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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"La herencia de la bruja"

Capítulo 5

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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La herencia de la bruja
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V

Desde aquel día Nicolasa miraba a Nieves con el recelo con que se mira al enfermo de cuya mentalidad se duda. Ella no había tenido jamás pasiones, ni pudo conocer los celos de un marido que vivía sentado en su butaca, sin darse cuenta de nada, y al que no tenía que hacerle más que alimentarlo y limpiarlo.

Así es que el caso de su amiga le parecía más extrafio, más anormal aún.

Juanito, siempre alegre y dicharachero, se atraía las simpatías de todos. Venía siempre juguetón, acariciador, checheando a su esposa, que le miraba entre seria y complacida, inquieta siempre, hasta cuando lo veía hablar con Celia o con Nicolasa.

— Pero , ¿qué se habrá creído?— pensaba ésta indignada, si bien luego la disculpaba diciendo— : Los celos son una enfermedad y la vuelven loca.

Juanito no quería estar nunca en la casa. Pretextaba que aquel olor a establo que conservan los cueros curtidos le hacía daflo y arrastraba a Ricardo para llevárselo con él a corretear por Madrid.

Nieves se quedaba inquieta, impaciente.

— ¿Dónde estarán?— repetía.

— No tengas cuidado, madrina, que va con mi marido —decía Celia.

— ¡Pero sabe Dios dónde irán!

— Al café y a reírse un rato en el cine con las cupletistas.

— ¡Y lo dices tan tranquila!

— ¿Qué de malo hay en eso?

Antes de que Nieves lo explicara, intervenía Nicolasa, mandando hacer algo a la híja y diciéndole a su amiga:

— Por Dios, Nieves, no le hagas pensar a Celia cosas que ella no ha pensado nunca.

— Os envidio la tranquilidad.

— ¿Qué quieres? Nosotras somos así.

— Estáis en el Limbo, sin pena ni gloria.

— Perdonamos el cielo por m iedo al infierno.

En algunos momentos Nicolasa había sorprendido a Nleves en su habitación con los puños apretados, la mirada fija en un punto, con un aspecto de energía, que se parecía a la locura. Le recordaba a la vieja manipulando en el corazón del borrego.

— ¿Qué haces, Nieves? —le preguntó un día.

— ¡Ah! ¿Estabas ahí?

— Sí, ¿qué te pasa?

— Estoy empleando el medio que me enseñó la espiristista japonesa para hacer venir a mi marido. Hasta ahora es lo que mayor resultado me dió.

— ¿Qué es?

—Mira.

Volvió a quedarse rígida, con la mirada fija, apretados los puños y diciendo con una energía llena de rabia. «Animas rectas y sestas, que en el Purgatorio estáis, por la pena que tenéis y la gloria que esperáis, que en el corazón de Juanito Barragán os metáis; no le dejéis pomer ni descansar, ni vivir, ni trabajar, ni pensar (se iba enfureciendo más), ni dormir, ni sosegar, hasta que a mis plantas rabiando, rabiando, rabiando (cada vez que decía la palabra rabiando daba un golpe violento con el p ie izquierdo en el suelo), como un perro me venga a buscar.»

Lo raro era que Nicolasa podía comprobar que después de una de esas invocaciones, Juanito y Ricardo no tardaban en volver.

A veces su yerno decía:

— ¡Qué lástima! Nos hemos quedado sin ver el fin de la función, pero Juanito se empeñó de pronto en venirse.

Le dirigía Nieves una furtiva mirada de inteligencia y ella para cerciorarse mejor decía:

— ¿ Y cómo ha sido eso de no esperar el final, Juanito?

— Me sentí intranquilo de pronto, molesto, con deseo de ver a ésta— respondía él acariciando a su mujer.

Nicolasa se estremecía. ¿Sería cierto que espíritus de muertos obedecían al conjuro y obraban sobre la voluntad del ser que se les designaba?

A veces se inclinaba a creer aquello, y otras pensaba que el ejercicio constante de la voluntad de Nieves, dirígída siempre a un mismo fin, había obrado sobre el espíritu de su marido. La veía acariciarlo, pasándole la mano por la frente, por los cabellos, siempre hacia abajo, influyéndolo con fluidos magnéticos que lo adormecían; mientras ella lo miraba con su mirada dura e inmóvil, sugiriéndole con voz insinuante.

— ¡Quiéreme! ¡Quiéreme, mi alma! ¡Quiéreme a mí sola!

Contemplaba al mocetón gitanote, bárbaro, entregado a la dulzura artera, quedarse debilitado, sin voluntad. Estaba segura de que él valía poco, que se babía casado por el dinero de la am iga, con ánimo d e heredarla y explotarla, pero lo veía tan vencido, tan en peligro, que sentía compasión de é l y una especie de odio contra la amiga tan querida.

No podía dejar de pensar.

— Por algo es hija de la vieja bruja. La cabra tira slempre al monte.

De buena gana hubiera queridoí alguna vez avisar a Juanito, darie una voz de alarma, para que estuviese prevenido; pero no se atrevía.

La sencilla mujer tenía miedo a las brujerías de Nieves, sobre todo desde que la veía engolfada en el estudio de los papeles y de los paquetes de polvos que constituían la herencia de la madre.

Llegaba al punto de vigilar la comida, esconderlo todo, y no dejar que su amiga tocase nada. Un día que la encontró en la cocina tiró toda la comida, fingiendo que se había roto la fuente, al llevarla a la mesa.

No se atrevía a hablar de aquello, temerosa de que se enteraran Celia y Ricardo, como si de algún modo la manchasen también a ella las brujerías de N ieves.

Asi es que los vió irse contenta de hallarse libre de toda la responsabilidad que pudiese caberle al lado de aquella mujer que bordeaba el drama.

Pero en el momento de la despedida sintió despertarse en ella todo el antiguo cariño que profesaba a la amiga y la abrazó diciéndole al oído.

—Abandona ese camino, Nieves. Hazlo por mí. Mira que nadie habrá más desgraciada que tú si logras tener por esos medios el cariño de tu marido.

Pero Nieves la besó sin con testarle nada.

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