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María Luisa Bombal

"La última niebla"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 

La última niebla

(Continuación)

OBRAS DEL AUTOR
El árbol
La amortajada
La última niebla
Las islas nuevas
Lo secreto
Trenzas
 

ESCRITORES DE CHILE

Augusto D'Halmar
Baldomero Lillo
Francisco Coloane Cárdenas
Gabriela Mistral
María Luisa Bombal
Óscar Castro
Pablo Neruda
Poli Délano
Roberto Bolaño
Vicente Huidobro
 

 

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Noche a noche oigo a lo lejos pasar todos los trenes. Veo en seguida el amanecer infiltrar, lentamente, en el cuarto, una luz sucia y triste. Oigo las campanas del pueblo dar todas las horas, llamar a todas las misas, desde la misa de las seis, adonde corren mi suegra y dos criadas viejas. Oigo el aliento acompasado de Daniel y su difícil despertar.

Cuando él se incorpora en el lecho, cierro los ojos y finjo dormir.

Durante el día no lloro. No puedo llorar. Escalofríos me empuñan de golpe, a cada segundo, para traspasarme de pies a cabeza con la rapidez de un relámpago. Tengo la sensación de vivir estremecida.

¡Si pudiera enfermarme de verdad! Con todas mis fuerzas anhelo que una fiebre o algún dolor muy fuerte vengan a interponerse algunos días entre mi duda y yo.

 

 

Y me dije: si olvidara, si olvidara todo; mi aventura, mi amor, mi tormento. Si me resignara a vivir como antes de mi viaje a la ciudad, tal vez recobraría la paz...

Empecé entonces a forzarme a vivir muy despacio, concentrando mi imaginación y mi espíritu en los menesteres de cada segundo.

Vigilé, sin permitirme distracción alguna, el difícil salvamento de las enredaderas, que el viento había derribado. Hice barrer las telarañas de la azotea, y mandé llamar a un cerrajero para que forzara la chapa de un mueble, donde muchos libros se alinean, cubiertos de polvo.

Desechando todo ensueño, rebusqué y traté de confinarme en los más humildes placeres, elegir caballo, seguir al capataz en su ronda cotidiana, recoger setas junto con mi suegra, aprender a fumar.

¡Ah! ¡Cómo hacen para olvidar las mujeres que han roto con un amante largo tiempo querido e incorporado a la trama ardiente de sus vidas!

Mi amor estaba allí, agazapado detrás de las cosas; todo alrededor mío estaba saturado de mi sentimiento, todo me hacía tropezar contra un recuerdo. El bosque, porque durante años paseé allí mi melancolía y mi ilusión; el estanque, porque, desde su borde, divisé, un día, a mi amigo, mientras me bañaba; el fuego en la chimenea, porque en él surgía para mí, cada noche, su imagen.

Y no podía mirarme al espejo, porque mi cuerpo me recordaba sus caricias.

Corrí de un lado a otro para afrontarlo todo de una vez, para recibir todos los golpes en un solo día, y fui a caer después, jadeante, sobre el lecho.

Pero a nada conseguí despojar de su poder de herirme. Había en las cosas como un veneno que no terminaba de agotarse.

Mi amor estaba, también, agazapado, detrás de cada uno de mis movimientos. Como antes, extendía a menudo los brazos para estrechar a un ser invisible. Me levantaba medio dormida para escribir y, con la pluma en la mano, recordaba, de pronto, que mi amante había muerto.

—¿Cuánto, cuánto tiempo necesitaré para que todos estos reflejos se borren, sean reemplazados por otros reflejos?

A veces, cuando llego a distraerme unos minutos, siento, de repente, que voy a recordar. La sola idea del dolor por venir me aprieta el corazón. Y junto mis fuerzas para resistir su embestida, pero el dolor llega, y me muerde, y entonces grito, grito despacio para que nadie oiga. Soy una enferma avergonzada de su mal.

¡Oh, no! ¡Yo no puedo olvidar!

 

Y si llegara a olvidar, ¿cómo haría entonces para vivir?

Y ya sé ahora que los seres, las cosas, los días, no me son soportables sino vistos a través del estado de vida que me crea mi pasión.

Mi amante es para mí más que un amor, es mi razón de ser, mi ayer, mi hoy, mi mañana.

 

 

La noticia llega una madrugada, por intermedio de un telegrama que mi marido sacude, febril, ante mis ojos. Mientras pugno por rechazar el aturdimiento de un sueño bruscamente interrumpido, Daniel corre, azorado, a golpear, sin miramiento, al cuarto de su madre. Transcurridos algunos segundos comprendo. Reina está en peligro de muerte. Debemos salir sin tardanza para la ciudad. Me incorporo en el lecho, llena de alegría, de una alegría casi feroz. Ir a la ciudad, he ahí la solución de todas mis angustias. Recorrer sus calles, buscar la casa misteriosa, divisar al desconocido, hablarle y tal vez, tal vez...; pero en aquello soñaré más tarde. No hay que agotar tanta felicidad de un golpe. Ya tengo suficiente como para saltar ágilmente del lecho.

Recuerdo que la causa de mi alegría es también una desgracia. Grave y ausente doy órdenes y arreglo el equipaje.

En el tren pregunto el porqué del estado de Reina. Se me mira con extrañeza, con indignación: —¿En qué estoy pensando siempre? ¿Aún no me he impuesto de que lo que agrava la inquietud de todos es, justamente, la vaguedad de la noticia? Es muy posible que se nos haya informado de esa manera sólo para no alarmarnos. Podría ser que Reina estuviera ya... A la verdad, mi distracción raya casi en la locura.

No contesto, y, durante todo el trayecto, contengo, a duras penas, la sonrisa de esperanza que se obstina en prestar a mi rostro una animación insólita.

 

En la sala de la clínica, de pie, taciturnos y con los ojos fijos en la puerta, Daniel, la madre y yo formamos un grupo siniestro. La mañana es fría y brumosa. Tenemos los miembros entumecidos y el corazón apretado de angustia, como entumecido también.

Si no fuera por un olor a éter y a desinfectante, me creería en el locutorio del convento en que me eduqué. He aquí el mismo impersonal y odioso moblaje, las mismas ventanas, altas y desnudas, dando sobre el mismo parque barroso que tanto odié.

La puerta se abre. Es Felipe. No está pálido, ni desgreñado, ni tiene los párpados hinchados y las ojeras del que ha llorado. No. Le pasa algo peor que todo eso. Lleva en la cara una expresión indefinible que es trágica, pero que no se adivina a qué sentimiento responde. La voz es fría, opaca:

—Se ha pegado un tiro. Puede que viva.

Un gemido, luego una pausa. La madre se ha arrojado al cuello de su hijo y solloza convulsivamente.

— ¡Pobre, pobre Felipe!

Con gesto de sonámbulo, el hijo la sostiene, sin inmutarse, como si estuviera compadeciendo a otro... Daniel se oprime la frente.

—La trajeron de casa de su amante —me dice en voz baja.

Lo miro y desdeño en pensamiento sus mezquinas reacciones. Orgullo herido, sentido del decoro.

Sé que la piedad es el sentimiento adecuado a la situación, pero yo tampoco la siento. Inquieta, doy un paso hacia la ventana y apoyo la frente contra los cristales empañados de neblina. Trato de hacer palpitar mi corazón endurecido.

¡Reina! Semanas de lucha, de gestos desesperados e inútiles, largas noches durante las cuales el pensamiento se retuerce enloquecido; evasiones dentro del sueño rescatadas por despertares cruelmente lúcidos, fueron acorralándola hasta este último gesto.

Reina supo del dolor cuya quemadura no se puede soportar; del dolor dentro del cual no se aguarda el momento infalible del olvido, porque, de pronto, no es posible mirarlo frente a frente un día más.

Comprendo, comprendo y, sin embargo, no llego a conmoverme. ¡Egoísta, egoísta!, me digo, pero algo en mí rechaza el improperio. En realidad, no me siento culpable de no conmoverme. ¿No soy yo, acaso, más miserable que Reina?

Tras el gesto de Reina hay un sentimiento intenso, toda una vida de pasión. Tan sólo un recuerdo mantiene mi vida, un recuerdo cuya llama debo alimentar día a día para que no se apague. Un recuerdo tan vago y tan lejano, que me parece casi una ficción. La desgracia de Reina: una llaga consecuencia de un amor, de un verdadero amor, de ese amor hecho de años, de cartas, de caricias, de rencores, de lágrimas, de engaños. Por primera vez me digo que soy desdichada, que he sido siempre horrible y totalmente desdichada.

¿Son míos estos sollozos cortos y monótonos, estos sollozos ridículos como un hipo, que siembran, de repente, el desconcierto?

Se me acuesta en un sofá. Se me hace beber a sorbos un líquido muy amargo. Alguien me da golpecitos condescendientes en la espalda, que me exasperan, mientras un señor de aspecto grave me habla cariñoso y bajo, como a una enferma.

Pero no lo escucho, y cuando me levanto ya he tomado una resolución.

 

La fiebre me abrasa las sienes y me seca la garganta. En medio de la neblina, que lo inmaterializa todo, el ruido sordo de mis pasos que me daba primero cierta segundad empieza ahora a molestarme y a angustiarme. Sufro la impresión de que alguien viene siguiéndome, implacable, con una orden secreta.

Busco una casa de persianas cerradas, de rejas enmohecidas. ¡Esta neblina! ¡Si una ráfaga de viento hubiera podido descorrerla, como un velo, tan sólo esta tarde, ya habría encontrado, tras dos árboles retorcidos y secos, la fachada que busco desde hace más de dos horas! Recuerdo que se encuentra en una calle estrecha y en pendiente, entre cuyas baldosas desparejas crece el musgo. Recuerdo, también, que se halla muy cerca de la plazoleta donde el desconocido me tomó de la mano...

Pero esa misma plazoleta tampoco la encuentro. Creo haber hecho el recorrido exacto que emprendí, hace años, y, sin embargo, doy vueltas y vueltas sin resultado alguno. La niebla, con su barrera de humo, prohibe toda visión directa de los seres y de las cosas, incita a aislarse dentro de sí mismo. Se me figura estar corriendo por calles vacías.

En medio de tanto silencio mis pasos se me antojan, de pronto, un ruido insoportable, el único ruido en el mundo, un ruido cuya regularidad parece consciente y que debe cobrar, en otros planetas, resonancias misteriosas.

Me dejo caer sobre un banco para que se haga, por fin, el silencio en el universo y dentro de mí. Ahora, mi cuerpo entero arde como una brasa.

Detrás mío, tal un poderoso aliento, una frescura insólita me penetra la nuca, los hombros. Me vuelvo. Vislumbro árboles en la neblina. Estoy sentada al borde de una plazoleta cuyo surtidor se ha callado, pero cuyos verdes senderos respiran una olorosa humedad.

Sin un grito, me pongo de pie y corro. Tomo la primera calle a la derecha, doblo una esquina y diviso los dos árboles de gruesas ramas convulsas, la oscura pátina de una alta fachada.

Estoy frente a la casa de mi amante. Las persianas continúan cerradas. El no llegará sino al anochecer. Pero yo quiero saborear el placer de saberme ante su casa. Contemplo, gozosa, el jardín abandonado. Me aprieto a las frías rejas para sentirlas muy sólidas contra mi carne. ¡No fue un sueño, no!

Sacudo la verja y ésta se abre, rechinando. Noto que no la aseguran ya sus viejas cadenas. Me invade una repentina inquietud. Subo corriendo la escalinata, me paro frente a la mampara y oprimo un botón oxidado. Un sonido de timbre lejano responde a mi gesto. Transcurren varios minutos. Resuelta ya a marcharme, espero un segundo más, no sé por qué. Me acomete una especie de vértigo. La puerta se ha abierto.

Un criado me invita a pasar, con la mirada. Aturdida, doy un paso hacia adentro. Me encuentro en un hall donde una inmensa galena de cristales abre sobre un patio florido. Aunque la luz no es cruda, entorno los ojos, penosamente deslumbrada. ¿No esperaba acaso sumirme en la penumbra?

—Avisaré a la señora —insinúa el criado y se aleja.

¿La señora? ¿Qué señora? Paseo una mirada a mi alrededor. ¿Y esta casa, qué tiene que ver con la de mis sueños? Hay muebles de mal gusto, telas chillonas, y en un rincón cuelga, de una percha, una jaula con dos canarios. En las paredes, retratos de gente convencional. Ni un solo retrato en cuya imagen pueda identificar a mi desconocido.

Un gemido lejano desgarra el silencio, un gemido tranquilo, un gemido prolongado que parece venir del piso superior. Me inunda una súbita dulzura. Para orientarme, cierro los ojos y, como en aquella lejana noche de amor, subo, a tientas, una escalera que noto ahora alfombrada. Ando a lo largo de estrechos corredores, voy hacia el gemido que me llama siempre. Lo siento cada vez más cerca. Empujo una última puerta y miro.

¿Dónde la suavidad del gran lecho y la melancolía de las viejas cretonas? Las paredes están tapizadas de libros y de mapas. Bajo una lámpara, y parado frente a un atril, hay un niño estudiando violín.

Al pie de la escalera, el criado me espera, respetuoso.

—La señora no está.

—¿Y su marido? —pregunto, de súbito.

Una voz glacial me contesta:

—¿El señor? Falleció hace más de quince años.

—¡Cómo!

—Era ciego. Resbaló en la escalera. Lo encontramos muerto...

Me voy, huyo.

 

Con la vaga esperanza de haberme equivocado de calle, de casa, continúo errando por una ciudad fantasma. Doy vueltas y más vueltas. Quisiera seguir buscando, pero ya ha anochecido y no distingo nada. Además ¿para qué luchar? Era mi destino. La casa, y mi amor, y mi aventura, todo se ha desvanecido en la niebla; algo así como una garra ardiente me toma, de pronto, por la nuca; recuerdo que tengo fiebre.

 

De nuevo este singular olor a hospital. Daniel y yo cruzamos puertas abiertas a pequeños antros oscuros donde formas confusas suspiran y se agitan.

—Dicen que ha perdido mucha sangre —pienso, mientras una enfermera nos introduce al cuarto donde una mujer está postrada en un catre de hierro blanco.

Reina está tan fea que parece otra. Algunos mechones muy lacios, y como impregnados de sudor, le cuelgan hasta la mitad del cuello. Le han cortado el pelo. Se le transparentan las aletas de la nariz y, sobre la sábana, yace inmóvil una mano extrañamente crispada.

Me acerco. Reina tiene los ojos entornados y respira con dificultad. Como para acariciarla, toco su mano descarnada. Me arrepiento casi en seguida de mi ademán porque, a este leve contacto, ella revuelca la cabeza de un lado a otro de la almohada emitiendo un largo quejido. Se incorpora de pronto, pero recae pesadamente y se desata entonces en un llanto desesperado. Llama a su amante, le grita palabras de una desgarradora ternura. Lo insulta, lo amenaza y lo vuelve a llamar. Suplica que la dejen morir, suplica que la hagan vivir para poder verlo, suplica que no lo dejen entrar mientras ella tenga olor a éter y a sangre. Y vuelve a prorrumpir en llanto.

A mi alrededor murmuran que vive así, en continua exaltación, desde el momento fatal en que...

El corazón me da un vuelco. Veo a Reina desplomándose sobre un gran lecho todavía tibio. Me la imagino aferrada a un hombre y temiendo caer en ese vacío que se está abriendo bajo ella y en el cual soberbiamente decidió precipitarse. Mientras la izaban al carro ambulancia, boca arriba en su camilla, debió ver oscilar en el cielo todas las estrellas de esa noche de otoño. Vislumbro en las manos del amante, enloquecido de terror, dos trenzas que de un tijeretazo han desprendido, empapadas de sangre.

Y siento, de pronto, que odio a Reina, que envidio su dolor, su trágica aventura y hasta su posible muerte. Me acometen furiosos deseos de acercarme y sacudirla duramente, preguntándole de qué se queja, ¡ella, que lo ha tenido todo! Amor, vértigo y abandono.

En el preciso instante en que voy saliendo, una ambulancia entra al hospital. Me aprieto contra la pared, para dejarla pasar, mientras algunas voces resuenan bajo la bóveda del portón... "Un muchacho, lo arrolló un automóvil..."

El hecho de lanzarse bajo las ruedas de un vehículo requiere una especie de inconsciencia. Cerraré los ojos y trataré de no pensar durante un segundo.

 

Dos manos que me parecen brutales me atraen vigorosamente hacia atrás. Una tromba de viento y de estrépito se escurre delante mío. Tambaleo y me apoyo contra el pecho del imprudente que ha creído salvarme.

Aturdida, levanto la cabeza. Entreveo la cara roja y marchita de un extraño. Luego me aparto violentamente, porque reconozco a mi marido. Hace años que lo miraba sin verlo. ¡Qué viejo lo encuentro, de pronto! ¿Es posible que sea yo la compañera de este hombre maduro? Recuerdo, sin embargo, que éramos de la misma edad cuando nos casamos.

Me asalta la visión de mi cuerpo desnudo y extendido sobre una mesa en la Morgue. Carnes mustias y pegadas a un estrecho esqueleto, un vientre sumido entre las caderas... El suicidio de una mujer casi vieja, ¡qué cosa repugnante e inútil! ¿Mi vida no es acaso ya el comienzo de la muerte? Morir para rehuir; ¿qué nuevas decepciones?, ¿qué nuevos dolores? Hace algunos años hubiera sido, tal vez, razonable destruir, en un solo impulso de rebeldía, todas las fuerzas en mí acumuladas, para no verlas consumirse, inactivas. Pero un destino implacable me ha robado hasta el derecho de buscar la muerte; me ha ido acorralando lentamente, insensiblemente, a una vejez sin fervores, sin recuerdos... sin pasado.

Daniel me toma del brazo y echa a andar con la mayor naturalidad. Parece no haber dado ninguna importancia al incidente. Recuerdo la noche de nuestra boda... A su vez, él finge, ahora, una absoluta ignorancia de mi dolor. Tal vez sea mejor, pienso, y lo sigo.

Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños menesteres; para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas; para llorar por costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para vivir correctamente, para morir correctamente, algún día.

Alrededor nuestro, la niebla presta a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva.

 

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