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Juan brunoschulz Carret (Federico Urales) en AlbaLearning

Bruno Schulz

"Las cucarachas"

Biografía de Bruno Schulz en Wikipedia

 
 
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Las cucarachas
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Ocurrió durante los días cenicientos que sucedieron a la ocelada época genial de mi padre. Aquellas fueron largas semanas de depresión, semanas plomizas, sin domingos ni fiestas, bajo un cielo cerrado y en un paisaje empobrecido. Por entonces, mi padre ya no estaba. Las habitaciones de la parte alta, después de la limpieza de las mismas, le fueron alquiladas a una telefonista. De toda la tribu de pájaros sólo quedaba allí un único ejemplar, un cóndor disecado que permanecía sobre una repisa del salón. Estaba allí, en la penumbra fresca de los cortinajes corridos, y, se mantenía, como cuando estaba vivo, sobre una pata, en una postura de monje budista, con su rostro de asceta amargo y seco, coagulado en una expresión de abnegada y última indiferencia. Ya había perdido sus ojos, y de las cuencas vacías por las que había vertido tantas lágrimas, ahora caía el serrín. Únicamente la egipciaca protuberancia sobre su potente pico desnudo, y unas excrecencias de un añil desvaído sobre su cuello pelado, le conferían a su senil cabeza una cierta dignidad hierática.

Su sayal de plumas ya había sido carcomido por la polilla en distintas partes, y, paulatinamente, iba perdiendo el plumón suave y gris que Adela barría una vez a la semana con el polvo anónimo de la habitación. En esos puntos ralos, se veía un grueso trozo de cáñamo del que sobresalían algunas guedejas. Secretamente, yo le reprochaba a mi madre que hubiese pasado con tanta facilidad a la orden del día, después de la pérdida de mi padre. Pensaba que jamás le había querido, y, comoquiera que mi padre no había encontrado refugio en el corazón de ninguna mujer, tampoco había podido arraigar en ninguna realidad, y levitaba inmisericorde y eternamente sobre las periferias de la vida, por regiones semirreales, por los bordes de la realidad. Él ni siquiera había tenido -pensaba yo- una muerte digna como ciudadano, todo en él tenía que ser ambiguo y extraño. Esperé el momento adecuado para decidirme a sorprender a mi madre con una conversación sin rodeos. Aquel día (un melancólico día invernoso, el tierno plumón del crepúsculo ya caía desde la mañana) mi madre estaba aquejada de migraña y permanecía solitaria en el sofá del salón. En esa estancia, poco frecuentada desde la desaparición de mi padre, reinaba un orden ejemplar mantenido por Adela a golpe de cepillos y cera. Los muebles estaban cubiertos con fundas; todos los objetos se habían sometido a la férrea disciplina que Adela imponía en el salón. Únicamente un manojo de plumas de pavo real dentro de un vaso, sobre la cómoda, escapaba a su férula. Era éste un elemento díscolo y peligroso, y, -de manera imperceptible- también rebelde, como un grupo de traviesas colegialas imbuido, a simple vista, de devoción, pero capaz de desatar, a nuestras espaldas, un lujurioso libertinaje.

Y así, aquel plumaje ocelado saltaba de una a otra broma sin cejar en sus guiños, pestañeos y susurros, invadiendo las paredes de la estancia, revoloteando como mariposas sobre la lámpara, mirando por el agujero de la cerradura, golpeándose contra los espejos que el tiempo había vaciado, y que ya carecían del hábito de la alegría y el movimiento. Incluso ante mi madre, echada sobre el sofá y con un paño en la frente, persistían en su guiño de ojos, en sus señas, hablando en su lenguaje mudo y acariciador, plagado de significados secretos. Aquel entendimiento burlón, aquel complot reverberante que se desarrollaba a mis espaldas, me irritaba. Como quien no quiere la cosa, de rodillas en el sofá de mi madre, y acariciando con fingido arrobamiento la materia delicada de su bata, dije: "Hace mucho tiempo que quería preguntártelo. Es él, ¿verdad?" Y a pesar de que yo no había mirado para el cóndor, bastó mi expresión para que mi madre lo adivinase al punto; parecía avergonzada y bajó los ojos. Durante algunos instantes permanecí callado, deliberadamente, para saborear su confusión, y, después, tranquilamente, controlando la rabia que crecía en mi interior, pregunté: "¿Qué diablos significan entonces esos rumores, esas mentiras que divulgas sobre mi padre?" Entretanto sus rasgos, al principio descompuestos por el temor, volvieron a recomponerse. "¿Qué mentiras?", preguntó entornando sus ojos vacíos de los que había desaparecido el color blanco, y que ahora estaban llenos de un azur profundo. "Las conozco por Adela -dije- pero también sé que parten de tí. Quiero saber la verdad."

Sus labios temblaron levemente; evitando mi mirada, sus pupilas se agazaparon en el ángulo de sus ojos. "No te mentí", dijo, y apretó los labios que parecieron hacerse más pequeños. Me di cuenta de que intentaba convencerme, como sólo las mujeres saben hacerlo. "Lo de las cucarachas, es verdad; tú mismo debes recordarlo, ¿no?..." Me sentí turbado. Realmente yo recordaba aquella invasión de cucarachas, enjambres negros que llenaban la oscuridad de la noche con sus sinuosos recorridos. En todas las rendijas asomaban antenas temblorosas, de cada intersticio podía salir repentinamente una cucaracha, de cada fisura podía surgir uno de esos relámpagos negros que recorrían el suelo con zigzagueos enajenados. Ah, qué increíble susto se escribía entonces en negros y brillantes trazos en la pizarra del suelo. Ah, esos gritos de terror que daba mi padre saltando de una silla a otra con un venablo en la mano. Negándose a comer y beber, con las manchas carmíneas de la fiebre en sus mejillas, con un rictus de rechazo en sus labios, mi padre se transformaba realmente en un ser extraño. Claro está que ningún organismo podría soportar durante mucho tiempo tan grande tensión de odio. Una repulsión pavorosa convertía su rostro en una máscara trágica, donde sólo las pupilas vigilaban, ocultas bajo los párpados inferiores, tensas en una sospecha que se eternizaba. Con un grito enardecido, se levantaba súbitamente del asiento, se precipitaba a ciegas hacia un ángulo de la habitación y alzaba entonces el venablo, en cuya punta una cucaracha enorme se estremecía, desesperadamente, agitando todas sus patas. Adela aparecía rauda y ayudaba a mi padre, pálido de terror, le arrancaba el venablo con el trofeo clavado en la punta y corría a ahogarlo en un barreño. Ya entonces no sabría decir si esas imágenes se habían grabado en mí provenientes de las historias que me contaba Adela, o si yo mismo fui testigo de ellas. Mi padre ya no tenía aquella resistencia que protege a las criaturas sanas contra la seducción de lo repulsivo. Sin poder resistir ante aquella terrible tentación, perdiéndose en la locura, se sumía cada vez más en ella. Las tristes consecuencias no se hicieron esperar. No tardaron en aparecer los primeros síntomas sospechosos que nos llenaron de tristeza y angustia. El comportamiento de mi padre se transformó. Su locura, su eufórica excitación se apagaba. Sus gestos y su mímica revelaban indicios de mala conciencia. Comenzó a evitarnos. Se pasaba días enteros escondido en los rincones, en los armarios o bajo el edredón. A menudo lo veía pensativo, mirándose las manos, examinando la consistencia de su piel y sus uñas, en las que comenzaban a aparecer manchas negras y brillantes, tan negras como el caparazón de las cucarachas.

Durante el día aún luchaba con el resto de sus últimas fuerzas, mas, por la noche, aquella fascinación acababa con sus resistencias. En una ocasión, pude verlo a hora muy avanzada, desnudo sobre el suelo y a la luz de una vela que mantenía a su lado, tótem salpicado de manchas negras, surcado por las líneas de sus costillas, por el dibujo fantástico de su anatomía transparente; yacía a cuatro patas, poseído por aquella extraña fascinación que lo arrastraba hacia lo más profundo de aquellos insospechados caminos. Con los miembros hacía movimientos complicados, y, en ese extraño ritual, pude reconocer, transido de horror, una imitación del ceremonial de las cucarachas.

Desde entonces renunciamos a mi padre. Su parecido con una cucaracha era cada día más asombroso: mi padre se transformaba en una cucaracha.

Finalmente, nos habituamos a aquello. Cada vez lo veíamos con menos frecuencia: desaparecía durante semanas enteras en algún lugar de sus caminos de cucaracha. Ya apenas podíamos reconocerlo. Se había fundido completamente con su inquietante tribu negra. Nadie sabía si vivía aún en alguna rendija del suelo, o, si en la noche, recorría las habitaciones inmiscuido en sus asuntos de cucaracha, o si se hallaba entre esos insectos muertos que cada mañana, Adela, encontraba boca arriba, con sus patas erizadas, y que con repulsión recogía y tiraba a la basura.

"A pesar de eso -dije, con determinación-, tengo la certeza de que ese cóndor es él." Mi madre me miró a través de sus pestañas. "Deja de atormentarme, querido, ya te dije que tu padre viaja por el país como representante comercial. Bien sabes que a veces regresa a casa de noche y vuelve a salir antes del amanecer.

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