Quién podrá entender esto que le pasa a mi amigo Cristian? Yo no. Ni él tampoco; o si lo entendemos, dijérase que no tenemos el valor de decirlo; porque el hombre es hipócrita en artículos de fe...
Lo prueba este ateo, materialista, hereje, según él cree, y sus lectores también.
En un libro que dio a la estampa años ha, decía sobre poco más o menos, «que no había Dios». Y el libro se vendió, y se prohibió, y se vendió mucho mejor aún de contrabando, y se tradujo al francés y al italiano... Y aquel mismo año, mi amigo tuvo un duelo a pistola; y al mismo tiempo de hacer fuego, dijo pasa sí:
—¡Virgen del Carmen!
Él mismo se preguntaba a sí mismo a sus solas.—¿Por qué? ¿Acaso no me río yo de todas esas cosas? Menester es que yo estuviera asustado
y seguro de que mi adversario iba a dejarme en el sitio... Pero no me dejó. La verdad es que no me dejó...
Durante algún tiempo siguió su campañaatea y sus discursos políticos en el Congreso, (porque era diputado). Libertad de cultos, libertad religiosa, separación de la Iglesia y del Estado; que no nos quede un cura; ¡que el que quiera misa la pague...!
Sale de Madrid a presidir un comité, allá en su pueblo. Ya en el tren a deshora de la noche, despiértale un espantoso ruido, ayes y lamentos... ¡¡un choque!! Y Cristian exclama arrojándoseal suelo:—¡Virgen del Carmen!
Sale ileso de aquella catástrofe. Sigue su camino y va diciendo para sus adentros:
—¡Bah! Esto es lo mismo que cuando los jugadores tienen un fetiche... mis tres palabras degeneran en costumbre; pero ello es que los viajeros de al lado se han roto la cabeza y yo no.
Cristian llega a su pueblo, preside el comité radical, hace un discurso demagógico, prueba a los ciudadanos de la localidad que hay que pegarles fuego a todos los conventos y que un Cristo en la escuela es una aberración...
Aquella noche se acuesta satisfecho de su elocuencia y del efecto que ha producido. Está en el primer sueño, cuando oye gritar en el piso bajo.
—¡Fuego! ¡¡Fuego!!
Y salta de la cama diciendo sin poderlo remediar:
—¡Virgen del Carmen!
Los mozos, las criadas, el alcalde, los vecinos hacen prodigios de valor. Él, Cristian, no se ocupa sino de salvar la vida, y a la mañana siguiente en una alocución que publica el periódico de la localidad, prueba que sin los esfuerzos de aquellos valerosos vecinos la Providencia no hubiera hecho nada, aunque diga lo contrario el cura...
Vuelve a Madrid. En su casa le esperan grandes amarguras. Su mujer no ha querido avisarle que el único hijo que tienen está enfermo, y en los días de viaje el niño se ha agravado. Cuando Cristian llega, el niño, una criatura angelical, está expirando. Muere del garrotillo... En la casa hay tres médicos célebres, toda la familia reunida al pie de la cuna, la madre anegada en llanto, la abuela transida de dolor, el médico de cabecera llora como un chiquillo... No hay remedio, la ciencia es impotente; Cristian cae de rodillas apretando la rubia cabeza entre las manos, y sin poderlo evitar, como si una voz secreta se lo mandara, exclama:
—¡Oh... Virgen del Carmen!
Uno de los médicos, propone que se haga la traqueotomía. El padre accede, el niño se salva...
Y a los dos o tres meses la casa vuelve a su estado normal, el elocuente orador renueva su propaganda, un nuevo libro suyo da ocasión a grandes polémicas y sufre los rigores de la censura...
Al salir del Teatro Real una noche, Cristian coge una pulmonía.
Aquel mismo médico de cabecera se cree en el deber de prevenir a la familia...
¿Pero quién habla de confesión a quien nunca quiso tener contacto con la Iglesia?
Alguien se atreve a indicarle algo. El enfermo mantiene sus ideas de siempre. Quiere morir como libre pensador, desea que se le haga un entierro puramente civil. En vano su mujer, su madre política, sus parientes, algún amigo cristiano, le piden que por el bien parecer cumpla a lo menos con la sociedad. ¡Nada! Ve venir la muerte con ánimo sereno. Solamente cuando agoniza, el que está más cerca de su cabecera cree oirle balbucear:
—Virg... del Carr...
Y expira.
Su entierro atrae gente por la novedad. Su cuerpo va directamente a la tierra sin intervención de sacerdote alguno.
Sus albaceas comienzan a inventariar la casa. Entre sus papeles reservados hay un pliego que dice.
Última carta, de mi madre.
Al abrirla leen:
—Hijo de mi vida, en todos los momentos graves de tu existencia, encomiéndate a la Virgendel Carmen.
Enero, 1886.
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