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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"El artículo 438"

Capítulo 9

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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El artículo 438
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IX

El fallo de los Tribunales fue condenatorio para Jaime y absolutorio para el marido. Alfredo estaba incluido, por entero, en el artículo 438. Había matado para lavar su honor mancillado, en el paroxismo de la pasión y de los celos, exasperado al descubrir la traición de su mujer y de su amigo. Era un gesto gallardo y simpático en un país que conservaba el espíritu calderoniano.

Fueron inútiles todos los esfuerzos del defensor de Jaime, verdaderamente empeñado en hacer brillar la verdad. La ley, promulgada por hombres, favorecía siempre a los hombres y humillaba a las mujeres. Ningún artículo del Código les daba a ellas aquella facilidad de asesinar a los infieles; ni siquiera el funesto artículo 438 decía: «Cualquiera de los dos esposos que sorprendiera en adulterio al otro», sino: «El marido que sorprendiese en adulterio a su mujer». Era sólo un privilegio masculino. Los jueces se cuidarían mucho de no quebrantar aquel principio de autoridad que era como su privilegio, la lección indirecta que daban ellos mismos a sus propias mujeres.

Alfredo no tuvo que entrar en la cárcel: puso fianza con el dinero de la muerta.

Fue en vano que se trajesen al tribunal prueDas y testigos de los vicios del marido, de sus borracheras, de su comercio con las hembras más bajas, de los malos tratos dados a su mujer y de la dilapidación de su fortuna. Todo aquello no tenía importancia; eran cosas de hombres, sin la gravedad que una falta femenina.

Cuando el acusador sugirió que Alfredo había facilitado la prostitución de su mujer presentándole a su amigo y marchándose al Extranjero, vendiendo sus derechos por la firma para enajenar las fincas, la indignación de la sala llegó al límite. «¡El pobre hombre, que se había ido a trabajar confiado en su amigo y en su esposa!»

Fue un telegrama del ama seca el que le avisó y le hizo volver para sorprender a los amantes. En vez de confiar su querella a los Tribunales, se ocultó, preparando el crimen con premeditación y alevosía más de una semana, siempre con la vista fija en la impunidad que el artículo 438 le ofrecía.

El Jurado, aquella institución incompleta y defectuosa, porque no formaba parte de ella ninguna mujer, sentía indignación contra el atentado a la santidad de la familia. Estaba de parte del marido, sin reparar en sus vicios y malos tratos, que eran cosa corriente entre la masa popular, en cuya atmósfera vivían.

Hasta la opinión pública, excepto una minoría de gentes de moral superior, era favorable al marido. La burguesía estúpida está siempre de parte del hombre que mata. Las mismas mujeres, en vez de estar unidas por un sentimiento humano de solidaridad de sexo y de ser comprensivas con sus propias pasiones, se ponían de parte de Alfredo, a impulso del odio y de la envidia que les inspiraba la mujer hermosa triunfante, amada. Las estúpidas, las orgullosas de una virtud inatacada, las biliosas que no sintieron una pasión espontánea y noble jamás, y sobre todo las feas, eran las enemigas de la mujer blanca y desnuda que proclamaba con su muerte, por cima de todo, el triunfo del amor.

La moral hipócrita triunfó. Alfredo, absuelto, dueño de la fortuna de su víctima, en poder de la patria potestad para educar a su gusto a su hija, podría pasar por un hombre honrado al que no faltaría quien estrechase la mano, como no le había faltado abogado capaz de defenderlo.

Jaime, condenado a presidio como cómplice de María de las Angustias, aparecía como el culpable de todo, deshonrado, como un mal amigo y como un hombre que se proponía vivir a expensas de la fortuna de su amada. Los valores de ella, que pretendía salvar de la prodigalidad de Alfredo, constituían una acusación.

Su huida, tan justificada y tan humana, en el momento de peligro, lo hacía más impopular. Las gentes vulgares tal vez se hubiesen dejado seducir por mi acto de temerario valor.

Y Jaime fue a presidio, con una indiferencia que demostraba el dolor inmenso que la pérdida de aquella mujer tan amada y tan interesante le causaba.

Vestido con la blusa de presidiario, con la cabeza rapada, revuelto en el montón anónimo de criminales, se sentía más tranquilo, casi más feliz, que en la soledad que el mundo había hecho en torno suyo.

Le parecía vivir en el penal un segundo idilio, con los recuerdas de aquella muier y de aquel amor a los que la fuerza del crimen daba un valor magnífico.

Había puesto toda su alma ahora, de un modo definitivo, más intensamente que en su verdadero idilio, en el amor de María de las Angustias. Quería conservar eternamente, para el goce que le causaba su tormento, la visión del cuerpo desnudo y blanco, con el seno ensangrentado, que se quedó esperando su último beso.

Veía con miedo pasar los días, para volver a la libertad, porque so hacía la ilusión de que iba a volver a encontrar a María de las Angustias, y tenía miedo a verse frente a la realidad. En la libertad tendría más la certeza de su muerte. Él llevaba en su conciencia el convencimiento del crimen horrendo, de la infamia de un marido que había podido hacerlos víctima, empleando eso arma absurda que ofrecía a la inmoralidad y la codicia, aquel funesto artículo 438, vigente aún, en el Código Penal, como invitando a causar, nuevas víctimas.

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