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"Las hamacas voladoras" |
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Biografía de Miguel Briante en AlbaLearning | |
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Música: Brahms - Fantasies Op.116 - 2: Intermezzo |
Las hamacas voladoras |
Primer punto. Movió la palanca y la gente empezó a girar. La cara de una chica. Un hombre gordo. Una vieja que con una mano se sujetaba el sombrero. Los demás, igual: aferrándose al borde de los asientos de madera. Los había mirado a todos, uno por uno, mientras le entregaban el boleto: alguno tenía una lapicera dorada, sobresaliente del bolsillito del saco, junto al pañuelo blanco; otro, una mancha en la camisa, junto a la corbata gastada; la vieja, una medalla con algún santo; acerca del gordo, no podía recordar si llevaba o no cadena; los ojos de la chica eran marrones y el pelo rubio, suelto. La primera vez que los miraba así. Todos se habrían despertado, esa mañana de domingo, pensando en la tarde, en el momento feliz de entrar al parque desplegando la sonrisa, la plata, de subir al tren fantasma, al látigo, a las hamacas voladoras. El, en cambio, se había despertado pensando: hoy va a ser distinto. Tres días que lo pensaba, tres mañanas eludiendo la cara del viejo, haciéndole trampas: poner cara de miedo pero burlarse para adentro de esos ojos terribles, dominantes. Y ahora, como siempre, estaba ahí: con los dedos de la mano derecha doblados sobre la palanca de hierro. Dirigía -por primera vez sintió eso: que dirigía- ese remolino de caras que estaba envolviéndolo. Era necesario que la gente se acostumbrara de a poco al movimiento. Se lo había explicado el viejo, la primera vez que le permitió manejar eso que ellos llamaban la máquina. (Segundo punto, inconscientemente). Despacio, muy despacio, la palanca avanzaba sobre esa especie de semicírculo parecido a un engranaje: el trozo de cobre, el contacto, iba entrando sucesivamente en las ranuras. La máquina aumentaba su velocidad. Lo aprendió mucho tiempo después de encontrar al viejo. El tenía la espalda amoldada a esos bancos curvos, las piernas acostumbradas a replegarse en los asientos, cuando los guardas lo dejaban dormir en los trenes en marcha. Aún se acordaba de muchas cosas: un policía haciéndolo bajar en Aristóbulo del Valle, preguntándole dónde vivía. Alguien, diciendo: la culpa la tienen los padres. Y él había descubierto que sí, que si papá no se hubiese muerto, si mamá. Después, al poco tiempo, otro agente avanzando hacia él, en Retiro. Y esa figura encogida, esa cara de viejo apareciendo de atrás, adelantándose al uniforme y tomándolo de un brazo. Vamos, apúrate que te llevan, había dicho el viejo. El se dejaba arrastrar. Escapando de las comisarías de las preguntas, de esos patios traseros que había lavado tantas veces, entre los presos, o de esos zapatos que había lustrado cayéndose de sueño, entre las risas de los agentes. Las hamacas volaban bajo. Pero no tan bajo como deberían estar volando, pensó. Las cadenas cimbraban levemente. La chica parecía más feliz. El pelo de la vieja, libre de sombrero, ondulaba. Dentro de un rato va a flotar. El pibe que la seguía iba a tocarlo; la madre del pibe, atrás, iba a tocarlo a él. Todos despreocupados, contentos, ninguno había advertido nada: el movimiento brusco sacudiendo la máquina, al comenzar. Se acostumbraban lentamente -como explicaba siempre el viejo- a la altura, a la velocidad. Recordaba la cara del viejo (esa cara que los años iban gastando hacia adentro, ahuecándola como una roca, creándole nuevas aristas duras, brutales), y su voz diciendo: estúpido, entendés ahora, a ver, probá. El probó: con una sensación de torpeza, de inseguridad en las manos. La palanca, demasiado separada, corrió casi todos los puntos de golpe: las hamacas, vacías, estaban allá arriba, girando a la máxima velocidad. Entonces el viejo hizo una mueca, una de las manos se apoyó en su cuello, la otra subió hasta él, golpeándolo. al sexto punto cambiaría de gesto, pensó mientras todos cambiaban de gesto; se mareaban, seguramente, porque ya las hamacas han salido de lo que antes era velocidad máxima, y nadie sabe que antes sólo al pensar diez -cuando la palanca, sobre los contactos, ya no podía avanzar más- las hamacas llegaban a la máxima velocidad. Todo va a ser distinto. Y recordaba la escena: su sonrisa al terminar de probar las hamacas; el viejo, después, preguntando si ya andaban bien. Ya vas a ver qué bien andan, pensó, y dijo que sí, que andaban muy bien. Su cuerpo tapaba la palanca mientras miraba cómo las hamacas, vacías, empezaban a funcionar. Ahora, está pensando lo mismo: Ya vas a ver qué bien andan. Ya van a ver. El gesto de la gente -aunque, en realidad, no podía verlo- no habría cambiado mucho. Ningún grito, hasta ahora. Trató de distinguir a la vieja, a la chica rubia, al gordo. Todo era un círculo veloz. Recién en el séptimo golpe iban a darse cuenta. Pero nadie iba a detenerlo. La palanca la tengo yo. Durante un instante sintió ese mismo placer de subir por primera vez a las hamacas. El silencio, como aquel día, era una cara aislante creciendo en sus oídos, más acá del círculo rápido de las hamacas que giraban a su alrededor. El viejo estaba en la boletería, ocupado en contar la plata, en atender a los que después pasaban a formar cola para la próxima vuelta. La próxima vuelta. Ninguno había advertido nada. Ellos están arriba, yo abajo: puedo decidir. Las caras unificándose; tapando, incluso, la del viejo, haciendo que esa cara esté ahí abajo, y gire, como si hubiese entendido algo, hacia él. Ese viejo bruto lo ha mirado como presintiendo algo. Ahora, avanza hacia las hamacas. El sabe que la velocidad ha sobrepasado lo normal. Pero van a ir más arriba. Acércate viejo. Y la palanca saltó hacia el séptimo punto y la gente, el viejo, todos, pudieron oír el crujido no muy fuerte, pero perfectamente transmitido a través del poste central, hacia abajo, desde las cadenas. No había gritos, pero se empezaban a inquietar. El viejo avanzaba hacia él, enderezando justo al centro del amplio círculo, por la pieza, mientras él se acurrucaba y el viejo sacudía el cinturón. En ese lugar, muchas veces había subido los brazos, primero pidiendo perdón, inútilmente; después, atajándose los golpes, el movimiento de esas tiras de cuero traídas del parque, para arreglar. La hebilla estaba siempre para el lado de su cuerpo. El rostro del viejo, ahora, viniendo hacia las hamacas. La gente, sin gritar mucho todavía, arriba. La hebilla bajando sobre su cuerpo, abriendo surcos, subiendo llena de sangre para volver a bajar y subir girando allí arriba con sonidos secos, crujidos que bajaban y subían, giraba con el rostro de la chica rubia el pelo el tipo gordo de pronto asustado seguramente la mujer tratando de aferrar con una pirueta el sombrero que trataría de escaparse el viejo avanzando con la máquina de los boletos en la mano cerrada sobre la cinta de cuero que se balancea mientras él siente la palanca redondeada en su mano. Yo soy el que puede decidir ahora, viejo. Tu ruina, todo. Los de arriba ya no van a reírse porque cuando dé el octavo golpe las hamacas dan un salto, las cadenas giran casi horizontales y ahora sí, el miedo. Vos también tenés miedo, viejo. Estás por entender. El rostro del viejo era una mueca terrible: ya no tengo miedo. El viejo decía que la máquina estaba descompuesta, que la parara. Y que después, en la pieza -eso creyó oírlo, como todo, entre ruido- iba a ver. Eso: en la pieza. La hebilla manchada de sangre bajando a desgarrarle la cara haciendo de su cara esa cosa horrible que había visto cada mañana, en el espejito de la pieza, viendo también la cara del viejo, atrás, más allá, del círculo. Y su mano, fuertemente apretada a la palanca se mueve hasta el noveno punto y siente saltar las hamacas. Sin mirar hacia arriba oye los gritos, confusamente perdidos. Después, ve la gente borroneada formando una sola cara, la del viejo, allá arriba, girando, amenazándolo mientras el viejo, abajo, quiere cruzar y no se anima. El silencio era algo más real, como una bruma que dejaba pasar los gritos, algún ruido, y a través de la cual veía amontonarse la gente, abajo, la gente que señalaba para arriba, mientras él sólo podía oír ese crujido creciente, ahora, ese jadeo del motor que estaba a punto de quebrarse, de reventar como van a reventar todos, como vas a reventar vos, viejo, y ya no vas a poder volver a pegarme, pensaba, mientras el viejo, entre la gente, encerraba la cabeza entre los brazos, grotesco, y gritaba. La cara del viejo volvía a estar allá arriba, gritando un grito enorme, girando, las cadenas se entrechocaban. Oyó un ruido más fuerte. Le pareció que un bulto oscuro cruzaba el aire. Los gritos crecieron también abajo, subieron, uniéndose a los de ese rostro único, al de ese maldito viejo que estaba arriba. La gente corría. Vio uniformes. Pensó: vengan. Gritó: vení, viejo de mierda, que no van a pararme. Gritó: vengan, gran puta. Gritó: Me queda, todavía, un punto más.
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