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Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia | |
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo) |
La amortajada
(Continuación) |
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Poco a poco, sin advertirlo, ella se había acostumbrado a su fastidiosa presencia. Abominaba el deseo que brillaba en los ojos de Fernando, y sin embargo la halagaba ese irreflexivo homenaje cotidiano. Ahora recuerda, como en una última confidencia, a Beatriz, la íntima amiga de su hija. Recuerda su patética voz de contralto. Apenas sabía cantar, pero cuando ella la acompañaba al piano, lograba sobreponer su torpeza. Tenía en la garganta cierta nota de terciopelo, grave y tierna a la vez, que su voluntad prolongaba, amplificaba, sofocaba dulcemente. Recuerda el otoño pasado y sus noches sin luna, estridentes y claras. "Apenas levantados de la mesa, tú, Fernando, te apresurabas a salir con el cigarrillo en los labios, esperando que te siguiera para apoyarme a tu lado contra la balaustrada de la terraza. Pero yo corría a instalarme frente al piano. Y Beatriz empezaba a cantar. Uno, dos, tres lieder me esperabas de pie, luego te sentabas en el escaño de hierro, la espalda apoyada contra las enredaderas del muro. Hasta el salón culebreaba el humo de los cigarrillos, que encendías uno en la colilla del otro, sin compasión por tu salud. Nada me importaba tu enervamiento, la humedad que las madreselvas alentaban sobre tus hombros. Mañana estarías enfermo, por cierto, pero ¿era, acaso, yo culpable de que te empeñases, taciturno, en esperarme al frío, culpable de que la música me apasionara cien veces más que tu compaña? Muchas veces, inmediatamente después del acorde final subí furtivamente a mi cuarto sin esperar tu vuelta, negándote la limosna de las buenas noches. Nunca se me ocurrió pensar que fuera una crueldad inútil; creía que tu presencia o tu ausencia me dejaban indiferente. Una noche, sin embargo, entre una romanza y otra me asomé a la terraza. No encontré a nadie sobre el escaño de hierro. ¿Por qué te habías marchado sin avisar? ¿Y en qué momento? Ni a lo lejos resonaba el galope de tus caballos. Recuerdo mi desconcierto. Di unos pasos, respiré fuerte, levanté los ojos. Había en el cielo un hormigueo tal de estrellas, que debí bajarlos casi en seguida, presa de vértigo. Vi entonces el jardín, los potreros crudamente golpeados por una luz directa, uniforme, y tuve frío. Frente al piano, otra vez, me acometió un gran desaliento. Ya no me interesaba la música ni el canto de Beatriz. No encontraba ya razón de ser a mis gestos. Oh, Fernando, me habías envuelto en tus redes. Para sentirme vivir, necesité desde entonces a mi lado ese constante sufrimiento tuyo. Qué de veces durante mi enfermedad me incorporé en el lecho para escucharte con delicia rondar la puerta que te había vedado.
¡Pobre Fernando! Ahora se acerca para tocarle tímidamente los cabellos; sus largos cabellos de muerta, crecidos hasta durante esa noche. Abren de golpe las persianas. Luz gris ¿de amanecer, de atardecer? Ni una sombra es posible ya en el cuarto con esta luz. Las cosas se destacan con dureza. Algo revolotea pesadamente entre las flores y se posa sobre la sábana, algo abyecto... una mosca. Fernando ha levantado Ia cabeza. Por fin logrará lo que tanto anheló. ¿Por qué titubea y detiene su impulso ahora que puede besarla? ¿Por qué la mira fijamente y no la besa? ¿Por qué? Recién entonces, ella ve sus propios pies. Los ve feamente erguidos y puestos allá, al extremo de la colcha, como dos cosas ajenas a su cuerpo. Y porque veló en vida a muchos muertos, la amortajada comprende. Comprende que en el espacio de un minuto inasible ha cambiado su ser. Que al levantar Fernando los ojos había hallado a una estatua de cera en el lugar en que yacia la mujer codiciada. Cuantos entran al cuarto se mueven ahora tranquilos, se mueven indiferentes a ese cuerpo de mujer, lívido y remoto, cuya carne parece hecha de otra materia que la de ellos. Sólo Fernando sigue con la mirada fija en ella; y sus labios ternblorosos parecen casi articular su pensamiento. “Ana Maria, ies posible! ¡Me descansa tu muerte! Tu muerte ha extirpado de raíz esa inquietud que día y noche me azuzaba a mí, un hombre de cincuenta años, tras tu sonrisa, tu llamado de mujer ociosa. En las noches frías de invierno mis pobres caballos no arrastrarán más entre tu fundo y el mío aquel sulky con un enfermo dentro, tiritando de frío y mal humor. Ya no necesitaré combatir la angustia en que me sumía una frase, un reproche tuyo una mezquina actitud mía. Necesitaba tanto descansar, Ana María. iMe descansa tu muerte! De hoy en adelante no me ocuparán más tus problemas sino los trabajos del fundo, mis intereses políticos. Sin miedo a tus sarcasmos o a mis pensamientos reposaré extendido varias horas al día, como lo requiere mi salud. Me interesará la lectura de un libro, la conversación con un amigo; estrenaré con gusto una pipa, un tabaco nuevo. Sí, volveré a gozar los humildes placeres que la vida no me ha quitado aún y que mi amor por tí me envenenaba en su fuente. Volverá a dormir, Ana María, a dormir hasta bien entrada la mañana, como duermen los que nadie ni nada apremia. Ninguna alegría, pero tampoco ninguna amargura. Sí, estoy contento. Ya no necesitaré defenderme contra un nuevo dolor cada día. Me sabías egoísta, ¿verdad? Pero no sabías hasta dónde era capaz de llegar mi egoísmo. Tal vez deseé tu muerte, Ana María". |
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