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Carmen de Burgos y Seguí "Colombine" Capítulo 2
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
El artículo 438 |
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II | ||
María de las Angustias era la víctima de las leyes y las costumbres españolas. Hija única de una familia distinguida, la habían educado de la manera que se acostumbra a educar las hijas en Andalucía. Sus padres, millonarios, poseedores de una de las primeras fortunas de la provincia, habían procurado que la niña tuviese una ignorancia absoluta de todas Jas cosas del mundo. Toda la infancia la pasó María de las Angustias en una finca que poseían en Motril, a orillas del mar, sin tratar más que a las hijas de los aldeanos, que miraban a sus padres con el respeto que los andaluces guardan al amo, como una reminiscencia de los tiempos feudales. Ella era la pequeña tirana a la que todos obedecían; la señorita, con la que no se atrevían a familiarizarse. No tuvo amigas, sino servidoras, y no vivió la vida en el concierto de las demás gentes, sino una vida aparte. Aquel ambiente, aquella soledad moral, de la que no se daba cuenta, la hicieron hermética. Elaboró sueños que escondió dentro de su alma y anhelos que se fueron reconcentrando en elia de un modo apasionado. Cuando, con sus diez y seis años, la llevaron a Granada, tomó el barniz externo de la escasa sociedad que la dejaban frecuentar, por ese poder de asimilación que hay en las mujeres; pero en el fondo permaneció inadaptable, entregada a su fantasía. No tenía amigas no frecuentaba reuniones; salía sólo con su madre para ir a misa y al rosario en las Angustias, a pasear en coche por la Alhambra o por los paseos del Salón y la Bomba, o algunas noches a dar la vuelta por la plaza de Ribarrambla y la Carrera del Darro, para ver los escaparates. Y en aquel país de mujeres bellas, su belleza llamaba la atención. Los piropos brotaban como flores a su paso, y cada día la seguían en la calle media docena de muchachos. Llovían cartes de declaración; la acera fronteriza al carmen donde moraba tenía siempre guardia de honor, de la multitud de pretendientes que por allí rondaban, paseando sin cansarse de un extremo a otro de la acera. Ella no los veía más que desde su balcón, por cima de la verja que daba entrada al cuadro de jardín que había delante de la casa. Los confundía a todos, no pudiendo tratar a ninguno, y no llegaba a enamorarse de nadie. Ella necesitaba conocer y estimar a alguno para elegir y los padres la separaban del trato de todos, reservándose el buscar ellos el mando conveniente cuando juzgasen que había llegado la edad a propósito. Alfredo fue el forastero. Se abrió su corazón con el prestigio del forastero. Vió su nombre en los periódicos y lo contempló triunfante la noche en que daba una conferencia en el teatro. Él era el héroe de la fiesta y atraía la atención de todas las muchachas con sus grandes bigotes a lo Kaiser, su aire fanfarrón, vestido de smoking, con botones de brillantes y el pañuelo en punta saliendo como una flor, del bolsillo izquierdo. Le agradó, sobre todo, por un sentimiento de orgullo satisfecho. Todas las muchachas se esforzaban por hacerse notar del forastero y él la prefirió entre todas. Sólo tuvo ojos para ella... Fue un triunfo que le agradeció en el fondo de su alma, con puerilidad femenina. El placer de ver celosos a sus pretendientes y eclipsadas a sus rivales. Pensaba ahora en el absurdo de aquellos dos primeros años de su matrimonio, viviendo sus padres, cuando su marido se negaba a admitir nada más que el modesto sueldo de secretario de su suegro para sus gastos personales. Bien es verdad que vivían en el carmen, con criados, coches, automóviles y todo el lujo habitual, que suponía un gasto de muchos miles de duros al año. Por fortuna no engañó al suegro aquella hipocresía y dejó bien arreglado el testamento para que no pudiese disponer del capital de la hija. En cuanto se vió dueño había cambiado de conducta. Primero quiso que ella lo siguiera en su vida de depravación y de lujo. Todo cuanto podía hacer para corromper su espíritu lo ensayó cínica y meditadamente; hasta que, convencido de la incorruptibilidad de su mujer, se desentendió de ella para alternar libremente con amigos degenerados y mujeres de baja estofa. Recordaba aquellas noches de pesadilla en las que, amándole aún, le esperaba en vano. Su dolor, su desconcierto de verlo beodo, grosero, brutal, cuando supo que tenía queridas, no le inspiró ya celos, sino asco. Fue por entonces cuando nació su hija. Su corazón, libre del amor del marido, se refugió en aquel nuevo amor. Sentía en su alma aletear la pasión romántica y sensual con todas las ansias incumplidas; pero se abrazaba al amor de la hija con el ardor y la fe con que los místicos se abrazan a la cruz. Aquella criaturita blanda y rosa, de grandes ojos turquesa, era, su defensa y su fortaleza. Fue la madre la que tuvo perseverancia para revisar papeles y cuentas mientras él se entregaba a sus diversiones, y así pudo darse cuenta del estado de su fortuna. Fuerte en su decisión, curada de la pasión imaginativa que su marido le había inspirado, llena de asco y de desprecio, compraba su libertad, dando a Alfredo repetidas veces la firma para que vendiese fábricas o propiedades con el fin—según le decía—de emprender otros negocios más lucrativos. Mientras duraba el dinero, él la dejaba en paz. Al acabarse, volvía, se fingía apasionado, reclamaba sus derechos de esposo y, exasperado por sus negativas, la maltrataba, la insultaba, le hacía sufrir sus borracheras, de alcohol unas veces y otras de éter y de morfina. Luchaba por corromperla, por hacerla partícipe de sus vicios, y ante la triste serenidad de la joven se desesperaba y llegaba a todas las violencias. Era él quien procuraba pervertirla, presentándole amigos, haciéndole alternar con gentes inmorales, humillándola delante de mujerzuelas cuyo trato le imponía. Se veía aislada, sola; no tenía ninguna verdadera amiga, porque las costumbres de su marido habían alejado a toda la severa sociedad que frecuentaban sus padres. Los criados eran todos hechura de Alfredo. Él había ido despidiendo uno a uno todos los antiguos servidores y substituyéndolos por otros, que le obedecían ciegamente, comprados a fuerza de dádivas, y que la aborrecían a ella por la disciplina que imponía en la casa y a la que se veían obligados a someterse. En aquellas condiciones aceptaba de buen grado firmar cuanto él quisiese por tal de verse sola, libre de aquel tormento. Al mismo tiempo sentía un remordimiento que se apoderaba de ella. ¿Tenía derecho, por aquel egoísmo suyo de paz y de sosiego, a dejar que arruinasen a su hija? ¿No era su deber luchar por aquella criatura. de la que no se ocupaba el padre? Alfredo fingía querer a la niña. La zarandeaba, la besuqueaba, hablaba de sus gracias y del amor que por la criaturita sentía; pero a sus solas no se ocupaba para nada de ella. María de las Angustias tenía la certeza de que era ella sola la llamada a velar por su hija. Eso le daba mayor energía. |
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