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María Luisa Bombal

"Las islas nuevas"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 
Las islas nuevas
OBRAS DEL AUTOR
El árbol
La amortajada
La última niebla
Las islas nuevas
Lo secreto
Trenzas
 

ESCRITORES DE CHILE

Augusto D'Halmar
Baldomero Lillo
Francisco Coloane Cárdenas
Gabriela Mistral
María Luisa Bombal
Óscar Castro
Pablo Neruda
Poli Délano
Roberto Bolaño
Vicente Huidobro
 

 

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Al cuarto día, la neblina descuelga a lo largo de la pampa sus telones de algodón y silencia; sofoca y acorta el ruido de las detonaciones que los cazadores descargan a mansalva por las islas, ciega a las cigüeñas acobardadas y ablanda los largos juncos puntiagudos que hieren.

Yolanda. ¿Qué hará? se pregunta Juan Manuel. ¿Qué hará mientras él arrastra sus botas pesadas de barro y mata a los pájaros sin razón ni pasión? Tal vez esté en el huerto buscando las últimas fresas o desenterrando los primeros rábanos: Se los toma fuertemente por las hojas y se los desentierra de un tirón, se los arranca de la tierra oscura como rojos y duros corazoncitos vegetales. O puede aún que, dentro de la casa, y empinada sobre el taburete arrimado a un armario abierto, reciba de manos de la mucama un atado de sábanas recién planchadas para ordenarlas cuidadosamente en pilas iguales. ¿Y si estuviera con la frente pegada a los vidrios empañados de una ventana acechando su vuelta? Todo es posible en una mujer como Yolanda, en esa mujer extraña, en esa mujer tan parecida a... Pero Juan Manuel se detiene como temeroso de herirla con el pensamiento.

De nuevo el crepúsculo. El cazador echa una mirada por sobre la pampa sumergida tratando de situar en el espacio el monte y la casa. Una luz se enciende en lontananza a trav6s de la neblina, como un grito sofocado que deseara orientarlo. La casa. ¡Allí está! Aborda en su bote la orilla más cercana y echa a andar por los potreros hacia la luz, ahuyentando, a su paso, el manso ganado de pelaje primorosamente rizado por el aliento húmedo de la neblina. Salva alambrados a cuyas púas se agarra la niebla como el vellón de otro ganado. Sortea las anchas matas de cardos que se arrastran plateadas, fosforescentes, en la penumbra; receloso de aquella vegetación a la vez quemante y helada. Llega a la tranquera, cruza el parque y el jardín con sus macizos de camelias; desempaña con su mano enguantada el vidrio de la ventana y abre a la altura de sus ojos dos estrellas, como en los cuentos.

Yolanda está desvuda y de pie en el baño, absorta en la contemplación de su hombro derecho.

En su hombro derecho crece y se descuelga un poco hacia la espalda algo liviano y blando. Un ala. 0 más bien un comienzo de ala. 0 mejor dicho un muñón de ala. Un pequeño miembro atrofiado que ahora ella palpa cuidadosamente, como con recelo.

El resto del cuerpo es tal cual se lo había imaginado. Orgulloso, estrecho, blanco.

 

Una alucinación. Debo haber sido víctima de una alucinación. La caminata, la neblina, el cansancio y ese estado ansioso en que vivo desde hace días me han hecho ver lo que no existe... piensa Juan Manuel mientras rueda enloquecido por los caminos agarrado al volante de su coche. ¡Si volviera! ¿Pero cómo explicar su brusca partida? ¿Y cómo explicar su regreso si lograra explicar su huída? No pensar, no pensar hasta Buenos Aires. ¡Es lo mejor!

Ya en el suburbio, una fina llovizna vela de un polvo de agua los vidrios del parabrisas. Echa a andar la aguja de níquel que hace tic tac, tic tac, con la regularidad implacable de su angustia.

Atraviesa Buenos Aires desierto y oscuro bajo un aguacero aun indeciso. Pero cuando empuja la verja y traspone el jardín de su casa, la lluvia se despeña torrencial.

— ¿Qué pasa? ¿Por qué vuelves a estas horas?

— ¿Y el niño?

— Duerme. Son las once de la noche, Juan Manuel.

— Quiero verlo. Buenas noches, madre.

La vieja señora se encoje de hombros y se aleja resignada, envuelta en su larga bata. No, nunca logrará acostrumbrarse a los caprichos de su hijo. Es muy inteligente, un gran abogado. Ella, sin embargo, lo hubiera deseado menos talentoso y un poco más convencional, como los hijos de los demás.

Juan Manuel entra al cuarto del niño y enciende la luz. Acurrucado casi contra la pared, su hijo duerme, hecho un ovillo, con las sábanas por encima de la cabeza. "Duerme como un naimalito sin educación. Y eso que tiene ya nueve años. ¡De qué le servirá tener una abuela tan celosa!" — piensa Juan Manuel mientras lo destapa.

—¡Billy, despierta!

El niño se sienta en el lecho, pestañea rápido, mira a su padre y le sonríe valientemente a través de su sueño.

— Billy, te traigo un regalo.

Billy tiende instantáneamente una mano cándida. Y apremiado por ese ademán Juan Manuel sabe, de pronto, que no ha mentido. Sí, le trae un regalo. Busca en su bolsillo. Extrae un pañuelo atado por las cuatro puntas y lo entrega a su hijo. Billy desata los nudos, extiende el pañuelo y, como no encuentra nada, mira fijamente a su padre, esperando confiado una explicación.

— Era una especie de flor, Billy, una medusa magnífica, te lo juro. La pesqué en la laguna par ti... Y ha desaparecido...

El niño reflexiona un minuto y luego grita triunfante.

— No, no ha desaparecido; es que se ha deshecho, Papá, se ha deshecho. Porque las medusas son agua, nada más que agua. Lo aprendí en la geografía nueva que me regalaste.

Fuera, la lluvia se estrella violentamente contra las anchas hojas de la palmera que encoje sus ramas de charol entre los muros del estrecho jardín.

— Tienes razón, Billy. Se ha deshecho.

—... Pero las medusas son del mar, Papá. ¿Hay medusas en las lagunas?

— No sé, hijo.

Un gran cansancio lo aplasta de golpe. No sabe nada, no comprende nada.

¡Si telefoneara a Yolanda! Todo le parecería tal vez menos vago, menos pavoroso si oyera la voz de Yolanda; una voz como todas las voces, lejana y un poco sorprendida por lo inesperado de la llamada.

Arropa a Billy y lo acomoda en las almohadas. Luego baja la solemne escalera de aquella casa tan vasta, fría y fea. El teléfono está en el hall; otra ocurrencia de su madre. Descuelga el tubo mientras un relámpago enciende de arriba abajo los altos vitrales. Pide un número. Espera.

El fragor de un trueno inmenso rueda por sobre la ciudad dormida hasta perderse a lo lejos.

Su llamado corre por los alambres bajo la lluvia. Juan Manuel se divierte en seguirlo con la imaginación. "Ahora corre por Rivadavia con su hilera de luces mortecinas, y ahora por el suburbio de calles pantanosas, y ahora toma la carretera que hiere derecha y solitaria la pampa inmensa; y ahora pasa por pueblos chicos, por ciudades de provincia donde el asfalto resplandece como agua detenida bajo la luz de la luna; y ahora entra tal vez de nuevo en la lluvia y llega a una estación de campo, y corre por los potreros hasta el monte, y ahora se escurre a lo largo de una avenida de álamos hasta llegar a las casas de "La Atalaya". Y ahora aletea en timbrazos inseguros que repercuten en el enorme salón desierto donde las maderas crujen y la lluvia gotea en un rincón.

Largo rato el llamado repercute. Juan Manuel lo siente vibrar muy ronco en su oído, pero allá en el salón desierto debe sonar agudamente. Largo rato, con el corazón apretado, Juan Manuel espera. Y de pronto lo esperado se produce: alguien leanta la horquilla al otro extremo de la línea. Pero antes de que una voz diga "Hola" Juan Manuel cuelga violentamente el tubo.

Si le fuera a decir: "No es posible. Lo he pensado mucho. No es posible, créame". Si le fuera a confirmar así aquel horror. Tiene miedo de saber. No quiere saber.

Vuelve a subir lentamente la escalera.

Había pues algo más cruel, más estúpido que la muerte. ¡Él que creía que la muerte era el misterio final, el sufrimiento último! ¡La muerte, ese detenerse! Mientras él envejecía, Elsa permanecía eternamente joven, detenida en los treinta y tres años en que desertó de esta vida. Y vendría también el día en que Billy sería mayor que su madre, sabría más del mundo que lo que supo su madre. ¡La mano de Elsa hecha cenizas, y sus gestos perdurando, sin embargo, en sus cartas, en el sweater que le tejiera; y perdurando en retratos hasta el iris cristalino de sus ojos ahora vaciados!... ¡Elsa anulada, detenida en un punto fijo y viviendo, sin embargo, en el recuerdo, moviéndose junto con ellos en la vida cotidiana, como si continuara madurando su espíritu y pudiera reaccionar ante cosas que ignoró y que ignora.

Juan Manuel sabe ahora que hay algo más cruel, más incomprensible que todos esos pequeños corolarios de la muerte. Conoce un misterio nuevo, un sufrimiento hecho de malestar y de estupor.

La puerta del cuarto de Billy, que se recorta iluminada en el corredor oscuro, lo invita a pasar nuevamente, con la vaga esperanza de encontrar a Billy todavía despierto. Pero Billy duerme. Juan Manuel pasea una mirada por el cuarto buscando algo en que distraerse, algo con que aplacar su angustia. Va hacia el pupitre de colegial y hojea la geografía de Billy.

"... Historia de la tierra... La fase estelar de la tierra... La vida en la era primaria...".

Y ahora lee "... Cuán bello sería este paisaje silencioso en el cual los lipocodios y equisetos gigantes erguían sus tallos a tanta altura, y los helechos extendían en el aire húmedo sus verdes frondas...".

¿Qué paisaje es éste? ¡No es posible que lo haya visto antes! ¿Por qué entra entonces en él como en algo conocido? Da vuelta la hoja y lee al azar "... Con todo, en ocasión del carbonífero es cuando los insectos vuelan en gran número por entre la densa vegetación arborescente de la época. En el carbonífero superior había insectos con tres pares de alas. Los más notables de los insectos de la época eran unos muy grandes, semejantes a nuestras libélulas actuales, aún cuando mucho mayores, pues alcanzaba una longigud de sesenta y cinco centímetros la envergadura de sus alas...".

Yolanda, los sueños de Yolanda... el horroroso y dulce secreto de su hombro. ¡Tal vez aquí estaba la explicación del misterio!

Pero Juan Manuel no se siente capaz de remontar los intrincados corredores de la naturaleza hasta aquel origen. Teme confundir las pistas, perder las huellas, caer en algún pozo oscuro y sin salida para su entendimiento. Y abandonando una vez más a Yolanda, cierra el libro, apaga la luz, y se va.

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