castro Martínez, el ministro de Gracia y Justicia, en casa de los descendientes del ilustre Campo Grande; pero, en verdad, aquello no tenía nada de particular. Concha había sabido conservar siempre las mejores relaciones, y además el anciano, pese a sus posturas galantes, tenía algo de contemporáneo del abuelo. Hombre bien educado, incapaz de abusar, sentía halagado su instinto senil con el trato de dos mujeres hermosas, que lo aceptaban tiernas y confidenciales como al protector de la familia. Gracias a él Paquito tenía un destino en el ministerio y Concha esperaba lograr el deseo, tan ardiente, del Panteón Ilustre. En realidad, la pobre Concha había luchado mucho. Aquel mayorazgo de su familia que se había mostrado extraño a la gloría de su padre, y cuya descendencia se había extinguido en la vieja devota, que pasó la vida en la soledad, enferma, sin más sociedad que la criada ni más diversión que la misa, había sido para ella acicate y deseo de vengarla injusticia cometida con su madre y de vencer el orgullo de las ricachas. —En la herencia, a ellas les tocó el dinero, y a nosotras la gloria— solía decir doña Pepita con arrogancia. Ella había guardado todas las cosas del padre que tiraba el hermano. Recortes de periódicos, artículos, papeles. Un tesoro, que poco a poco habían explotado después su esposo y su hija. Concha había hallado la manera de organizar su vida a costa de la gloria del abuelo. Pero era necesario renovarla de vez en cuando y tenerla como norma continuamente. Había que aprovechar todas las ocasiones: aniversario del estreno de una obra o de la publicación de un libro; de la entrada en la Academia, del primer discurso en las Cortes. En uno de estos momentos lanzó en los periódicos la idea de la suscripción para hacer una estatua y colocarla en Villacarrillo, tierra natal de Campo Grande, donde se inauguró con toda solemnidad. Habían ido Comisiones de Madrid, y toda la familia, a costa del Ayuntamiento. La mitad de lo recaudado fue para Conchita con perjuicio de la estatua, que hizo, por economía, un escultor mediocre. Pero allí quedaba el buen Campo Grande junto al mar, en la plaza pública, erguido sobre su pedestal, en torno del cual lloraban las musas. Estaba representado con un legajen la mano, puesto de levita, porque entre las anécdotas, cultivadas por la familia, en esas entrevistas que se hacen con ella, a pesar de que suelen ser los que menos conocen a sus ilustres, estaba la de que don Francisco era tan correcto que alguna noche no se quitó la levita ni para acostarse y se metió en el lecho con chistera y todo. En aquel acto conoció la gloria toda la familia; los colocaron en una tribuna, los agasajaron y los " aplaudieron. En otras ocasiones, la sombra protectora del abuelo los sacó de apuros, recurriendo a veladas en las que Adelina, vestida de blanco, descotadita, luciendo las pomas nacientes y los bracillos sin redondear, dije versos con un encanto inocente. Aprovechando un alcalde amigo se puso una lápida en Madrid en la casa donde murió Campo Grande, con un medallón y un retrato, al que no tardaron los chicos del barrio en quitarle la nariz. A pesar de eso, todos sostenían que el retrato se parecía a Paquito. A fuerza de oírlo repetir, él decía ya siempre: —Mi abuelo era un hombre de mucho talento; se parecía a mí. O bien: —Mi abuelo era un moreno muy guapo; se parecía a mí antes de ponerse gordo. Pero Adelina no estaba tan contenta. Veía que su madre comenzaba a pensar en un enlace posible con Castro Martínez, que a pesar de ser un cotorrón con aspecto de hombre irónico superior, sentía en el fondo una gran debilidad por los encantos juveniles. —Es lo bastante vejete — decía Concha — para sentir el deseo detener la comodidad de una casa y la gracia, de una mujer bonita y distinguida a su lado. —Pero mamá — replicaba Adelina, que no era tan inocente como le hacían parecer sus ojos ahuevados y sin expresión, esos ojos que por carecer de pensamiento parece que encierran cosas profundas—. Pero mamá, Castro Martínez tiene una querida. —Es casada... No lo compromete. —Él es riquísimo... —Y tú más rica que nadie con tu apellido, ¿qué más puede desear? —Es que yo quiero a Manolo. —Tú no sabes lo que es querer. —Te aseguro que sí. —Tonterías. La ilusión en el matrimonio dura cuatro días... y la vida es larga. Por mucho que un matrimonio se quiera, sin dinero, no puede ser feliz. No hay amorque resista a la miseria, las privaciones. Créelo, hija, donde no hay harina todo es mohína. —Pero don Facundo no me ha dicho nada. —Ya dirá, si eres hábil. — ¿Por qué no te casas tú? Le gustas. —Sí, pero conmigo no se casaría...y yo me debo a nuestro apellido. —Pues yo, a pesar de todo, quiero a Manolo. El pobrecillo se moriría sí lo dejara. —Ningún hombre se muere. ¡Valiente porvenir tendrías con él! El mío con tu padre, que de no ser porque tuve disposición ya nos hubiéramos muerto todos en un hospital. —Exageras. — Digo la verdad. Tú eres una bobita que no sabes lo que vale el dinero. ¡Ahí es nada ser la señora de Castro Martínez, con coche galoneado y todas las comodidades! —Al lado de un viejo. — Los hombres no son viejos nunca. Así acababan todos los días las disputas sin que ninguna de las dos se diese por vencida. Sin embargo, la madre iba ganando terreno. Había logrado que Manolito Montenegro no asistiera a la reunión que daba semanalmente. — Es usted demasiado expresivo con Adelina—le había dicho—, para no parecer ante todos como su novio. Se ve a la legua que los dos se aman. — ¿Y qué mal hay en eso, señora? —Que yo no quiero que mi hija tenga un novio oficial mientras no sea una cosa seria. —Ya sabe usted, doña Concha, que yo pienso seriamente. El año próximo, en cuanto ascienda, nos casaremos. — Pues, hasta entonces, demos tiempo al tiempo. Puede usted visitarnos, cómo amigo, los días que estemos solas, en mayor intimidad. Los dos novios tuvieron que resignarse y, aunque Concha le prohibía a Adelina todo visaje, siempre encontraba ésta medio de escaparse de sus tertulias para darle un apretón de manos o una cartita, que calmaban los celos del enamorado, a través de la reja. —Si no te quieres casar—le decía la madre, desesperada de su terquedad—, espera, al menos, que saquemos a Castro Martínez el traslado de los huesos del abuelo y luego puedes hacer lo que te parezca. |
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