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María Luisa Bombal

"La amortajada"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 

La amortajada

(Continuación)

OBRAS DEL AUTOR
El árbol
La amortajada
La última niebla
Las islas nuevas
Lo secreto
Trenzas
 

ESCRITORES DE CHILE

Augusto D'Halmar
Baldomero Lillo
Francisco Coloane Cárdenas
Gabriela Mistral
María Luisa Bombal
Óscar Castro
Pablo Neruda
Poli Délano
Roberto Bolaño
Vicente Huidobro
 

 

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Aquel brusco, aquel cobarde abandono tuyo, ¿respondió a una orden perentoria de tus padres o a alguna rebeldía de tu impetuoso carácter? No sé.

Nunca lo supe. Sólo sé que la edad que siguió a ese abandono fue la más desordenada y trágica de mi vida.

¡Oh, la tortura del primer amor, de la primera desilusión! ¡Cuando se lucha con el pasado, en lugar de olvidarlo! Así persistía yo antes en tender mi pecho blando, a los mismos recuerdos, a las mismas iras, a los mismos duelos.

Recuerdo eI enorme revólver que hurté y que guardaba oculto en mi arrnario, con la boca del caño hundida en un diminuto zapato de raso. Una tarde de invierno gané el bosque. La hojarasca se apretaba al suelo, podrida. El follaje colgaba mojado y muerto, como de trapo.

Muy lejos de las casas me detuve, al fin; saqué el arma de la manga de mi abrigo, la palpé, recelosa, como a una pequeña bestia aturdida que puede retorcerse y morder.

Con infinitas precauciones me la apoyé contra la sien, contra el corazón

Luego, bruscamente, disparé contra un árbol.

Fue un chasquido, un insignificante chasquido como el que descarga una sábana azotada por el viento. Pero, oh Ricardo, allá en el tronco del árbol quedó un horrendo boquete desparejo y negro de pólvora.

Mi pecho desgarrado así; mi carne, mis venas disperas...¡Ay, no, nunca tendría ese valor!

Extenuada me tendí largo a largo, gemí, golpeé el suelo con los puños cerrados. iAy, no, nunca tendría ese valor!

Y sin embargo quería morir, quería morir, te lo juro.

 

¿Qué día fue? No Iogro precisar el momento en que empezó esa dulce fatiga.

Imaginé, al principio, que la primavera se complacía, así, en languidecerme. Una primavera todavía oculta bajo el suelo invernal, pero que respiraba a ratos, mojada y olorosa, por los poros entrecerrados de la tierra.

Recuerdo. Me sentía floja, sin deseos, el cuerpo y e! espíritu indiferentes, como saciados de pasión y dolor.

Suponiéndolo una tregua, me abandoné a ese inesperado sosiego. ¿No apretaría mañana con más inquina el tormento?

Dejé de agitarme, de andar.

Y aquella languidez, aquel sopor iban creciendo, envolviéndome solapadamente, día a día.

Cierta mañana, al abrir las celosías de mi cuarto reparé que un rnillar de minúsculos brotes, no más grandes que una cabeza de alfiler, apuntatan a la extremidad de todas las cenicientas ramas del jardin.

A mi espalda, Zoila plegaba los tules del mosquitero, invitándome a beber el vaso de leche cotidiano. Pensativa y sin contestar, yo continuaba asomada al milagro.

Era curioso; también mis dos pequeños senos prendían, parecían desear florecer con la primavera.

Y de pronto, fue como si alguien me lo hubiera soplado al oído.

—"Estoy... ¡ah!..."— suspiré, llevándome las manos al pecho, ruborizada hasta la raíz de los cabellos.

 

Durante muchos días viví aturdida por la felicidad. Me habías marcado para siempre. Aunque la repudiaras, seguías poseyendo mi carne humillada, acariciándola con tus manos ausentes, modificándola.

Ni un momento pensé en las consecuencias de todo aquello. No pensaba sino en gozar de esa presencia tuya en mis entrañas. Y escuchaba tu beso, lo dejaba crecer dentro de mí.

 

Entrada ya la prmavera, hice colgar mi harnaca entre dos avellanos. Permanecía recostada horas enteras.

Ignoraba por qué razón el paisaje, las cosas, todo se me volvía motivo de distracción, goce plácidamente sensual: la masa oscura y ondulante de la selva inmovilizada en el horizonte, como una ola monstruosa, lista para precipitarse; el vuelo de las palomas, cuyo ir y venir rayaba de sombras fugaces el libro abierto sobre mis rodillas; el canto intermitente del aserradero —esa nota aguda, sostenida y dulce, igual al zumbido de un colmenar— que hendía el aire hasta las casas cuando la tarde era muy límpida.

 

Deseos absurdos y frívolos me asedíaban de golpe, sin razón y tan furiosamente, que se trocaban en angustiosa necesidad. Primero quise para mi desayuno un racimo de uvas rosadas. Imaginaba la hilera apretada de granos, la pulpa cristalina.

Bien pronto, como se me convenciera de que era un deseo imposible de satisfacer —no teníamos parrrón ni viña y el pueblo quedaba a dos días del fundo— se me antojaron fresas.

No me gustaban, sin embargo, las que el jardinero recogía para mi, en el bosque. Yo las quería heladas, muy heladas, rojas, muy rojas; y que supieran también un poco a frambuesa.

¿Dónde había comido yo fresas asi?

—"...La niña salió entonces al jardín y se puso a barrer la nieve. Poco a poco la escoba empezó a descubrir una gran cantidad de fresas perfurnadas y maduras que gozosa llevó a la madrastra...”

¡Esas! ¡Eran ésas las fresas que yo quería! ¡las fresas mágicas del cuento!

Un capricho se tragaba al otro. He aquí que suspiraba por tejer con lana amarilla, que ansiaba un campo de mirasoles, para mirarlo horas enteras.

¡Oh, hundir la mirada en algo amarillo!

Así vivía golosa de olores, de color, de sabores.

Cuando la voz de cierta inquietud me despertaba importuna:

—"¡Si lo llega a saber tu padre!"— procurando tranquilizarme le respondía:

—"Mañana, mañana buscaré esas yerbas que... o tal vez consulte a la mujer que vive en la barranca..."

—"Debes tomar una decisión antes de que tu estado se vuelva irremediable".

—"Bah, mañana, mañana".

Recuerdo. Me sentía como protegida por una red de pereza, de indiferencia; invulnerable, tranquila par todo lo que no fuera los pequeños hechos cotidianos: el subsistir, el dormir, el comer.

Mañana, mañana, decía. Y en esto llegó el verano.

 

La primera semana de verano me lIenó de una congoja inexplicable que crecía junto con la luna.

En la séptima noche, incapaz de conciliar el sueño me levanté, bajé al salón, abrí la puerta que daba al jardín.

Los cipreses se recortaban inmóviles sobre un cielo azul; el estanque era una lámina de metal azul; la casa alargaba una sombra aterciopelada y azul.

Quietos, los bosques enmudecían como petrificados bajo el hechizo de la noche, de esa noche azul de plenilunio.

Largo rato permanecí de pie en el umbral de la puerta sin atreverme a entrar en aquel mundo nuevo, irreconocible, en aquel mundo que parecía un mundo sumergido.

Súbitamente, de uno de los torreones de la casa, creció y empezó a flotar un estrecho cendal de plumas.

Era una bandada de lechuzas blancas.

Volaban. Su vuelo era blando y pesado, silencioso como la noche.

Y aquello era tan armonioso que, de glope, estallé en lágrimas.

Después, me sentí liviana de toda pena. Fue como si la angustia que me torturaba hubiera andado tanteando en mí hasta escaparse por el camino de las lágrimas.

Aquella angustia, sin embargo, la sentí de nuevo posada sobre mi corazón a la mañana siguiente; minuto por minuto su peso aumentaba, me oprimía. Y he aquí que tras muchas horas de lucha, tomó, para evadirse, el mismo camino de la víspera, y se fue nuevamente, sin que me revelara su secreta razón de ser.

Idéntica cosa me sucedió el día después, y al otro día.

Desde entonces viví a la espera de las lágrimas. Las aguardaba como se aguarda la tormenta en los días más ardorosos del estío. Y una palabra áspera, una mirada demasiado dulce, me abrían la esclusa del llanto.

Así vivía, confinada en mi mundo físico.

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