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Carmen de Burgos y Seguí Capítulo 6
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
La mujer fría |
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VI | ||
El coche cruzó la Puerta del Sol en su hora de más sombra y soledad, que daba una sensación de ribera con su asfalto espejeante por el rocío, subió la calle del Arenal, pasó al lado del Teatro Real, atravesó la vieja plaza de la Encarnación, donde vive la leyenda de la Edad Media, y poco después entraba en el paseo de Rosales, esa «frontera» de la ciudad que hace a Madrid algo de provincia litoral, como recuerdo de un ancho mar que cubriese la llanura. Los caballos bajaron la cuesta y siguieron el camino de los jardines de María Luisa. Los dos hombres habían guardado silencio mientras cruzaban las calles. La ciudad, aun dormida, les daba la idea de multitud ante la que debían ocultar su secreto. Callaban de ese modo instintivo con que callan los viajeros que cruzan un túnel. Cuando salieron a la Moncloa, en pleno campo, pareció que los unía una mayor confianza. Se habían borrado las estrellas del cielo y éste estaba esclarecido por un gris rosa, luminoso, que parecía escaparse y penetrar bajo los árboles, a través de sus troncos, mientras que en lo alto se refugiaba la sombra al amparo de las copas. Aquel sitio se prestaba a la confidencia; los jardines de María Luisa ponían algo de más pintoresco al lugar con el nombre de aquella reina de cara de bruja, que retrató Goya, y que sin embargo guardaba cierto prestigio de amorosa, gracias a su adulterio en las frondas de la Moncloa. Fernando hizo ante don Marcelo su confesión general. Sabía que lo escuchaba un hombre de mundo y de gran corazón, capaz de comprender aquella pasión loca que se había apoderado de él, trastornándolo hasta el punto de ver casi indiferente los tormentos de la que había elegido para su esposa antes de conocer a Blanca, y con la que lo ligaban tantos años de juventud vividos juntos. El anciano lo oía tratando de disimular su interés y la especie de complacencia que experimentaba al escuchar aquel lenguaje, que era como la música olvidada que iba despertando ecos y recuerdos en su corazón. Parecía atento a mirar el paisaje, que se desvelaba y acusaba líneas y colores con mayor brillantez de momento en momento. Cruzaban cerca del coche otros carruajes y automóviles que llevaban a los trasnochadores de la «Casa Camorra». La mayoría de los coches iban abarrotados de gente; salían de ellos risas y gritos con acentos cansados y falsos; sólo se alcanzaba a distinguir las siluetas y las cabezas que se mecían, con la carrera, en un balanceo de peleles. Cuando cesó de hablar Fernando, don Marcelo le contestó: —Bien; pero ¿por qué me dices todo eso? Es que Blanca te rechaza y vuelves de nuevo a pensar en Edma, la pobre niña que no sabe ocultar su amor y su daño a nadie. El vaciló en responder, y don Marcelo añadió: —Si no es eso, no comprendo qué puedas tener que decirme. No olvides que soy tío de Edma, y que me acuso de haber sido, en cierto modo, causa de lo que sucede. —Es que yo mismo no sé lo que quiero. He llegado a conquistar el amor de Blanca, la adoro, sin dejar de querer a Edma, y cuando ha caído enamorada en mis brazos, la he rechazado, presa de una repulsión inexplicable. No sé si ese sentimiento es hijo de esta dualidad de dos mujeres que hay en mi alma, o si existe algo de real. Es usted la única persona que tiene antecedentes del pasado de Blanca, que puede revelarme algo, y le suplico que no me lo oculte. Don Marcelo guardaba silencio. El coche había pasado Puerta de Hierro y continuaba en dirección a la Cuesta de las Perdices, como si el cochero se hubiese propuesto llegar al fin del mundo marchando en línea recta, mientras no le dijesen que volviese. Era ya día claro. Todo el cielo ostentaba un celeste suave, incendiando al oriente de rosa y plata, como heraldo del advento del sol. A la derecha se alzaban los montes de El Pardo, a la izquierda el boscaje de la Casa de Campo; cerca del camino, el campo de vegetación rala, de pinos anémicos y achaparrados, de malezas clareonas, entre las que se veían cruzar los conejos con su gracia saltarina, avispados, altas las orejas, como dos zapatillas, y enhiesto el rabillo blanco. De vez en cuando se mezclaba a ellos una bandada de perdices, que en vez de volar saltaban y corrían pizpiretas. Cruzaban sin miedo, familiarizadas ya con las gentes, como si supiesen su condición de caza de coto real, para creerse inviolables. Don Marcelo dijo al fin: —Blanca me había pedido que guardase silencio acerca de lo que de ella supiera, y aunque yo no le había prometido nada, había formado el propósito de callar. ¿No parecerá ahora mi revelación una venganza? A pesar de todo, esa mujer tan rica y tan admirada me causa una gran lástima. —No comprendo. —Es una mujer a quien le está vedado el amor. Nadie la ama más que mientras es una promesa. Fernando no se atrevía a seguir preguntando. Pasaban entre las ventas situadas a ambos lados de la carretera ofreciéndose a los viajeros. Tocó el anciano la goma destinada a llamar al cochero y ordenó al lacayo, de cara inexpresiva y adormilada, que se acercó a la portezuela: —Para en la venta de la izquierda. —Aquí podemos tomar una tortilla al ron y un excelente chocolatito a la española —añadió, dirigiéndose a Fernando— en uno de los gabinetes reservados que quedan sobre el jardín. Se goza de una vista y un aire deliciosos y podemos hablar a nuestro sabor. |
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