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Carmen de Burgos y Seguí Capítulo 4
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
La mujer fría |
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IV | ||
La verja del hotel los separaba del paseo de la Castellana, como si los alejase a muchos kilómetros de distancia. Se oían apenas los ecos de los coches que pasaban a aquella hora de la noche con paso perezoso, como si el caballo y el cochero fuesen dormidos y sólo velase dentro de ellos la pareja enamorada sumergida en su ensueño, o los románticos que deambulaban envueltos también en el encanto de la noche madrileña o en una evocación de la ciudad legendaria. Blanca había mandado apagar los focos eléctricos, y el jardín, alumbrado sólo por la luna, tenía esas tonalidades de violeta y plata que pone la sombra y la luz de la noche en el campo. —Estas noches —dijo Fernando, que estaba sentado junto a ella — son mis rivales. En vez de mirarme a mí miras al cielo. —¡Me gusta tanto ver el cielo! Las estrellas son mis antiguas conocidas. Yo sé los nombres de todas... No saben esta pasión por las estrellas los que no han vivido en la soledad de las montañas o han navegado mucho. Yo he pasado mi niñez entre las fragosidades del Pirineo. —Sin duda de tanto mirar al cielo han tomado tus ojos esa luz verde y fría. Mientras tú miras las estrellas yo te miro los ojos, que es como mirar al cielo. —Es que tienen algo que me atraen. Esas estrellas que han servido durante tanto tiempo de guías de viajeros, dan deseo de viajar; se comprende el mito de los Magos siguiendo una estrella como se persigue una quimera. —0, sustituyendo los términos, como yo persigo tu cariño. —No eres justo. Sabes que yo te quiero... te he amado quizás antes que tú a mí: desde que te vi en el teatro con don Marcelo aquella noche. Ya sabes que fue sólo por ti por lo que me presté a ir a casa de las señoras de Meléndez. ¡Quizás hice mal! —¿Te arrepientes? —Me apena saber el estado de esa pobre muchacha que estaba enamorada de ti y con la que tú has sido ingrato. —Ingrato, quizás; traidor, no. Yo no le había prometido casarme con ella. —Pero la amabas. —La quería. La quería como se quiere a una hermana, a una persona buena, inteligente, familiar, sin esa pasión que quema, que te arrastra la vida toda. Esa pasión que tú me has inspirado, y que de no encontrarte, quizás hubiese pasado por la vida sin conocer. —Entonces te hubieras casado con ella. —Tal vez sí. —¿Y no te habías comprometido? —No. Parecía que algo me hacía presentir que había de llegar «otra mujer». —Yo siento ser la causa de la desesperación de esa niña. Ha venido a verme don Marcelo, mi viejo amigo, que ha dejado de serlo desde que nos amamos, a decirme que esa criatura se muere... La madre quiere venir a suplicarme... hasta ella misma, que piensa que yo acepto tu cariño ofendida por la arrogancia con que ella me lo disputaba. Fernando se estremeció y la miró ansioso. —No —dijo ella—, no soy capaz de esa baja pasión, y, sin embargo, no me deben creer capaz del inmenso amor que te tengo cuando vienen a exigirme que renuncie a mi felicidad por la felicidad de otra. ¿Acaso la mía no es tan respetable como la suya? ¿Es que en el amor pueden existir derechos de prioridad o de cualquier clase que sean? No. Es que no comprenden que una mujer que ha sido casada y madre, pueda amar hasta con más vehemencia que una criatura que aún no sabe lo que es el amor. —Es que mucha gente no se da cuenta de tu amor, Blanca. No olvides que te llaman «La mujer fría». Creen que esa cosa que hay en tu tipo de augusto, de sereno, que llega a ser helado, se comunica al alma. Ella guardó silencio. —Yo mismo —siguió él— no podía esperar que me amases. Te aseguro que de no decírmelo tú, no hubiera sido capaz de confesarte mi amor. Tan alta y tan superior a todas las mujeres te veía. —¡Oh, no me trates como a una diosa! Es preferible ser mujer. Si me vieras como a una divinidad, estaría perdida. —Si te he de ser sincero, sentí una especie de dolor al verme amado. Es una confesión que tal vez no debiera hacerte; pero «La mujer fría» inabordable, me daba la seguridad de que era incapaz de... haber... amado a nadie. —Y así era... Tú eres mi amor primero y único, Fernando —¿Por qué me desesperas entonces? —No quiero ser tu amante. —Sé mi esposa. —No. —¿Por qué? —Tengo la seguridad de que el amor se extinguiría al realizarse. Prefiero alejarme llevándolo en mi alma y dejándolo en la tuya. —Pero eso es una crueldad. —Menor que la de matar un sentimiento que tanta felicidad nos proporciona. —¿Pero no comprendes que he puesto en ti toda mi vida? En el arrebato de su pasión, Fernando se apoderó de las manos de Blanca y las estrechó entre las suyas. Aquellas manos estaban heladas, yertas; no era la frialdad del mármol ni de la nieve, era la frialdad de la carne helada, la frialdad de la muerte. Ella quiso esquivarlo, pero él la enlazó por el talle y la apretó entre sus brazos. Parecía vencida, dejaba caer la cabeza sobre su hombro, los cabellos ceniza cosquilleaban la mejilla de Fernando, semejantes a una lluvia de copos de nieve que le daban una sensación agradable. Besó el rostro helado, iluminado por la luz fría de los ojos de esmeralda y la luz de la luna, que lo hacía un poco cárdeno, poniendo manchas violáceas en las sombras de las facciones. La besaba loco, apasionado, como si quisiera darle calor y vida con sus besos, mientras que sus manos corrían apreciando febriles las magníficas curvas del busto de estatua. Los ojos se habían entornado, elevando hacia arriba la pupila, que brillaban como un hilo de luz encendida a través de la pequeña abertura: luz de su alma. Bebía él con sus labios aquella luz fría, rostro con rostro, sin lograr darle calor. No sentía el aliento de Blanca. Era como si no respirase... Decidido a consumarse en la pasión, unió sus labios a los suyos... Sus brazos se abrieron, se apartó de ella, que cayó desfallecida en el banco, y se apoyó en el tronco de un eucaliptos para enjugar el sudor que corría por su rostro. En aquel beso de amor había percibido claramente el vaho frío y pestilente de un cadáver. Cuando se recobró, quiso disimular su impresión. Al mirarla tan bella, tan blanca, abandonada como en éxtasis, sin haber pronunciado una palabra ni hecho un movimiento, se arrepentía de aquel arranque, hijo de una impresión falsa, seguramente. Era preciso hacerle creer en su caballerosidad, ya que, contagiado de frío, no podía volver a encontrar los ardores de su pasión. —Blanca mía —dijo, echándose de rodillas a los pies de la joven—, perdóname este arrebato. Ya ves que, a pesar de todo, sé respetarte. Blanca abrió los ojos. Si hubo pasión primero y dolor o tempestad después en su alma, ésta no había trascendido al semblante. Estaba serena, impasible. No le dio una queja ni por su arrebato ni por su cordura. —La noche es cómplice, con su melancolía, de muchas cosas —dijo—. La melancolía hace más amantes que la alegría. Se duerme la voluntad. Parecía disculparse de su flaqueza. Sin duda no había notado el verdadero motivo de la súbita cordura de Fernando. Él quiso ser galante y no darse cuenta de la entrega de sí misma que le había hecho. —Tu voluntad, Blanca, no se duerme nunca, sino cuando está segura de hallarse bien guardada a mi amparo. Sonrió ella, como si agradeciera el cumplido y dijo: —Pero es tarde. ¡Mi reloj de estrellas anuncia el amanecer...! Es preciso separarnos. Se puso de pie, y esta vez fue ella la que le tendió la mano yerta, que le produjo la impresión de cadáver, hasta el punto de no atreverse a besarla. Lo acompañó ella misma hasta la puerta de la verja, y, como siempre, lo siguió con los gemelos por entre los claros de la yedra, viéndolo detenerse y volver la cabeza de minuto en minuto. |
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