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Carmen de Burgos y Seguí "Colombine" Capítulo 3
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
El artículo 438 |
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III | ||
María de las Angustias salió a pie, la cabeza cubierta por el velo, y se deslizó por las calles más solitarias, en dirección al paseo de las Angustias, donde estaba el templo de la Patrona. Entró apresuradamente en las altas bóvedas llenas de sombras y se encaminó a la pila de agua bendita, buscando con los ojos algo que no tardó en encontrar. Un hombre estaba allí de pie y se adelantó a ofrecerle el agua, que ella tomó, rozando apenas la punta de sus dedos, y sin mirarlo hizo una ligera inclinación de cabeza y paso presurosa, cuidando de no tropezar con las sillas y los reclinatorios que invadían todo el templo, para ir a arrodillarse ante el altar, donde, en su camarín, resplandeciente de luces, estaba la imagen venerada de los granadinos. Se persignó, clavó los ojos en la imagen y quedó como hipnotizada por el brillo que desprendía la alta corona, la pedrería de su manto bordado, entre las luces y las flores del camarín. Parecía un triángulo la imagen, con la cabecita peqúeña, acabando en un ángulo, y el ensanche fastuoso de las ropas de brocado. Su gesto triste mostraba su dolor y su miseria entre tantas galas, mientras posaba la mirada en el cuerpo de aquel Cristo muerto, caído en sus brazos, como el niño que se acuesta en el regazo materno. María de las Angustias quería rezar y pedir auxilio a la Virgen de su nombre en su tribulación; pero su pensamiento se distraía. Sentía sobre su cabeza el calor de una mirada que se fijaba en ella, insistente, y su oración fluía de un modo mecánico, sin el ardor que hubiera querido poner en ella, y la confianza que el ser la divinidad una mujer dolorosa le inspiraba. Nunca un Dios risueño y feliz atraería a los desdichados. Poco a poco se sentía adormecer, como consolada en la atmósfera del templo, de sombra espesa, con el olor especial de las iglesias, mezcla de incienso desvanecido, de cera quemada, de luces de aceite, de flores marchitas en los jarros y del vaho de las gentes que sin cesar entraban y salían con la piadosa costumbre de la visita a las Angustias, que era aún tan habitual en Granada. Casi todas las señoras que volvían de los paseos paraban sus coches a la puerta de la iglesia, y muchas salían de sus casas, dando un momento de tregua a sus tareas, para cumplir con aquella consoladora visita. Se sentían más felices después de saludar a la imagen, cubierta de seda, oro y pedrería, inmóvil e inmutable, simbolizando el más agudo de los dolores. No faltaba gran número de hombres entre la concurrencia. De allí habían salido no pocos matrimonios, entre personas que se conocieron en el templo o que se amaron o se reconciliaron al encontrarse allí. Bien es verdad que, a pesar de la devoción, se daban los enamorados citas expresas o tácitas en el templo. Más de un amor culpable aprovechaba la ocasión que se le ofrecía para sus entrevistas. Resonaban los pasos de los visitantes de un modo atronador, con un ruido cóncavo, que se repetía y se quebraba en las aristas de las bóvedas. Los golpes de las sillas al moverse, de las puertas al cerrarse, formaban un estruendo que repercutía de nave en nave. María de las Angustias seguía sintiendo la mirada de aquel hombre abrasarle la nuca. No sabía quién era, y ya llevaba un mes de encontrarlo allí todos los días. Iba por ella, no le cabía duda; le ofrecía el agua bendita al entrar y al salir, y oía luego sus pasos a distancia, acompañándola y protegiéndola hasta llegar a su casa. La unía una gran simpatía a aquel hombre do fisonomía abierta, franca, y hermosos ojos obscuros y leales. Nunca le había dicho nada y ella sabía que estaba allí por ella, que la conocía y la amaba. No sabía quién era él. Se indignaba consigo misma por aquella impresión que experimentaba; pero todos los días encontraba disculpa para acudir a la cita. «¿Iba a dejar de ir a rezar a la Virgen?» Se proponía no tomar el agua que su desconocido le ofreciera y humillarlo con un gesto de orgullo y de altivez... Sin embargo, sus ojos lo buscaban y su mano se tendía para humedecer los dedos en el agua que él le ofrecía. Después, nada. No volvía la cabeza, no cambiaban una sonrisa, no se permitía él la más ligera familiaridad. Sólo el ruido de sus pasos, siempre a igual distancia, le advertía que era seguida. Sin darse cuenta, el recuerdo do aquel hombre acudía a su memoria como un consuelo, frente a las exigencias del marido. Se sentía como menos sola, como protegida por él, y tenía miedo de perder aquella impresión tan dulce. —El día en que me hable lo rechazaré, y entonces él se irá y no volveré a verlo—pensaba con miedo. Por estar cerca de él prolongaba su estancia en la iglesia. Escuchaba aquellas alabanzas quo el sacerdote recitaba con acento mecánico a ia pobre Virgen angustiada: Rosa mística; Y encontraba grato el plural de la súplica que repetían a coro, y que parecía unirla más y más al desconocido. —Ruega por nosotros. —Ruega por nosotros. —Ruega por nosotros. |
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