Cronistas parisienses envidian la actualidad italiana, «el crimen de Bolonia», con sus revelaciones sensacionales:
«Los italianos son verdaderamente dichosos -dice un cronista-, siendo así que tienen el asunto sensacional, el hermoso crimen, bien completo, con detalles horrorizadores, amores incestuosos, esperanza de revelaciones más sorprendentes todavía. Todo entre gentes del gran mundo: el conde, la condesa, el anciano padre de ésta, sabio ilustre, un abogado, un médico. El drama del Ambigú, el drama clásico, que descorre el velo, para los espectadores del gallinero, de las infamias de la alta sociedad, con sus vicios, sus costumbres, mostrándoles que la riqueza no hace la felicidad y que la sangre puede salpicar los áureos artesonados.»
La condesa Linda, como la llaman unos, la nueva Mesalina, como la llaman otros, había alquilado, en la misma casa donde vivía con su marido, un piso, en cuyas habitaciones se entregaba a prácticas, dicen los telegramas, «que exceden en horror a todo lo imaginado hasta ahora»; y esta mujer, que deja muy atrás en refinamientos y perversidades al marqués de Sade, escondía sus infames lujurias, a despecho de lo que revela la fascinadora pasión de sus ojos, bajo un exterior frío, honesto, severo, que dijérase encarnaba todas las virtudes de la perfecta casada. Y entre esta santa aristócrata, su hermano y amante, una de las queridas de éste y el sabio doctor Roldi -quien se vistió y los vistió con blusas clínicas para evitar el escándalo de la sangre vertida- mataron al conde, suprimiendo el estorbo de los amores criminales y de una herencia de 300.000 duros.
He aquí, en resumen, el bello crimen que envidian los cronistas parisienses. Los que escribimos para España, bien al contrario de envidiarlo, debemos estar muy satisfechos de que no sean aristócratas nuestros los autores de tamaño horror.
En primer lugar, es cosa convenida tácitamente entre nosotros que tales infamias y porquerías son de la exclusiva pertenencia del «pueblo bajo», de la ralea, de la canalla; y, en segundo lugar, aunque un francés, como el novelista Talon, nos descorriese el velo del suceso, y aunque resolviéramos romper el silencio, que seguramente habríamos acordado, como cumpliendo una consigna dada a la chita callando, pasaríamos grandes apuros y terribles trances para contar «la cosa», no a la italiana -¡eso nunca!-, o sea con todos sus pelos y señales, ni menos a la francesa -¡jamás, jamás!-, o sea con refinamientos de cancán, sino con el natural embozo de los hombres que aun gastamos capa, de expresivo simbolismo en el verbo.
Cuanto a la condesa Teodolinda Bonmartini, suponiendo que hubiese entre nosotros quien fuera osado a denigrar un aristócrata, cuyas carnes son más blancas que las de Cecilia Aznar, de la cual todos estamos enamorados, tendríamos que pasar las de Caín para nombrarla.
O no la nombraríamos. O la llamaríamos «una alta dama» o la señora X., de quien se dice, sin que nosotros hagamos otra cosa que acoger un rumor, que nos parece infundado, naturalmente, que cultivaba no sabemos qué extrañas amistades con uno de sus parientes, el Sr. X., muy conocido y justamente estimado en los círculos aristocráticos, y en compañía del cual no sabríamos decir si mató, en un momento de ofuscación, al difunto, o si el difunto los mató a ellos. Excusamos decir cuánto celebraremos que no se confirme un rumor que, lo repetimos, nos parece infundado por tratarse de personas respetabilísimas, a una de las cuales se la ha indicado últimamente para ocupar un alto puesto.»
Como yo me he quedado calvo de tanto cavilar en decir y no decir las cosas corrientes en el mundo civilizado, y como estas cavilaciones suelen producirme furores de hiena y deseos de arrasamientos, excuso decir a ustedes que no envidio la tragedia italiana. |