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Carmen de Burgos y Seguí "Colombine" Capítulo 6
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo |
La herencia de la bruja |
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VI | ||
Le costaba trabajo a Nicolasa respirar en aquel aire límpido, suave, tan cargado de oxígeno, de yodo y de sales marinas. Su pulmón se había habituado al escaso aire de la casa baja, húmeda, pequeña, de su talabartería, siempre oliendo a ese vaho de animal en descomposición que con servan los cueros. Así es que a su llegada a Almería, había sufrido algo semejante al mareo de los que se embarcan. Hacía tres años de la visita de Nieves a Madrid y cedía a verla y pasar la temporada de baños con ella, guiada en el fondo por el sentimiento de curiosidad malsana que invita siempre a ver el fin del drama. Tenía un deseo loco de saber qué sucedía. Las cartas de Nieves no decían nada; pero le daban mala espine porque escribía con menos frecuencia, cartas tristes y desalentadas, en las que siempre había dos líneas: «Recuerdos, Ella miraba con atención si los trazos de esas letras eran claros y seguros, pero no podía deducir nada. La recibió Nieves sola en la estación. — ¿Y Juanito?— se apresuró a preguntar Nicolasa. — Está en el cortijo. Nieves estaba cambiada. Sin perder carne, había adelgazado, estaba fofa, colgante, sin la tersura de su juventud, que tanto tiempo conservó. Tenía el rostro desconocído, arrugado, el cabello escaso y blanco. En aquellos tres años había recorrido todo el camino que la separaba de la vejez de su amiga, sobrepasándola. Tal vez aquella vejez, aquel aspecto de tristeza y desaliento, impusieran respeto a Nicolasa, que no se atrevió a preguntarle nada. Se propuso observar. Al cabo de tres días, repuesta de su mal de mar, se había levantado temprano, cuando todos dormían aún en la casa, y había abierto el balcón que daba a la fachada. Empezaba a despertar la ciudad y era por aquel lado por el que comenzaba a desperezarse. Ya se notaba el movimiento en todos los buques surtos en el puerto. Eco de voces de diferentes idiomas, canturías exóticas, rechinar de hierros y ruido de maderas. Un trepidar de ias máquiñas que con las aguas calientes esperaban para lanzarse a la mar. Era hermosa aquella perspectiva del puerto, ileno de vida, de la amplia anchura del golfo, tan azul y tan quieto. A la derecha se veían las rocas de las canteras con ese pueblo de semitrogloditas que habita en las cuevas del puerto bajo, al amparo de ios derruidos torreones de la Alcazaba. Seguía elcamino de la Baja Mar, como gigantesca solitaria que extendía en la falda del monte su cinta blanca y zigzagueante, en uno de cuyos extremos se alzaba el pintoresco Castillo de San Telmo y, a lo lejos, ia punta de las Salinas de Roquetas. A la izquierda se tendía la vista por el Paseo del Malec6n, el contramuelle, la vega y las lejanas sierras del Cabo de Gata, con su gallardete de niebla. Allí, a sus pies, la playa serena, defendida por los diques, lamiendo la arena, al borde del melancólico paseo de palmeras. Empezaban a pasar carros de muías y de bueyes bamboleándose bajo el extraordinario volumen de su carga de haces de esparto dorado y oliendo a monte de un modo tónico y acre. Otros conducían los barriles llenos de uva, que las barcazas llevaban a embarcar en los grandes vapores, que conducían luego a Inglaterra y Norteamérica el jugo de la tierra andaluza. Observaba Nicolasa que casi todos tos hombres se parecían un poco. Todos te recordaban a Juanito con su pelo negro y sus ojos brillantes, le cara curtida, los dientes blancos y el tipo enjuto, alto, desgilachado y como mal articulado. Iban perezosos, en mangas de camisa, guiando con su aijada sus yuntas los vaqueros y sentados en los varales, con el látigo en la faja, los muleros. La costumbre y la afición hacían a Nicolasa fijarse en aquellos pobres arreos remendados y en los grandes grupos de esparto, que fabriceban ellos mismos. Allí no daría mucho a ganar la talabartería. Hacía una mañana de oro, con una luz de pomas maduras, una luz como de cristal transparente. En la orilla de la playa había y a mujeres y familias enteras, que iban a aprovechar aquellas horas para el baño. Había gentes que venían de la sierra, sin haber vis to nunca el mar. A algunas las impresionaba tanto que sufrían congestiones en los ojos. Los que por orden facultativa debían tomar de quince a nueve baños, pasaban el día al lado del agua para darse tres o cinco cada día y acabar todo su tratamiento en tres días sólo. Se desnudaban con esa impudicia serena de los bañistas que hace pensar en la sagrada influencia del mar, tan casto que no deja lugar a sentimientos torpes. Se metían las mujeres en el agua vestidas con camisas blancas, dando gritos de animal que siente un placer intenso al experim entar el frescor y el cosquilleo del agua sobre su carne ardorosa. Salían con las camisas pegadas, mojadas, transparentes, que dejaban adivinar todas sus formas y colores. Iban llegando curiosos, viejos y mozalbetes en su mayoría, que se asomaban al pretil del m alecón para presenciar el espectáculo voluptuoso sin preocuparse de la elevación del disco del sol, que, como una bola roja, parecía nacer dal mar y dejar caer sobre él un arroyo de luz dorada, espejuelante, que rielaba sobre las ondas rizadas. Absorta ante un espectáculo tan extraordinario para ella que no había salido jamás de Madrid, Nicolasa no se dió cuenta de que se abría lentamente el halcón a su lado y que aparecía en él la figura de un hombre. — ¡juanito! Era el m arido de Nieves, que, sin hacer ceso de ella, seguía mirando con ojos encendidos a las bañistas. Nicolasa lo contempló. Ten ía un aspecto de idiota, sucio, con la barba crecida, ennegrecidos los dientes. Parecía que su cuerpo se había puesto aún más flácido, más desarticulado. Se inclinaba hacia adelante, como si los brazos, alargados, buscasen el punto de apoyo, las cuatro patas de la idiotez que se le retrataba en el rostro, de expresión vaga, mirada turbia, mandíbula colgante y boca entreabierta, con el labio inferior adelantado. — ¡Juanito, pero Juanito!— repitió ella— . ¿No me conoces ya? Soy yo ... Nicolasa. Él la miró estúpido, moviendo la cabeza en un signo afirmativo mecánico, y dejó escapar unos sonidos inarticulados incomprensibles. — ¡Dios mío! ¡Está idiota! El crimen se ha consumado exclamó: En aquel momento apareció Nieves en la estancia. Su marido al verla tuvo un temblor de perro castigado; separó los ojos de las bañistas para fijarlos en ella con humildad. —¿Para qué has salido aquí? Vente. Él obedeció sin replicar; pero N colasa se había puesto violentam ente de pie, y le preguntaba con indignación: —¿Querías que yo no lo viera, verdad? La otra levantó la cabeza, y con un arranque da valor, respondió entera y secamente: —Sí. — Hacías bíen. Algo temía yo: pero no creí que llegaras a tanto. — No he sido yo... — Es inútil qüe me mientas. Yo no te voy a denunciar; pero no puedo ser cómplice de tu crimen. — Mi crimen. — Has matado a este hombre. No es más que un cuerpo sin entendimiento, sin voluntad, ni nada. — ¡Nicolasa! — Me marcho esta noche. — No. — Es preciso. — No me dejes. Eres mí única amiga, mi único afecto.... Nieves juntaba las manos suplicante. — Yo quería decírtelo todo— dijo - ; hallar en tí un consuelo, ya que eres tú la única persona que lo sabe todo. Se conmovió Nicolasa. —Yo no quiero saber nada más. Debo irme, — Eslá bien. Pero antes escúchame en confesión. Te lo ruego. — Habla: Y allí, en el mismo balcón, ante aquel sol que reía juguetón sobre fas aguas, ante el paisaje espléndido, Nieves le reveló todo lo pasado a su amiga. A su regreso de Madrid, como Juanito venía peroertido y ae pasaba los días lejos de su mujer, en casa de la otra, Nieves le administró los papelitos de polvos de cantáridas que su madre tenía ya dosifícados y con la explicación escrita, para una cliente a la que la muerte le impidió servir. Al principio los resultados fueron tan buenos que se daba por contenta con la herencia de la madre, Juanito estaba más sano, más fuerte, más alegre, más contento. Sentía por ella un apasionamiento extraordinario, sensual, y no se apartaba de su lado. Pero poco después su apasionamiento derivó hacia las otras mujeres. No le paraba una criada. Las perseguía a todas, viejas y jóvenes. Tuvo que doblar la dosis de aquellos polvos de cabecitas de mosca de bronce y oro y de alltas de cristal machacados, que a pesar de su pequeñez vencieron al hombre. Se le doblegó su voluntad, no hacía más que lo que ella quería. No tenía afecciones, ni amigos, ni familia. Nada. Su mundo se reducía a comer y llevar a su mujer a la alcoba. Y aquel estado fue avanzando. Llegó la degeneración, ía idiotez, el no saber hablar y dejar de conocer a las personas. Entonces Nieves llamó al médico, pero éste lo atribuyó todo a «Pecadillos de la juventud: un reblandecimiento de la médula.» Ella no se atrevió a decir la verdad. Pero suprimió el tratamiento. Quiso hacerle eliminar aquellas substancias que le había dado; le hizo tomar contravenenos para desintoxicarle. Todo había sido en vano, Juanito no salía de su estado de Idiotez. Su organismo estaba destruido, su cerebro destrozado. Asustada de su obra Nieves había vuelto a ver brujas y charlatanes que lo libraran de los maleficios, pero éstos fueron tan impotentes como los médicos que le inyectaben hidrargirios. Juaníto estaba perdido. Como último recurro Nieves había llegado a llamar a su casa a la mujer que tanto había amado Juanito y que ella tanto aborrecía; pero él idiota no la reconoció tampoco. — Aquí me tlenes—acabó — al lado de este hombre en el que ya no viven más que los instintos animales: La comida, la bebida, la voluptuosidad. Es para lo único que recobra energías; me hace obedecerlo, y tal vez un día, como castigo o expiación, me ahogará entre sus manos. Nicolasa se sentía conmovida. — Envíalo a una casa de salud— aconsejó. — No puedo — ¿Por qué? — Mi sufrimiento de aguantarlo y de cuidarlo me parece que aminora mi falta. — ¿Le amas aún? — No ... Me repugna. Hubo un momento de silencio. — ¿Para qué me has hecho venir?—preguntó con dulzura la amiga. — Ya te lo he dicho. — ¿Y comprendes ahora que debo irme? — Sí. Las dos se acercaron al idiota, que con los ojos cerrados se mecía en su butacón de Viena. El infeliz se levantó enardecido al sentir la mano de su mujer posarse sobre su frente. — ¡Pero Juanito, Juanitol— dijo Nicolasa— . ¿Será verdad que no me conoce usted? El idiota la miró largainente, y con una voz que parecía sacar muy de su fondo respondió, con sonido inarmónico. —No. — ¿No se acuerda de Madrid, de Ricardo, de elia? Él parecía buscar algo, pero al fin se desplornó en su butaca repitiendo: — No. Las dos mujeres se miraron. Cayeron una en brazos de la otra y se besaron con efusión. A las pocas horas Nicolasa salía para Madrid. No quería ser severa con su amiga, pero no quería permanecer allí aceptando una complicidad. Ella se decía que no tenía derecho a condenar a Nieves. En su vida casta, bien centrada, sólida, sin pasiones, no había tenido entrada la superstición. Era la terrible superstición que dominaba a muchas mujeres. Sin duda existían muchos casos semejantes a aquel. La mujer ignorante, enamorada, era un peligro para el hombre. Debían las autoridades perseguir a todas esas barajeras, sonámbulas, brujas de oficio. — Yo ias quemaba como en la Inquisición se decía, in dignada, Nicolasa. Y luego, como para disculpar a la amiga desdichada, a la que tanto quería y de la que había de separarse para siempre, repetía: — No es suya la culpa, es la fatalidad. La herencia de la bruja. FIN
"La novela gráfica" Número 20 - 7 de enero de 1923 |
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